El ser humano (generalmente masculino) siempre ha opuesto resistencia a sentirse una contingencia entre el conjunto de realidades que le rodean. La búsqueda de seguridad y su sentido de autoconciencia le han llevado a lo largo del tiempo a delimitar los espacios sobre los que ha podido ejercer su dominio, organizarlos y expandirlos, a medida que aumentaba su número y su capacidad para explotar recursos. Visto desde la perspectiva de un presente en el que el capitalismo lo ha devastado todo, pero que al mismo tiempo ha creado el sistema de espejismos necesario para hacernos creer todo lo contrario, la historia del género humano podría verse como un progreso constante basado en mejoras tecnológicas y científicas cada vez más impactantes a fin de lograr la satisfacción de prácticamente todas nuestras necesidades, además de conseguir, cuando lleguemos al momento de la gran “singularidad”, la victoria sobre la muerte misma.
Jeanette Winterson nos ayuda a desmitificar esta genealogía tecnológica en “12 bytes. Cómo vivir y amar en el futuro”, indagando en los inquietantes efectos físicos y psicológicos de los avances en inteligencia artificial dentro de un mundo capitalista en el que la ciencia nunca ha sido neutral, repitiendo patrones de mercado para alimentar la misoginia y la homofobia que pueblan las redes, y construyendo una forma de dominio en el que el procesamiento de la “información” mediante algoritmos determina cualquier proceso social.
Winterson, salida de los suburbios londinenses y fugitiva del fundamentalismo religioso por parte materna, no es sólo una pionera en la “literatura queer”, sino una de las escritoras mejor acogidas y que más registros ha abordado, desde la novela romántica hasta la autobiografía (“¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?”), pasando por el cuento, la ciencia-ficción y en esta ocasión un ensayo ligado temáticamente a su anterior obra, “Frankissstein. Una historia de amor”, en una reescritura de la historia llevada al terreno del “realismo documentado”, lleno de ironía y prosa poética.
Las figuras de Mary Shelley y Ada Lovelace le sirven para enfocar el paradigma tecnológico de nuestro tiempo, en el inicio de la era industrial: la primera como creadora del primer ser humano sin un origen-destino femenino. La segunda, hija de Lord Byron, como adelantada en los códigos binarios que harían posible el almacenamiento de memoria en máquinas inteligentes. Es llamativo que fuera el código binario el que estableciera el principio matemático de la inteligencia artificial primigenia, haciéndolo coincidir con el de las estructuras de aprendizaje cultural de nuestra sociedad, cuya herencia mitológica y religiosa Winterson analiza muy bien, hasta llegar a la dependencia algorítmica actual, que nos dificulta cruzar los límites del binarismo, incluso dentro del colectivo LGTBIQ, históricamente castigado por su imposición represiva. Winterson no olvida en este sentido la figura de Alan Turing, que con su máquina “Enigma”, tomada de los sistemas binarios de Ada Lovelace, ayudó a los aliados a ganar la Segunda Guerra Mundial, y que, irónica y trágicamente, cayó víctima, al igual que anteriormente Oscar Wilde, de esa “dictadura” del binarismo de género, al ser sometido a aberrantes terapias hormonales y una castración química. Sadie Plant nos ofreció una completa revisión de su caso en su libro “Ceros + Unos”.
La ciencia-ficción se convierte en realidad al servicio de la expansión sin límites de las ambiciones del capitalismo, que se tradujeron en la “aceleración” de la historia y en la creación de nuevas formas de dominación y desigualdad global. Si creíamos que la potencia de nuestros ordenadores o la complejidad robótica nos iban a deparar mejoras en nuestro nivel de autoconocimiento y empatía, Winterson se encarga de mostrarnos una cruda realidad en la que los nuevos gigantes de la comunicación virtual y el comercio digital no sólo han construido un “mundo-colmena” dirigido a “guiar” y “controlar” los deseos colectivos haciéndolos pasar por individuales, sino que han asumido y perpetuado por medio de esos algoritmos los mismos prejuicios y discriminaciones que ya dominaban el espacio heteropatriarcal y colonial preexistente.
Además, nos advierte de las consecuencias de la progresiva e imparable invasión de lo digital en nuestras vidas y, aunque no se atreve a calificarla de distópica, es consciente de que su desarrollo ha sido posible dentro de una estructura social basada en parámetros filosóficos masculinistas, clasistas y racistas, heredados del tradicional discurso burgués heteropatriarcal y colonial, que excluye a todos aquellos sectores (discapacitados, sexualmente divergentes, pertenecientes a grupos étnicos no blancos, etc.) que no encajan en los esquemas diseñados por y para la élite que controla los medios.
“El capitalismo es capaz de apropiarse de todo”, afirma Winterson, que nos sitúa ante la posibilidad de un mundo futuro en medio de una revolución tecnológica de doble filo, exponiendo algunos controvertidos ejemplos, como el aumento de las webs pornográficas con menores durante la pandemia del covid, los devastadores efectos de los “likes” sobre la autoestima, los inquietantes extremos a los que puede llegar el control social (la distopía de Orwell parece haber sido ampliamente superada), o las consecuencias para el mundo laboral.
Está claro que, pese a que la tecnología derivada de la digitalización y la inteligencia artificial es un espacio de posibilidades liberadoras, se ha convertido en un arma del heteropatriarcado en manos de intereses economicistas con resabios machistas, producto de un ancestral miedo a la diversidad, que ya denunciaron tanto Virginia Woolf en su “Orlando” como Simone de Beauvoir en “El segundo sexo”, y que hoy quiere estigmatizar a las personas transexuales, volviendo a reafirmar los binarismos más nocivos desde un feminismo reaccionario que tal vez tenga intereses académicos, económicos o cuotas de poder que conservar, y no pueda permitirse prescindir del tradicional concepto esencialista de “mujer” a pesar del daño que ha causado en tantas generaciones.
Es interesante cuestionarse el rol del autómata inteligente, tal y como se planteaba en “Blade Runner” de Ridley Scott, o en “A.I. (artificial intelligence)” de Spielberg, no sólo como un problema de “creación” asexuada, sino como un conflicto que cuestiona el binarismo de género y que abre la puerta a la ambigüedad de nuestros propios cuerpos. En aquella reunión de la Villa Diodati en 1816 junto a Lord Byron, Mary Shelley creó, tal y como ella misma lo definió, a un “moderno Prometeo”, que sería la premonición de un futuro revolucionario: el envite ya estaba sobre la mesa (de operaciones), y el cuerpo se convirtió en un campo de batalla, que desdibujaba los límites entre lo humano y lo artificial. Hemos pasado de fabricar autómatas a convertirnos en ellos, puesto que son nuestro espejo. La asimilación de su maquinaria a un conjunto de relojes, cuyas ruedas dentadas se combinan a la perfección en un juego de equilibrio perfecto, es la misma que podríamos hacer del rol del ser humano dentro del capitalismo, entendido como otra gran “máquina”, en la que sólo se definiría, también en términos binarios, como “productivo”, y por tanto útil, o “improductivo”, o inútil. Igualmente, el sujeto “mujer” sólo existiría como el efecto del deseo de la “máquina-hombre”, como un invento del imaginario fálico, una abstracción convertida en “muñeca hinchable”, que solo expresa la psicopatía narcisista del sujeto “hombre”. Es así como el cruce hacia un futuro transhumano o poshumano ha convertido la “lección de anatomía” de Rembrandt en una exhibición de artilugios mecánicos, en la que la naturaleza se supedita a la función de sus piezas-órganos, y, como dice la propia Jeanette Winterson, somos híbridos que imaginan y construyen, pero para los que “pensar dejará de ser lo que nos hace únicos… Siendo más inteligentes no resolveremos los problemas humanos, de la misma manera que la tecnología no los resolverá. Para decirlo de forma sencilla, lo que falla en nosotros no es pensar. Nuestro problema es el amor”.
12 Bytes. Vivir y amar en el futuro de Jeanette Winterson. Reseña de Eduardo Nabal y Juan Argelina
Edita Lumen
Más información aquí
Cuando creemos formas de vida no biológicas, ¿lo haremos a nuestra imagen y semejanza, o aprovecharemos la primera oportunidad en la historia de nuestra especie para «re-crearnos» y hacerlo a su imagen y semejanza? ¿Cómo serán el amor, los cuidados, el sexo y el apego cuando los seres humanos entablemos relaciones con seres no humanos que ejerzan de profesores, trabajadoras sexuales o figuras de compañía? ¿Qué será de nuestros arraigadísimos prejuicios de género? ¿Disfrutaremos en breve de mejoras biológicas e implantes neurales que nos permitan mantenernos en forma, más jóvenes y conectados?