Valentina Trujillo Rendón |
Introducción
El feminismo y los estudios críticos animales han caminado de la mano hace un par de décadas, por razones que se cruzan en la búsqueda de justicia e igualdad para todos los animales humanos y no humanos. El objetivo de este artículo es presentar una aproximación de definición del transfeminismo antiespecista como movimiento político a partir de la revisión bibliográfica de cada categoría en particular, y establecer un diálogo entre los discursos académicos y las prácticas activistas.
Para abordar una concepción transfeminista, es necesario remontarme a diferentes postulados desde donde se ha trabajo esta corriente contemporánea del feminismo y entenderla desde la polivocidad y la multiplicidad, como un término polisémico, una expresión política que podría resolver los problemas del cisexismo feminista (Guerrero Mc Manus y Muñoz Contreras, 2018; Radi, 2020). Por un lado, se presentará un transfeminismo entendido a partir de las epistemologías de los estudios trans, y por otro lado se entenderá a partir de la lectura y reinterpretación que se hace desde la teoría queer.
Antes de continuar, es importante dejar claro a que se hará referencia cuando se mencionen algunos conceptos que contienen el prefijo latino “cis” que significa “de este lado”, siendo esta la contraparte lógica del término “trans”, prefijo latino que significa “del otro lado”. Por lo tanto, si las personas trans son aquellas que se identifican y viven socialmente con una identidad de género distinta a la que les fue asignada, las personas cis son aquellas que no son trans. (Cabral, 2009; Radi, 2020). Las apariciones de este neologismo se convierten en necesarias para entender que no existe una identidad natural o normal y otra anormal, es fundamental presentar aquello opuesto a lo trans para fortalecer los activismos por la despatologización de estas identidades. El prefijo cis ha sido utilizado para la comprensión no solo de las identidades cisexual/cisgénero, sino también las opresiones que se desprenden desde allí, lo que Julia Serano nombra cisexismo o privilegio cisexual, “esto es el doble estándar que promueve la idea de que los géneros de las personas transexuales son distintos y menos legítimos que los géneros de las personas cisexuales.” (2007, p. 3), y a partir de esto surge el concepto de cisnormatividad, proceso por el cual se asume que todas las personas que son asignadas hombres al nacer se van a convertir en hombres y todas las personas que son asignadas mujeres al nacer se van a convertir en mujeres (Bauer et al., 2009).
En el Manifiesto posttransexual, Stone inicia agradeciendo a una de las lesbianas feministas chicanas más representativas, Gloria Anzaldúa, por la revisión del texto, esta autora es reconocida por los grandes aportes a la teoría queer desde su conceptualización de lo fronterizo, de igual forma deja claro que lo allí escrito está sustentado en postulados de Donna Haraway, quien desde las epistemologías feministas hace énfasis en el abandono de la objetividad a la hora de producir conocimiento, proponiendo el distanciamiento de un sujeto universal y universalizante, “de esta manera, la multiplicidad de voces por las que se aboga desde las epistemologías feministas tiene una clara conexión con la necesaria construcción de epistemologías transfeministas, porque las subjetividades trans no son del todo homologable con las subjetividades cis” (Guerrero Mc Manus y Muñoz Contreras, 2018, p. 9).
A partir de este momento, y casi que entendiendo la última frase del manifiesto de Stone como un llamado, académicxs y activistxs trans de diferentes latitudes continuaron escribiendo desde sus propias experiencias, alzando sus voces frente a un llamado al silencio por parte de algunas que tácitamente dejaron clara su postura de rechazo, y algunas otras que, incluso con buenas intenciones, estaban escribiendo sobre las experiencias transfemeninas, contribuyendo a un borramiento de las voces y perspectivas de las mujeres trans (Serano, 2009). Malestar equiparable al hecho de que hombres escribieran sobre las experiencias de mujeres.
Sin lugar a duda, las teorías feministas significaron no solo una provocación para el desarrollo de los Estudios Trans, sino también, paradójicamente, una herramienta que ha servido de base para construir y cimentar las epistemologías transfeministas, porque, como lo dice Valeria Flores,
El problema es cuando se impone / una representación hegemónica del / sujeto de la política feminista / El problema es cuando se considera / a “las feministas” un nosotras / unívoco y genital.
El problema es cuando el / movimiento feminista ignora la / potencialidad política de las fugas de / las narrativas normativas de la sexualidad. (2009, p. 9)
“El activismo trans, como el feminista, está atravesado por ejes generacionales, de clase, de etnia, de capital social y cultural. El movimiento trans ha dado un giro importante en los últimos años y es interesante comprender en qué ha consistido esta transición, transición en parte hacia el feminismo o al llamado “transfeminismo” (Missé, 2009, p. 10)
Por otro lado, el transfeminismo se lee como una corriente que tiene sus raíces en las bases conceptuales e ideológicas de la teoría queer, así, “quizás ningún cambio en el feminismo tuvo un efecto tan profundo en la inclusión transgénero dentro de las comunidades lésbicas y queer como la emergencia de la teoría queer.” (Serano, 2009, p. 39). A continuación, se presentará una versión de esta historia.
1.2. De la Teoría queer al Transfeminismo
El movimiento queer fue formado en un principio por devenires minoritarios del tercer mundo estadounidense, siendo estos el reflejo de lo que conocemos como multitudes de cuerpos que no encajan en las lógicas heteropatriarcales, racistas y clasistas presente en Estados Unidos, que se originó como contestación frente a una combinación de factores económicos, políticos y sociales durante el gobierno de Ronald Reagan (1980 a 1988), quien aumentó los impuestos afectando de forma severa a las poblaciones pobres, racializadas, sexualmente minoritarias, migrantes y enfermxs de SIDA, encarnando en muchos casos de manera interseccional todas las variables (Valencia, 2015). Las consecuencias de estas políticas puestas en marcha por este proyecto conservador y neoliberal fueron las movilizaciones multitudinarias y aparentemente heterogéneas que sacaron a las calles sus protestas durante la década de los años ochenta. Multitudes encabezadas principalmente por feministas lesbianas chicanas, afroamericanas y asiático-americanas, junto a otro proletariado disidente sexual, vieron la necesidad de reconfigurar las resistencias de las luchas de los años sesenta y setenta, haciendo un ejercicio autocrítico radical respecto al machismo y la homofobia que pervivía al interior de los movimientos identitarios como el Chicanismo o el Black Power (Valencia, 2015). Ello da cuenta de una impronta latinoamericana dentro del movimiento queer que surge en ese contexto neoliberal estadounidense, rechazando las categorías dicotómicas opresoras como hombre/mujer, blanco/no blanco, heterosexual/homosexual e iniciando un proceso de resignificación de ese insultante y peyorativo queer, para reivindicarse como lo raro, excluido, anormal, diferente, precario. Se generaron en ese marco alianzas que crearon agenciamientos inesperados, desarticularon el clamado derecho del heteropatriarcado blanco y dieron paso a una nueva forma de pensar la sexualidad, el género, la raza, la clase y los lugares de privilegio y opresión de cada individualidad.
Mientras esto ocurría, Judith Butler a finales de los años ochenta y principios de los noventa del siglo pasado publica El género en disputa. Feminismo y la subversión de la identidad (2007 [1990]), planteó una cuestión muy importante que desarticula los planteamientos teóricos de la época (incluso los de ahora) argumentando que el sexo, al igual que el género, era una construcción cultural. Por su parte, Adrienne Rich y Monique Wittig estaban poniendo en cuestión la heterosexualidad como régimen político, más allá de una orientación sexual, era un sistema de opresión (Rich, 2007 [1980]), afirmando incluso que las lesbianas no eran mujeres, porque estas no tenían sentido más que en los sistemas heterosexuales de pensamiento (Wittig, 2006 [1992]).
Entendiendo la desencialización radical del sexo, el género y la orientación sexual, Butler propone el concepto de performatividad de género como la forma de explicar este movimiento relacional que se exige a lxs individuxs para producir y reafirmar la correspondencia entre esta tríada, “una alineación ideal que en realidad es cuestionada por la singularidad de forma constante y falla permanentemente” (Valencia, 2015, p. 7). Desde estas proposiciones se da inicio al cuestionamiento de la sujeta política del feminismo, la mujer, pues el género no constituye a las personas de una forma única, consistente y coherente en los diferentes contextos históricos, así las experiencias identitarias varían según la conexión existente entre los sistemas de opresión -sexismo, especismo, racismo, clasismo, etc.-, entendiendo que no solo el género cumple un papel fundamental de diferenciación para mantener una jerarquía que privilegia a unos sobre otrxs y evidenciando la necesidad de una lectura interseccional de las experiencias, contribuyendo a esto especialmente mujeres feministas de color que no sentían una afinidad con los postulados teóricos y activistas de las feministas blancas en Estados Unidos (Anzaldúa, 2016; Collins y Bilge, 2019; Davis, 2016; hooks, et al., 2004; Moraga y Castillo, 2016).
Butler fue una de las autoras que empezó a abrir una discusión dentro del movimiento feminista al proponer que el género debería entenderse como un constructo cultural normativo, como un sistema de opresión que afecta directamente a otros grupos subalternos, anormales, patologizados, invisibilizados y que el sistema quiere exterminados. Teniendo a su vez como referencia el artículo de Gayle Rubin “Tráfico de mujeres: notas sobre la ‘economía política’ del sexo” (1986 [1975]), en el cual afirma que:
El género es una división de los sexos socialmente impuesta. Es un producto de las relaciones sociales de sexualidad. Los sistemas de parentesco se basan en el matrimonio; por lo tanto, transforman a machos y hembras en “hombres” y “mujeres” (1986, p. 114)
Se pone sobre la mesa un cuestionamiento del género al entenderse como “un dispositivo de poder que impone de forma rígida, violenta y jerarquizada las categorías de hombre/mujer y masculino/femenino con el fin de producir cuerpos que se adapten al orden social establecido.” (Solá, 2009, p. 1)
Para los años en los que Butler construyó esta reflexión, en Estados Unidos estaba despertándose un malestar con respecto a los procesos de institucionalización LGBT, al feminismo de Estado, a la patologización de la transexualidad o a la proliferación del SIDA, entre otras cuestiones; para contrarrestar este malestar, personas que se apropian del insulto queer se organizaron buscando lenguajes, instrumentos y estrategias capaces de desmontar los regímenes de la normalización del cuerpo que se legitima con la modernidad, y haciendo una crítica desde el activismo a aquellas élites que estaban liderando y abanderando las luchas sociales de ese momento. Desde el ámbito teórico el concepto de Teoría queer viene ligado a una versión que acabó haciéndose oficial y a otra que ha sido invisibilizada, probablemente por esta misma lógica de una exclusión a lo que no entra dentro de la lógica blanca académica.
La versión oficial sitúa su uso teórico en 1991 cuando Teresa de Lauretis, publica su emblemático artículo “Queer Theory. Lesbian and Gay Sexualities.” en la revista Differences. Sin embargo, y quizá en la misma lógica blanca del capitalismo académico, que invisibiliza lo minoritario, no se considera como uso “teórico” el que le da Gloria Anzaldúa en su libro La Frontera/Borderland, publicado en 1987 (…) Ni tampoco se considera lo dicho por Cherrie Moraga en su ensayo Queer Aztlan: the reformation of a chicano tribe, cuya primera versión data de 1992. (…) Siguiendo la versión oficial: De Lauretis acuña el término teoría queer, para referirse a los movimientos sociales (…), introduciéndolo por primera vez a la academia californiana y redimensionando con ello los Women Studies, así como los Gays and Lesbian Studies. (Valencia, 2015, p. 5)
Este entendimiento de lo queer como movimiento y teoría llegó al Estado español y se extendió también por el sur de América para hacer una reconfiguración de este, como un campo semántico de multitudes postidentitarias a finales del siglo XX y principios del siglo XXI.
Así, en los años ochenta y noventa del siglo pasado, la academia y los movimientos sociales empezaron a conversar y a beber unos de otros, iniciándose un proceso de cuestionamiento de esos discursos hegemónicos que perpetúan opresiones y marginan a personas que no están dentro de los cánones raciales, étnicos, de clase, orientación sexual, entre otros.
Teniendo en cuenta los cuarenta años de dictadura franquista que se vivieron en el Estado español, el pensamiento feminista desde lo académico y activista sufrió una represión que evidencia el bache existente en esta época. Solo en la década de los noventa el grupo LSD y La Radical Gai introdujeron un debate activista y teórico con respecto a lo queer, dando a conocer a autoras como Wittig, Butler, Haraway y Teresa de Lauretis, posibilitando la creación de redes con para desarrollar nuevas estrategias políticas (Macías, 2013, p. 45).Sin embargo, había una necesidad de trasladar estos pensamientos a un contexto de habla hispánica. De esta manera, “en un gesto de desplazamiento geopolítico, pero cercano a los postulados queer, el concepto transfeminista está siendo reivindicado por algunos colectivos trans-bollo-marica-feministas surgidos en los últimos años en el Estado español” (Solá, 2013, p. 19). Con esto, se ponía en evidencia la necesidad de una multiplicidad del sujeto feminista, ese que Butler cuestionaba a principios de los noventa. A partir de este momento, cuando se traslada de Estados Unidos al Estado español lo queer, se nombra en muchas ocasiones como transfeminismo.
se trata de hacernos cargo del surgimiento de una nueva subjetividad feminista y su carácter positivo para las luchas de las mujeres. La deconstrucción de la categoría mujer como el único sujeto del feminismo permite el emerger de nuevas subjetividades en un marco de identidades no estables. Una nueva subjetividad feminista que permite un sujeto fragmentado y estructurado por variables como el sexo, el género, la raza, la clase, la sexualidad, etc. (Solá, 2009, p. 5)
La importancia también de renombrar lo queer como transfeminismo, subyace en que sigue conteniendo la palabra feminismo, haciéndose “cargo de una experiencia y de unos vínculos con las luchas feministas que le preceden y permite no olvidar las diferentes posiciones de poder de hombres y mujeres en la sociedad” (Solá, 2013, p. 20), respondiendo a su vez a las críticas que el feminismo planteó a la teoría queer sobre la relativización de las identidades, pudiendo llevar a un ocultamiento de la asimetría existente entre hombres y mujeres, es decir, que al criticar ese binarismo, se pueden invisibilizar las desigualdades estructurales por razón de género.
Como una necesidad decolonial latinoamericana, surgen a finales del siglo XX y principios del XXI diferentes publicaciones al respecto, haciendo evidente un afán por generar conocimiento desde el sur y para el sur, y dando cuenta de que América Latina tiene un contexto social, étnico, político y cultural diferente del europeo y del estadounidense, por lo tanto las producciones teóricas de las ciencias sociales y humanas de estos lugares no resultaban necesariamente eficaces o suficientes para explicar o categorizar las realidades propias (Castro-Gómez, 2010; Grosfoguel, 2006; Quijano, 2000; Rivera Cusicanqui y Barragán Romano, 1997). De ahí que se incrementara el eco de “los feminismos pos y decoloniales, el black feminist, los feminismos de color y tercermundistas, marcando una tercera forma de disidencia con respecto al feminismo blanco hegemónico, cuestionando a su vez ese sujeto universal femenino” (Cabrera y Vargas Monroy, 2014, p. 30).
En un reconocimiento de los discursos teóricos latinoamericanos, es necesario mencionar que en Argentina, Néstor Perlongher, en la misma época que en Estados Unidos estallaba la insurgencia queer como movimiento político y más tarde académico, escribió una serie de ensayos entre 1980 y 1992, los cuales fueron publicados posteriormente por Osvaldo Baigorria y Christian Ferrer en un texto titulado Prosa Plebeya (2013), libro que compilaba sus escritos sobre las políticas del deseo, la cuestión homosexual y la estética neobarroca, dando cuenta de una emergencia de inconformidades similares en el sur del continente americano. En este mismo país, se publica además la revista Ramón 99 desde 2010 y las Ludditas Sexxxuales escribieron Ética amatoria del deseo libertario (2012) y Foucault para encapuchadas (Caserola, 2014), deconstruyendo las imposiciones relacionales, capitalistas, heterosexuales, patriarcales, corporales, de género y sexuales.
De igual forma, en Chile se cuestionaban diferentes aspectos de las sexualidades, el género y la colonialidad, en 2006 la Coordinadora Universitaria por la Disidencia Sexual (CUDS), haciendo uso del concepto disidencia sexual, convocó a individualidades desde el artivismo, el activismo y la academia, para reflexionar y visibilizar lo que se sale de la norma heterosexual y binaria. Su publicación Por un feminismo sin mujeres (Díaz et al., 2011), sirvió para dejar constancia de su pensamiento crítico con respecto a los debates acerca de lo queer en el contexto latinoamericano, tratándose temas coyunturales como la utilización de esta palabra en un contexto hispanohablante. Felipe Rivas, una de las personas que participó en la escritura de este libro con un texto titulado “Diga ‘queer’ con la lengua afuera: sobre las confusiones del debate latinamericano” afirma que el significado que se le da en América Latina a lo queer “ha venido a plantear una crítica a la estabilización de identidades esencialistas y naturalizadas del sexo, género y el deseo (…) Estas teorías se pueden reconocer a veces como queer, o como posfeministas, posgénero, posidentitarias, de Disidencia Sexual, etc.” (2011, p. 63) y por otro lado una posición de resistencia y localización estratégica frente a procesos de normalización de lo gay y lo lésbico dentro del discurso económico mercantil e institucional estatal.
Se entiende lo cuir como la resignificación que se le da a la palabra queer y a todo lo que esta conlleva (movimientos, multitudes, teoría) en América Latina, cuir es un movimiento que hace alianzas con los transfeminismos y con los procesos de minorización étnico/raciales, de diversidad funcional, migrantes, etáreos, de clase, etc: “que reconoce los logros y la historiografía de otros movimientos de transformación social, como las multitudes queer del tercer mundo estadounidense, así los diversos feminismos: indigenista, ecologista, ciberactivista, etc.” (Valencia, 2015, p. 15-16).
En este artículo asumo una posición como transfeminista que ha bebido teóricamente desde ambas orillas, reconociendo el privilegio cisexual que ha atravesado mi experiencia de vida como mujer cis, que al mismo tiempo está atravesada por una violencia sexista y misógina. Hago referencia a mi identidad cis no porque me sienta orgullosx al nombrarme desde allí, sino “porque las relaciones de poder operan no sólo cuando no nos damos cuenta, sino también, y sobre todo, cuando nos rehusamos a darnos cuenta y las declaramos inexistentes” (Cabral, 2014, p. s/n), lo nombro como manifestación de ese privilegio, que refuto, cuestiono y reflexiono, por ser una imposición en la que permanezco, pero teniendo certeza de lo ficcional y plástica que es.
Desde los transfeminismos apelamos también a la complejización del sujeto político de los feminismos, pues no es nuestro deseo reducir a los sujetos de nuestras luchas. Por el contrario, las mujeres como sujeto político de los feminismos exceden el esencialismo biológico que se pregona desde el feminismo trans-exclusionista. (Valencia, 2018, p. 34)
Así, comprendiendo la maleabilidad del género, me rehúso a tomar postura desde perspectivas esencialistas que sus políticas apuntan más a reservarse el derecho de admisión, que la reivindicación de derechos por justicia e igualdad. Entiendo el transfeminismo como la posibilidad de cuestionar lugares hegemónicos desde una lectura interseccional, “ello al señalar que solo la pluralización de voces y perspectivas es capaz de combatir los sesgos sistemáticos asociados a posiciones hegemónicas o mayoritarias que suelen naturalizarse o a chovinismos epistémicos y parroquialismos que asumen acríticamente su propia superioridad” (Guerrero Mc Manus y Muñoz Contreras, 2018, p. 10). Las mujeres (cis y trans), los hombres trans, las maricas, travestis, negras, latinas, empobrecidas, machorras, lesbianas, y todas aquellas identidades que se salen del ya conocido espectro del privilegio patriarcal del hombre cis blanco heterosexual…, hemos sido víctimas de un mismo sistema opresor, por eso la juntanza de estas voces, más que el borramiento de unas, significa la amplificación de un grito conjunto.
2. Antiespecismo
Según Alexandra Ximena Navarro, las relaciones que los animales humanos hemos establecido con los animales no humanos tienen que ver con las representaciones que se construyen acerca de ellos. De esta manera existen dos formas posibles de concebirlos. Por una parte, la especista, “que los construye de manera instrumental, donde el animal se configura como ser en relación con, en función de, viviente para, o al servicio de, el ser humano” (Navarro, 2012, p. 45-46). Esta perspectiva piensa a los animales no humanos como inferiores, carentes de recursos o, directamente, ellos mismos como recursos. Por su parte y en contraposición al especismo, está la perspectiva antiespecista que
los configura como una alteridad, que, aunque diferente, incognoscible y extraña a la humana, es capaz de sentir dolor, placer y deseos de preservar la propia vida, por lo cual se le considera como una vida sintiente que debe ser respetada. (Navarro, 2012, p. 46)
Para definir antiespecismo es necesario entender qué es el especismo. Las bases fundacionales de este término aparecen en el libro The right of animals escrito por la británica Brigid Brophy (1969), sin embargo este es reconocido más adelante al ser acuñado por Richard Ryder (Horta, 2020), aunque el concepto empezaría a tener más repercusión y difusión con la clásica obra de Peter Singer Animal liberation: a new ethics for our treatment of animals (1975).
Teniendo en cuenta la definición propuesta por Oscar Horta en su texto “¿Qué es el especismo?”, este “es la discriminación de quienes no pertenecen a una cierta especie” (2020, p. 170), entendiendo la discriminación como lo equivalente a una consideración o trato desfavorable injustificado, es decir que el especismo es la consideración o trato desfavorable sin justificación a los individuos de cierta especie.
Por otro lado, Iván Darío Ávila propone una definición en la que considera que el especismo es más que una simple discriminación, “sino todo un orden tecno-bio-físico-social, un entramado histórico de relaciones que tiene como elemento fundamental la dicotomía jerárquica humano/animal (la producción continua de lo “propiamente humano” en contraste con, y en contra de, “lo animal”).” (Ávila-Gaitán, 2016ª, p. 68-69). Por lo anterior, en este artículo se integrará esta segunda definición, llamándole también especismo antropocéntrico, teniendo en cuenta que las jerarquizaciones que se hacen de todos los animales, póngase o no a los seres humanos en una posición superior, esta se está haciendo a partir decisiones humanas. Por ejemplo, disponer para el consumo animales como cerdos y vacas, y no perros o gatos es una práctica especista y podría entenderse como no antropocentrista, porque se está teniendo una discriminación injustificada hacia individuxs de unas especies que no son humanxs, sin embargo al hacerse esta consideración desde la racionalidad humana, cabe señalarse como una acción igualmente antropocentrista.
Siguiendo a Alexandra Navarro, el especismo antropocéntrico “da lugar a todas aquellas prácticas por medio de las cuales el ser humano puede utilizar o favorecer a determinados animales de acuerdo con lo que considere pertinente” (Navarro, 2012, p. 43). Este entonces se ve reflejado en los aspectos más cotidianos de la vida y quizás la práctica más evidente es la alimentación. Según la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), cada segundo mueren 2.000 animales para servir de alimento a toda la especie humana, sin contar los peces. Esto daría un total de 345’000.000 al día y 60.000’000.000 al año. Los peces por su parte no se cuentan individualmente, sino por toneladas, dando un total de 140’000.000 de toneladas al año; si se diera un peso a cada pez de dos kilogramos, el total sería de 70.000’000.000 de peces.
Teniendo claro qué es el especismo, se entiende entonces que el antiespecismo es su negación. Según Catia Faria:
Es el rechazo a la discriminación que sufren los demás animales por razón de su especie. Y es la lucha por el fin de esta discriminación que se manifiesta por una parte en su explotación y por otra en negarse a ayudarles cuando lo necesitan. (Faria, 2016b)
Siguiendo a Navarro, el surgimiento del antiespecismo se da “al intentar mover a los animales del lugar de “referentes vacíos”, “textos” o “discursos”; al percibirlos y exponerlos como seres sintientes, primera cuestión que los arrancaría de la percepción instrumental generalizada de ser meros objetos para la satisfacción de fines” (Navarro, 2016, p. 99). El sensocentrismo es un sistema de valores que vincula moralmente a humanos y no humanos, lo que “implicaría que todos los seres vivos sintientes deben ser vistos como iguales y no ser considerados como fuentes de aprovechamiento para otros” (Vázquez y Valencia, 2016, p. 159).
A partir de la concepción de los animales no humanos como seres sintientes, se crean teorías sobre derechos animales, especialmente las abolicionistas, pues “un ser sintiente es un ser con intereses, preferencias y deseos. No necesita ser portador de características fisionómicas ni cognitivas similares a la de los humanos para ostentar el derecho inalienable a no ser usado como propiedad” (Vázquez y Valencia, 2016, p. 159). Sin embargo, activistas y teóricxs igualmente abolicionistas han preferido alejarse de una postura sensocentrista, como lo menciona Ávila Gaitán
Particularmente, junto con otros/as compañeros/as, no abandono la perspectiva abolicionista pero me alejo del sensocentrismo (…) me distancio del sensocentrismo puesto que no me interesa delimitar ninguna “comunidad moral”. La dicotomía seres sintientes/no-sintientes traza una línea que instituye otra jerarquía, una operación característica de la misma metafísica dominante que hoy involucra de manera sistemática la subordinación animal. Mi postura ético-política, de raigambre anarquista, es más “vitalista”, e inclusive “eco-céntrica”, que sensocéntrica. Puede sonar raro, pero actualmente constituye casi que un deber transformar nuestras relaciones con el vasto mundo tecnobio-físico-social, un reto imposible de responder desde el sensocentrismo. (Ávila-Gaitán, 2016, p. 68-70)
en lugar de apelar a un elemento sustancial para legitimar nuestra actividad política, podemos intentar ubicarnos “más allá del bien y del mal”, es decir, más allá de los modos dicotómicos y normalizantes que han organizado mundos y modos de vida “demasiado humanos”. Quizás así seremos capaces de crear territorios existenciales alternativos, nuevos (y provisorios) mundos que, en lugar de silenciar e invisibilizar la diversidad de los cuerpos, afirmen la pluralidad y la multiplicidad de los vivientes. (González, 206, p. 215-216)
Huimos del activismo animalista dogmático que pretende evangelizar mediante la reproducción de las lógicas sexistas. Estamos travestis antiespecistas, no cabemos en sus organizaciones repletas de heterosexuales cisgénero comandados por un buen hombre. / Huimos del activismo feminista esencialista que excluye las corporalidades que se salen de las lógicas binarias. Estamos travestis antiespecistas, no cabemos en sus organizaciones repletas de adoraciones biologicistas que sólo posibilitan el enunciado mujer, cisgénero, por supuesto. (Laferal y Trujillo Rendón, 2019b, p. 30)
La relación existente entre opresiones cisheterosexistas y especistas, podría argumentarse que responde a una tradición de exclusión y deshumanización (Giorgi, 2013) de aquellos cuerpos que no responden al humano ideal del humanismo antropocéntrico, normativo y eurocéntrico, que, como plantea Rosi Braidotti en Lo posthumano (2015), se ha constituido en la unidad: un sujeto hombre, bien definido, que asume la tarea de trazar los confines con la otra sexualizada (las mujeres y personas feminizadas), mediante la racialización (con los procesos de colonización), el desprecio por la naturaleza (la tierra y lxs animales) y la construcción de lo abyecto (sujetxs marginalizadxs y disidentes).
En el siglo XVIII Mary Wollstonecraft expone que la tiranía de los hombres sobre los animales es la misma que ejercen sobre las mujeres y sus hijxs (Ziga, 2014). En pleno siglo de la Revolución Francesa y de la Ilustración, las prácticas y los discursos de deshumanización eran la norma, al considerar como único garante de derechos a los hombres y al ridiculizar cualquier atisbo por vindicar los derechos de las mujeres (de Gouges, 1791; Wollstonecraft, 1792) pues se igualaba, de manera peyorativa, al hecho de estar pidiendo derechos para lxs animales.
Ahora bien, el transfeminismo antiespecista hace parte de una tradición transfeminista que ha ampliado el lugar de enunciación hasta los confines de lo no-humano, de igual forma, las apuestas desde el ecofeminismo (Puleo, 2019), la ecología queer (Mortimer-Sandilands, 2010; Morton, 2010) y el ecosocialismo queer (Guerrero Mc Manus, 2015) tienen una línea conceptual y teórica que pueden beber de los mismos postulados.
El ecofeminismo, al igual que otras corrientes feministas, se entiende desde la pluralidad, lo que se hace desde el movimiento ecofeminista, es recuperar una tradición que ya se veía en los debates feministas de finales del siglo XIX y principios de siglo XX, entendiendo que una gran mayoría de las mujeres sufragistas eran vegetarianas y luchaban en contra de la vivisección; así Françoise d’Eaubonne (1974) va a afirmar que hay una relación lógica entre la subordinación de las mujeres y de la naturaleza, argumentando que el ecologismo y el feminismo son dos de los movimientos y teorías más potentes del siglo XX.
Actualmente esta corriente feminista debe entenderse desde la pluralidad, porque hay muchas líneas que se han encargado de teorizar desde diferentes perspectivas, dos de ellas son, por un lado, la esencialista y por el otro, la crítica. La esencialista afirma que las mujeres están más cercanas a la naturaleza, tienen una conectividad especial y una conexión con los ciclos de la tierra, la luna, son las dadoras de vida y cuidadoras, cayendo en los estereotipos de género que desde el movimiento se estaban precisamente intentando rebatir.
Por su parte, el ecofeminismo crítico surge por la necesidad de interpelar aquellas afirmaciones esencialistas, afirmando que todas las personas somos seres naturales y nadie está más cerca de la naturaleza porque esto justificaba un sexismo biológico. Se ha centrado en recuperar los saberes científicos y críticos, junto con las tradiciones emancipatorias del pensamiento (González y Anzoátegui, 2020). Alicia Puleo, define por su parte el ecofeminismo “como una filosofía y una praxis emergentes contra la dominación patriarcal androantropocéntrica y neoliberal” (Puleo, 2019, p. 37). En definitiva, esta última línea del ecofeminismo, es la que puede proporcionar bases teóricas para discutir sobre la relación existente entre especismo y patriarcado.
El ecosocialismo queer, término acuñado por Siobhan Guerrero McManus, bebe de las trayectorias teóricas de lo que se conoce como ecosocialismo por un lado, y del ecologismo queer por el otro. Entendiendo que el ecosocialismo no sería simplemente “rojo y verde sino que tendría, como también afirma Derek Wall, un componente altamente sensible a las agendas de las mujeres, las minorías sexo-genéricas, las relaciones racializadas y las herencias coloniales y sus nuevos avatares en la neo-colonialidad” (Guerrero Mc Manus, 2015, p. 2), teniendo en cuenta que las herencias coloniales han tenido una responsabilidad directa con las dinámicas de opresión, despojo, crisis ecológica y las relaciones impositivas de género. De esta manera se entendería que el ecosocialismo es eminentemente interseccional desde su discurso y marco de acción política.
Por otro lado, la ecología queer “persigue interrogar no sólo la idea misma de una supuesta Naturaleza Humana -rígida, inmutable, pancultural y eterna- sino también la forma en la cual dicha idea se produce y post-produce siempre en consonancia con un imaginario sobre la Naturaleza” (Guerrero Mc Manus, 2015, p. 3), sin embargo, esta corre el riesgo de no prestar la suficiente atención al capitalismo y cómo este afecta las identidades queer. Por lo anterior, articular ambos conceptos es una apuesta
por la construcción de un modelo de crítica y acción política que no sólo sea capaz de superar a la heteronormatividad sino que, por un lado, evite la posibilidad de que ésta se rearticule a modo de una econormatividad y, por otro, evite asimismo la posibilidad de que las identidades Queer sean mercantilizadas y subsumidas bajo la dinámica urbana en la cual florecieron. (Guerrero Mc Manus, 2015, p. 1)
Ahora bien, estas teorías hacen parte de una comprensión ontológica que pretende alejarse de las dicotomías tradicionales de naturaleza/cultura, humano/animal, hombre/mujer, generando luces teóricas que permiten la conexión de planteamientos como el feminismo y el antiespecismo.
Por su parte, la concepción teórica sobre la relación entre estos dos planteamientos puede remontarse a principios de la década de los noventa del siglo pasado, cuando Carol J. Adams publicó La Política Sexual de la Carne. Una teoría crítica feminista vegetariana (Adams, 2016 [1990]) analizando las opresiones vividas por las mujeres y los animales no humanos a partir de la categoría de referente ausente:A través de la matanza, los animales se han convertido en referentes ausentes. Los animales, tanto su nombre como su cuerpo, son convertidos en ausentes como animales para existir como carne. (…) sin los animales no habría consumo de carne y, sin embargo, están ausentes del acto de comer carne porque han sido transformados en comida. (Adams, 2016, p. 123-124)
Según Adams, hay tres maneras en que los animales son convertidos por los humanos en referentes ausentes, la primer es literal, se da a través del lenguaje, se ha recurrido a este para hacer un renombramiento de los cuerpos muertos antes de consumirlos. No se habla de una vaca, sino de costilla, solomillo, espaldilla; no es un cerdo, sino chuleta, lomo, jamón, tocino; no es un pollo, sino una pechuga, un ala, un muslo. Así, el referente ausente de la carne son los animales vivos. La segunda es definitoria, por ejemplo, cuando se habla del consumo de terneras y corderos y no animales bebés, utilizando eufemismos para “menguar” la crueldad. La tercera es metafórica, cuando se asocia el sufrimiento de los animales con la violencia que aquejan las mujeres, por ejemplo, en la expresión “me sentí como un trozo de carne”, ninguna persona podrá ser un pedazo de carne, porque en sí, es algo violentamente privado de todo sentir.
La cosificación, la subordinación y el abuso de otros seres, es la base de la opresión, según Adams. Se entiende que la primera de estas es cuando el/la otra es percibida como objeto o propiedad, y no como un/a sujeta/o con intereses particulares que deben tenerse en cuenta. La segunda base, la subordinación, se presenta cuando no hay una voz, una agencia, y los intereses propios se ignoran, desatienden y controlan. Y la tercera, el abuso, entendido como la sujeción a violencia física o sexual para el disfrute y placer de quien ejerce la acción violenta.
Sin embargo, es importante entender que Adams, al sostener que existe una continuidad entre el ciclo de objetivación, fragmentación y consumo de las mujeres, y el descuartizamiento y desmembramiento de los animales no humanos, se está basando en un enfoque anti-pornográfico y en contra del trabajo sexual, sin tener en cuenta y a su vez silenciando las voces de las trabajadoras sexuales (González, 2019), como lo dice Carrie Hamilton (2019), este argumento va en oposición de algunas posturas de activistas entre la defensa de las trabajadoras sexuales y la defensa de los animales no humanos. Al esencializar la experiencia de todas las mujeres, está utilizando la experiencia de las trabajadoras sexuales como un medio retórico para sus fines teóricos.
Actualmente, ha sido relativamente poco lo que se ha escrito sobre transfeminismo antiespecista, sin embargo, por un lado encuentro las publicaciones realizadas por el colectivo Jauría en su fanzine, en el cual llaman la atención sobre la importancia del activismo dentro de las prácticas y discursos que este conlleva.
Creemos que el transfeminismo es un paraguas donde caben todas estas luchas, donde cabemos todas en nuestra amplia diversidad y más allá del indivdualismo. No queremos liberarnos si no es juntas y en colectiva, no creemos que podamos ser libres si estamos oprimiendo a otras. Así, entendemos la liberación animal como máxima por la que luchar, porque todas somos animales. (Jauría, 2016, p. 9)
Los afeminados, las travestis, las machonas, las lesbianas, los hombres transexuales, l*s intersex, lxs invertidxs del mundo han sido considerados muchas veces una especie subhumana; criaturas de un reino animal en su peor acepción de incivilizado, salvaje e inferior, en cuyo nombre se justificaron violencias y disciplinamientos. (Giorgi, 2015, p. s/n)
Así, esa categoría abyecta de monstruosidad y animalidad la han apropiado activistas, artistas y teóricas trans para presentarse ante el mundo, como diría Susan Stryker “[q]uiero tener derecho al oscuro poder sobre mi monstruosa identidad, sin usarla como arma contra otr*s o herirme yo misma con ella. Lo diré tan claramente como sé hacerlo: soy una transexual y, por lo tanto, soy un monstruo.” (1993, p. 200). O Susy Shock “[r]eivindico mi derecho a ser un monstruo / Ni varón, ni mujer ni XXY ni H2O / Yo monstruo de mi deseo, carne de cada una de mis pinceladas / Lienzo azul de mi cuerpo, pintora de mi andar” (2011, p. 8). Y desde la cultura pop, Arca y sus múltiples videos aludiendo a la animalidad, a lo cyborg y a la transgresión del género. O Planningtorock que cuestiona desde la transformación estética de su rostro, las letras de sus canciones y videos la normatividad ficcional del género.
Como diría Gabriel Giorgi, “salirse del género normativo es siempre, en alguna medida, salirse de la especie” (2013, p. 7). Teniendo en cuenta la definición moderna y biologicista de especie, esta supone la capacidad de reproducir especímenes viables, el núcleo de la especie es la capacidad reproductiva, perpetuar la misma configuración genética, y es evidente que las sexualidades no-normativas y a la vez antiespecistas antinatalistas, están siendo una amenaza a ese principio de reproducción, que vincula por demás a un sistema capitalista.
Con este texto he pretendido recorrer un camino teórico de dos movimientos sociales y políticos (el transfeminismo y el antiespecismo) que aparentemente no tienen nada en común. Sin embargo, he intentado mostrar su convergencia, la cual logra desembocar en ese movimiento conjunto que presento como transfeminismo antiespecista. No sin antes mencionar los aportes conceptuales que, por ejemplo, desde el ecofeminismo crítico, el ecosocialismo y la ecología queer han tenido en la vía hacia una comprensión ontológica alejada de las dicotomías tradicionales que han separado lo animal de lo humano.
Así, este movimiento emergente, pone en evidencia la relación que existe entre las opresiones cisheterosexistas y especistas, que han sido forjadas a partir de un sistema androantropocéntrico; de esta manera, concluyo que el transfeminismo antiespecista hace parte de una tradición transfeminista que ha ampliado el lugar de enunciación hasta los confines de lo no-humano. Es un movimiento en construcción que ante la desalentadora situación actual de crisis global que nos ha llevado a un nuevo orden que pone en inminente peligro la vida y que afecta los cuerpos y la tierra, hace manifiesta la necesidad de repensar los relacionamientos intraespecie.
Donna Haraway, quién desde una perspectiva feminista multiespecie se ha dedicado a teorizar en varias ocasiones sobre las relaciones humano-animal (Haraway, 2016a, 2016b, 2019a), en uno de sus libros más recientes Seguir con el problema. Generar parentescos en el Chthuluceno (2019), propone que es necesario generar esos parentescos raros donde se entienda que “nos necesitamos recíprocamente en colaboraciones y combinaciones inesperadas, en pilas de compost caliente” (2019, p. 24), invitando a reconfigurar las alianzas y los parentescos. En esta misma línea, Gabriel Giorgi afirma sobre las alianzas multiespecie que:
entre animales y raros apuntan también en otra dirección, que ilumina ciertas zonas de la sensibilidad del presente. (…) esos lazos por fuera de la especie, entre lo humano y lo animal, pueden ser otro modo de hacer “mundos”, de imaginar comunidades, familias, territorios, en los que lo humano –la construcción racista, heteropatriarcal, propietaria de lo humano– no sea ni la medida ni la norma (Giorgi, 2015, p. s/n)
Repensarnos lo humano desde una perspectiva (trans)feminista implica entender, como bien dijo Preciado, que el feminismo no es un humanismo, es un animalismo, o este último es un feminismo expandido y no antropocéntrico. “El animalismo es una separación y un abrazo. El indigenismo queer, pansexualidad planetaria que trasciende las especies y los sexos, y el tecnochamanismo, sistema de comunicación interespecies, son sus dispositivos de duelo y reanimación.” (Preciado, 2019, p. 125-126).
En ese repensar de la humanidad y en una huida hacia la animalidad, me permito citar el Manifiesto Transanimal que escribí con Analú Laferal