Paul B. Preciado |
A Lalia Kowska-Régnier, princesa hechicera de estrógenos e imágenes.
La invención del género, o el tecnocordero que devora a los lobos
En octubre de 1958 una joven se presenta en el Departamento de Psiquiatría de la Universidad de California en Los Angeles. La reciben los doctores Stoller, Garfinkel y Rosen, un equipo integrado por un psiquiatra, un sociólogo y un psicólogo que investigan “la intersexualidad” y “la disforia de género” (Garfinkel, 1967: 116-185). De la joven, que acaba de cumplir diecinueve años, se dice en el informe médico que es “blanca” y que “trabaja como secretaria en una compañía de seguros.” El informe agrega: “Tiene un aspecto femenino convincente. El alto, fina y de formas femaninas [...] Tiene genitales masculinos y un pene de desarrollo normal, así como caracteres secundarios del sexo femenino: busto mediano,; no desarrolló vello en el rostro ni en el cuerpo.” Sin embargo, si la joven parece colmar las expectativas taxonómicas de los tres hombres, es ante todo porque no presenta signos de “desviación sexual”, de travestismo o de homosexualidad: “No tiene nada que pueda diferenciarla de una joven de su edad. Tiene un tono de voz agudo, no usa la vestimenta exhibicionista y de mal gusto que caracteriza a travestis y hombres con problemas de identificación sexual.” La condición de posibilidad del futuro diagnóstico de género es ante todo esa constatación de normalidad en términos de raza (“blanca”), de clase “(“trabaja”) y de sexualidad (“no es travesti ni homosexual”). Todo diagnóstico depende de una división previa entre penalidad y terapia, entre perversión y enfermedad (Foucault, 1975: 29). Una vez que se saca al cuerpo del campo de la patología social o moral es posible instrumentar las técnicas médicas (performativas, hormonales, quirúrgicas...) para ayudar a la naturaleza.
La elección del nombre interviene siempre en las historias médicas como tentativa última de identificación, de producción de un tipo en una taxonomía. Lo que queda comprometido, dicen Deleuze y Guattari (2004: 34-35) al hablar de los nombres que dio papá Freud a sus pacientes, “tanto para las palabras como para las cosas” es “la relación del nombre propio como intensidad con la multiplicidad que él aprehende instantáneamente.[...] Cuando todo se fragmenta y pierde su identidad, aún queda la palabra para restablecer una unidad que ya no existía en las cosas.” Garfinkel la llama “Agnès, la mujer normal, natural” (Garfinkel, 1967: cap. 5). Al decir “Agnès”, nombra sin saberlo una revuelta en ciernes. La guerra de los corderos* aún no se produjo. El informe continúa: “Una exploración pelviana y renal [...] revela la ausencia de útero y de ovarios. Una biopsia bilateral testicular muestra una leve atrofia de los testículos. Una biopsia de las células de la piel1 revela un tipo de cromatina negativa (o sea, masculina) [...] Paradójicamente, sin embargo, una biopsia de las células de la uretra muestra una elevada actividad de estrógenos.” (Stoller, Garfinkel y Rosen, 1960: 379-381).
Luego de treinta y cinco horas de consultas e infinidad de análisis morfológicos y endocrinológicos, el equipo de la UCLA concluye: Agnès es un caso de “hermafroditismo verdadero.” Para el equipo, Agnès sufre de “síndrome de feminización testicular”, un raro tipo de intersexualidad en el cual los testículos producen una cantidad elevada de estrógenos (Stoller, 1968: 365). De acuerdo con el protocolo Money de tratamiento de niños intersexuales, que prevé la reasignación del sexo por medio de tratamientos hormonales y quirúrgicos, el equipo recomienda una vaginoplastia terapéutica, vale decir la construcción quirúrgica de una vagina a partir del tejido genital a los efectos de restablecer la coherencia entre “identidad hormonal” e “identidad física”. En 1959 se le practica a Agnès una operación de “castración”: se le amputan el cuerpo cavernoso del pene y los testículos, y se crean los labios de la vagina con la piel del escroto (Garfinkel, 1967: 184). Un tiempo después Agnès obtiene el cambio de nombre en su documento de identidad.
Esta historia clínica puede leerse de dos formas diferentes. Según el discurso médico tradicional, por un lado, la historia de Agnès parece dar cuenta del tratamiento de un problema de intersexualidad al que la medicina supo responder con éxito. Según una lectura genealógica del discurso médico-legal, parecería que los procesos de normalización, de control de los cuerpos y de la sexualidad que operan las instituciones disciplinarias y que Foucault había descrito en Los anormales, alcanzan aquí un máximo punto de eficacia. Si se compara la historia clínica de Agnès con la historia trágica de Herculine Barbin (autobiografía de una hermafrodita que publicó el grupo de investigación de Foucault a fines de la década de 1970), podría concluirse que el aparato represivo, transformado en empresa de salud pública, tiene ahora una nueva sofisticación endocrinológica y quirúrgica para realizar de manera más eficaz lo que la medicina de la época de Herculine Barbin había soñado: restablecer la relación original entre sexo, género y sexualidad; hacer del cuerpo una inscripción legible y referencial de la verdad del sexo.
Exhumada y transformada en best-seller, la autobiografía de Herculine Barbin le servirá a Foucault de ficción original para construir su propia teoría de la sexualidad. Foucault ve en la historia de Herculine el síntoma de la emergencia de un nuevo régimen discursivo sobre el sexo. Mientras que los hermafroditas del siglo XIX vivían, según Foucault, en un mundo sin identidades sexuales en el cual la ambigüedad de los órganos hacía posible una pluralidad de identificaciones sociales (como Marie Madelaine Lefort, nacida en 1800, a la que podía considerarse tanto una mujer con barba y pene como un hombre con pechos: Alice Dreger, 1998), la nueva episteme de la sexualidad de la que Foucault da cuenta obliga a Herculine Barbin a elegir una sola identidad sexual y, en consecuencia, a restablecer la coherencia entre los órganos sexuales, el sexo (femenino o masculino: téngase en cuenta que el concepto biotecnológico de “género” todavía no se había creado) y la identidad sexual (heterosexual o perversa). Por último, Herculine introduce una serie de discontinuidades irreparables en esa cadena causal de producción de sexo, que la llevarán a convertirse no sólo en un espectáculo médico, sino también en una monstruosidad moral.
Si nos atenemos al modelo de análisis de Foucault, parece lógico inclinarse por una exaltación de la resistencia de Herculine y una crítica de la facilidad con la que Agnès se deja absorber por los aparatos biopolíticos. Sin embargo, esa lectura foucaultiana, que hace aparecer el discurso médico como una instancia de subjetivación normalizadora, se hace problemática cuando, en 1966, seis años después de la vaginoplastia, Agnès hace otro relato de su propio proceso de transformación corporal. La segunda narración desafía y ridiculiza las técnicas científicas de los diagnósticos psiquiátrico y hormonal a los que deben someterse las personas transexuales en las instituciones médicolegales a partir de la década de 1950. El saber del tecnocordero engaña a la manada de lobos.
Agnès dice que fue un niño de sexo anatómico masculino y que al inicio de su adolescencia (a los doce años) empezó a tomar a escondidas los estrógenos que le habían recetado a su madre luego de una panhisterectomía, una ablación completa del útero y los ovarios. Según ese segundo relato, todo habría empezado como un juego: en un primer momento roba alguna que otra cápsula ocasionalmente; después falsifica las recetas médicas para acceder a una provisión regular de Stilbestrol. Agnès siempre deseó ser una mujer y, gracias a los estrógenos de su madre, empieza a ver que se le desarrollan pechos y que evita signos no deseados de la pubertad, tales como la vellosidad facial (Stoller, 1968: 135). El segundo relato nos permite arriesgar una doble hipótesis: Agnès cuestiona la teoría del poder y de la subjetivación de Foucault, pero también desestabiliza o completa ciertos ejes argumentativos de la teoría de la identidad performativa de Judith Butler.
Lo que el cordero le hizo a Foucault
Género versus sexo
Foucault designa el pasaje de una sociedad soberana a una sociedad disciplinaria como el desplazamiento de una forma de poder que decide y ritualiza la muerte, a una nueva forma de poder que calcula la vida en términos técnicos de población, salud e interés nacional. Foucault llamará biopoder a esa forma de poder productivo, difuso y tentacular. Sin embargo, hay dos cuestiones que destacan la dificultad de utilizar ese modelo en el contexto sexo-político posterior a la Segunda Guerra Mundial.
En segundo lugar, Foucault interrumpe su genealogía de la sexualidad en el siglo XIX y, si bien se trata de elaborar un análisis político sobre las prácticas y las identidades sexuales contemporáneas, a pesar de que no podía ignorar la existencia de los movimientos feministas francés y estadounidense y de que conocía la subcultura SM californiana y la del FHAR en Francia, prefirió construir una ficción retrospectiva a partir de la sexualidad griega, que utiliza como hipótesis programática para la definición de las nuevas estéticas de vida. Al exhumar a Herculine, entierra a Agnès. Al operar como ventrílocuo de una voz muerta, acalla el grito de los movimientos sexuales vivos. Hoy resulta sorprendente que la definición de las estéticas de vida en términos de “tecnologías del yo” se haga sin tener en cuenta las tecnologías del cuerpo (biotecnologías, sobre todo cirugía y endocrinología) y de la representación (fotografía, cine, televisión, cibernética), que se encuentran en plena expansión durante la segunda mitad del siglo XX. Foucault soslaya un conjunto de tranformaciones que se suceden a partir de la Segunda Guerra Mundial y que, en mi opinión, exigen una tercera episteme, ni soberana ni disciplinaria, ni premoderna ni moderna, que tenga en cuenta el impacto de las nuevas tecnologías del cuerpo, una episteme que llamo posmoneysta haciendo referencia a la figura del Dr. John Money, cuyo poder discursivo sobre la sexualidad reemplazará al de Krafft-Ebing y al de Freud.
La invención de la categoría de género constituye el indicio de la emergencia de ese tercer régimen de la sexualidad. Lejos de ser una creación de la agenda feminista de la década de 1960, la categoría de género pertenece al discurso médico de fines de los años 40. Durante el período de la guerra fría, los Estados Unidos invirtieron en la investigación sobre el sexo y la sexualidad una cantidad de dólares sin precedentes en el mundo. Digamos de inmediato que ese tercer modelo se caracteriza no sólo por la transformación del sexo en objeto de gestión política de la vida, sino sobre todo por el hecho de que esa gestión se opera a través de las nuevas dinámicas del tecnocapitalismo avanzado. Recordemos que los períodos de la Segunda Guerra Mundial y de la posguerra constituyen un momento sin precedentes de visibilidad de las mujeres en el espacio público, pero también de emergencia de las formas visibles de homosexualidad masculina en las fuerzas armadas estadounidenses (Berubé, 1990). El maccarthyismo suma a la persecución patriótica del comunismo la lucha contra la homosexualidad en tanto forma de antinacionalismo, así como la exaltación de los valores familiares de la masculinidad laboriosa y la maternidad doméstica (D’Emilio, 1983). En todo el país se abren decenas de centros de investigación en el marco de un objetivo nacional de salud pública. Al mismo tiempo, los doctores George Henry y Robert L. Dickinson inician un gran estudio cuantitativo sobre la “desviación sexual” que se conoce como ”Sex Variant” y que se prolongará casi veinte años (Terry, 1999: 178-218). Es también el momento en que Harry Benjamín instaura el uso clínico de las moléculas hormonales, el momento de la primera comercialización de estrógenos y progesterona obtenidos a partir de yeguas (Premarin) y luego de forma sintética (Norethindrone), y es, sin duda, el momento en que John Money, que tiene a su cargo el área de psiquiatría infantojuvenil del hospital John Hopkins de Nueva York, inventa el concepto de género.
A la rigidez del sexo en el discurso médico del siglo XIX, Money opondrá la plasticidad tecnológica del género. Utiliza ese concepto por primera vez en su tesis de doctorado de 1947 y la desarrolla más tarde en el área clínica con Anke Ehrhardt, Joan y John Hampson, para hablar de la posibilidad de modificar hormonal y quirúrgicamente el sexo de los niños intersexuales nacidos con órganos genitales que la medicina considera indeterminados (Money, Hampson y Hampson, 1957: 333-336). Para Money, el término género designa a la vez el “sexo fisiológico” (según la tradición de Ulrich) y la posibilidad de usar la tecnología para modificar el cuerpo según un ideal regulador preexistente de lo que un cuerpo humano (femenino o masculino) debe ser (Meyerowitz, 2002: 998-129). El concepto de “género” de Money es el instrumento de una racionalización de la vida en la que el cuerpo no es más que un parámetro. El género es ante todo un concepto necesario para la aparición y el desarrollo de un conjunto de técnicas de normalización/transformación de la vida: la fotografía de los “desviados sexuales”, la identificación celular, el análisis y el tratamiento hormonales, la lectura cromosómica, la cirugía transexual e intersexual...
Al hacer referencia a la genealogía del discurso anatómico que efectúa Thomas Laqueur, se puede afirmar que ese proceso de producción de la diferencia sexual mediante técnicas de representación del cuerpo ya se insinuaba en el siglo XVII (Lacqueur, 1990). A fines del siglo XIX, mucho antes de la aparición y el perfeccionamiento de las técnicas endocrinológicas y quirúrgicas, la verdad del sexo se produce mediante una nueva tecnología de la representación, la fotografía, cuyos primeros usos serán la representación anatomopatológica y la pornografía. Apenas diez años después de la invención de la fotografía, alrededor de 1886, el cirujano estadounidense Gordon Buck utiliza por primera vez los códigos fotográficos del Antes y Después para ilustrar el éxito de la nueva cirugía plástica en los cuerpos de los soldados heridos en la guerra de secesión (Sander Gilman, 2000: 37). Teniendo en cuenta la precariedad de las técnicas quirúrgicas de la época, la representación fotográfica asegura el efecto de reconstrucción. Esa incipiente fotografía médica crea también un nuevo código de representación realista que rompe con la tradición pictórica del retrato al desplazar del rostro a los órganos sexuales la representación de la verdad del sujeto.
Tomemos, por ejemplo, una de las imágenes recurrentes de la representación de los hermafroditas y los invertidos de esa época: cuerpo extendido, rostro cubierto, piernas abiertas y órganos sexuales a la vista, todo lo cual una mano ajena muestra a la cámara. La imagen da cuenta de su propio proceso de producción discursiva. Comparte los códigos de representación pornográfica que surgen en esa época: la mano del médico que oculta y muestra al mismo tiempo los órganos sexuales establece una relación de poder entre el objeto y el sujeto de la representación. El rostro, y más específicamente los ojos del paciente están cubiertos. Si bien la medicina ve en ese gesto la protección de la privacidad del enfermo, el borramiento revela la imposibilidad de éste de acceder a la representación como agente. La antropóloga Susanne Kessler demostró que los protocolos de Money se basan en criterios estéticos idénticos (el tamaño y la forma del pene o el clítoris) a los que imperan en la fotografía médica de principios del siglo XX. Una leve diferencia: el proceso de normalización que hasta el presente sólo podía llevarse a cabo mediante la representación se inscribe ahora en la propia estructura de la vida. Lejos de la rigidez y la exterioridad de las técnicas de normalización del cuerpo que operan en los sistemas disciplinarios, las nuevas técnicas de género del período posmoneyista son flexibles, internas y asimilables.
Si el concepto de género introduce una ruptura, es precisamente porque constituye el primer momento reflexivo de esa economía de construcción del sexo. A partir de entonces, no hay retroceso. La medicina permite que emerjan sus fundamentos arbitrarios, su carácter constructivista, y por lo mismo abre la puerta a nuevas formas de resistencia y de acción políticas. El régimen postmoneyista de la sexualidad no puede funcionar sin la circulación de un enorme flujo de hormonas, silicona, textos y representaciones, de técnicas quirúrgicas... en definitiva, sin un tráfico constante de biocódigos de los géneros. En esa economía política del sexo, la normalización y la diferencia dependen del control, de la reapropiación y el uso de esos flujos de género. Cuando hablo de la ruptura que introduce ese concepto de género, no me refiero al pasaje de un modelo al otro en términos de que provoque una forma de discontinuidad drástica. Se trata sobre todo de una superposición de estratos en los cuales las diferentes técnicas de escritura de la vida se encabalgan y se rescriben. El cuerpo no es aquí una materia pasiva sino una interface tecno-orgánica, un sistema tecnovivo segmentado y territorializado según diferentes modelos (textuales, informáticos, bioquímicos, etc.) (Haraway, 2000: 162). Voy a dar sólo un ejemplo de esa yuxtaposición de ficciones somáticas de las que somos objeto. Dean Spade invita a reflexionar sobre la diferencia entre la definición de la rinoplastia como cirugía estética y la aceptación actual de la vaginoplastia y la faloplastia como operaciones de cambio de sexo (Dean Spade, 2000). Mientras la primera pertenece a un régimen de corporalidad posmoneyista en la que la nariz se considera propiedad individual y objeto de mercado, las segundas permanecen inmersas en un régimen premoderno y casi soberano de corporalidad en el que el pene y la vagina siguen siendo propiedad del Estado. Agnès va a ser sensible a las brechas y los vasos comunicantes entre diferentes estratos, entre muchos sistemas de producción de lo vivo: va a utilizar su cuerpo como zona de transcodificación.
Agnès nos permite entonces releer la Herculine de Foucault. Mediante el uso de la primera persona, el relato de Herculine revela el carácter abierto, poroso y permeable de las técnicas del sexo. No hay una saturación discursiva de la subjetividad sexual: la subjetividad surge como un gusano que atraviesa la malla de una red y al mismo tiempo que cava abre un camino, traza una inscripción, deja un rastro, teje una trama que recodifica el discurso preexistente. Herculine es condenada a muerte (o más precisamente al suicidio), no porque se sitúe en un punto de ruptura entre dos epistemes de la sexualidad, sino porque es como si su cuerpo quedara absorbido en la brecha que separa dos ficciones discordantes del yo.2 Herculine no es un hombre atrapado en el cuerpo de una mujer ni una mujer atrapada en el cuerpo de un hombre. Es ante todo un cuerpo atrapado entre los saberes dominantes sobre el sexo y los saberes menores de los anormales.
Su texto en primera persona deforma el tejido discursivo y abre un nuevo espacio a la enunciación política y poética de la subjetividad sexual. Es ante todo la productora de un nuevo saber sobre el sexo. El texto de Herculine habría podido iniciar la insurrección de los saberes sometidos de los que habla Foucault en 1976 con una sola condición: la propia Herculine, y no Foucault, tendría que haberlo hecho público. Si Herculine muere, no es porque su cuerpo esté saturado por los lenguajes disciplinarios, sino sobre todo porque ella no llega a colectivizar la enunciación de su propio discurso sobre la sexualidad. Herculine habla una lengua menor que en ese momento no puede entenderse. La lengua privada de Herculine no está en condiciones de recodificar los efectos del 2 Agradezco a Elsa Dorlin por su lectura de Herculine, que me llevó a moderar algunas de mis palabras iniciales. saber-poder del discurso médico-legal. Agnès es una suerte de Herculine self designed cuya palabra deviene potencia política, un cuerpo que deviene una ficción somática colectiva.
Lo que el cordero le hizo a Butler
Género versus performance
Ahora bien, el relato de Agnès no tiene por único efecto el desplazamiento de ciertos términos de la teoría de la subjetivación de Foucault, sino que también alcanza la definición del género como performance que popularizó la teoría queer. Se recordará que la nueva reflexión que iniciaron los autores queer en relación con las teorías feministas de la segunda ola adoptó la forma de una inflexión performativa en el análisis de la identidad sexual. Autoras como Butler, Sedwick y Halberstam utilizaron los conceptos de performance y performatividad como principios exteriores al feminismo para desnaturalizar la diferencia sexual.
¿Cómo llegó a las ciencias sociales, y más específicamente al lenguaje del feminismo, ese concepto de performance, que en un primer momento se relacionaba con el análisis teatral o con la crisis de las prácticas estéticas en el siglo XX? No puedo hacer aquí una genealogía del concepto de performance en el feminismo y la teoría queer, por lo que me limitaré a recordar que el concepto tiene sus antecedentes discursivos en 1929, en un texto de la psicoanalista Joan Riviere. En La femineidad como máscara, Joan Riviere definió por primera vez la femineidad como artificio, teatralización, parodia, ficción, efecto de superficie o máscara. Ciertas “mujeres intermediarias” (llama así a las mujeres que se ubican entre la heterosexualidad y la homosexualidad) utilizan la máscara, dice, para ocultar su posible masculinidad. ¿Pero qué es esa masculinidad que se oculta tras la máscara de la femineidad? En la década de 1920, esa masculinidad, según el análisis de Riviere, no es otra cosa que la capacidad de las mujeres de utilizar la palabra en el espacio público y de desarrollar actividades profesionales y políticas. Cuando Riviere habla de la femineidad como máscara detrás de la cual las mujeres ocultan su masculinidad, piensa en un artificio de disimulo que la mujer usa para evitar, dice, “las represalias que temía por parte de esas figuras paternas como consecuencia de sus proezas intelectuales” (Riviere, 1979: 14). La hipótesis de Riviere, que se aleja de toda etiología psicológica o familiar al presentar un argumento político para explicar la femineidad, fue rechazada de inmediato por el psicoanálisis institucional y no se la recuperó hasta la década de 1980, cuando la retomó el feminismo constructivista. En su clásico El género en disputa, Judith Butler vuelve sobre el concepto de máscara para analizar la producción de la femineidad, no en la mujer intermediaria de Riviere sino en la performance drag queen, vale decir, la de un hombre biológico que “performa” la femineidad, a menudo de forma hiperbólica (Butler, 2001).
De hecho, la argumentación de la teoría de Butler se basa en gran medida en la eficacia con la cual la performance de la drag queen le permite develar el carácter imitativo del género. Podría decirse que la concepción butleriana de la identidad sexual performativa es resultado de una lectura cruzada de la performance de la drag queen, que abreva al mismo tiempo en el análisis de Foucault sobre la formación de las subjetividades por parte de los regímenes discursivos disciplinarios, así como en el análisis de Derrida sobre la fuerza performativa del lenguaje. Butler va a mostrar la producción performativa de la presunta relación “natural” entre sexo biológico e identidad de género a partir del análisis de las prácticas de female impersonation (imitación de la femineidad) que presenta la antropóloga Esther Newton en Mother Camp (1972) y, más adelante, de los casos de performance drag queen de la película “París en llamas” (1991), de Jeannie Livingston. A Butler le interesa la disociación entre sexo y género en las prácticas drag queen, vale decir, en el espacio abierto entre el sexo definido como masculino y la performance de la femineidad. Dado que la drag queen ocupa ese espacio paradójico que se sitúa entre el sexo anatómico y el género interpretado, hace aparecer la imitación, la re-citación de los códigos de significación del género, como los mecanismos de producción de la verdad del sexo: “al imitar el género, la vestida implícitamente revela la estructura imitativa del género en sí, así como su contingencia” (Butler, 2001: 169). Para Butler, la performance drag queen es subversiva porque desnaturaliza la relación normativa entre sexo y género y permite que aparezcan los mecanismos culturales que producen la coherencia de la identidad heterosexual. Cuando en ese primer momento de su análisis Butler define el género como performativo, implica que éste no tiene un estatuto ontológico más allá de las diferentes repeticiones teatrales que constituyen su realidad. Así, la performance de la drag queen le permitirá a Butler concluir que “la identidad original sobre la que se modela el género es una imitación sin un origen” (Butler, 2001: 169), en la que las posiciones de género (masculinas y femeninas) que se considera naturales son el resultado de performances sometidas a regulaciones, iteraciones y sanciones constantes.
En un segundo proceso argumentativo que se afianza cada vez más a partir de la publicación de Cuerpos que importan, Butler trata de redefinir la performance teatral en términos de performatividad lingüística (Austin releído por Derrida). Concluye que los enunciados de género, los que se pronuncian en el momento del nacimiento –como “es una niña”, “es un niño”-, pero también los insultos homofóbicos como “afeminado” o “marimacho”, no son enunciados descriptivos sino ante todo performativos, vale decir, invocaciones o citaciones ritualizadas de la ley heterosexual. (Butler, 2002: 323-334).
¿Qué pasa si se confronta ese concepto de performance de género o hasta la idea más sofisticada de identidad performativa con el relato de Agnès? En efecto, en cierta medida es posible leer el proceso de subjetivación de Angès como una instancia de resignificación y de reapropiación performativa. En el momento en que se encuentra con los doctores Stoller y Garfinkel, es posible que Agnès ya conozca algunas narraciones autobiográficas de transexuales. Empieza a tomar Stilbestrol en 1952. Ese mismo año se difunde en los diarios estadounidenses la historia del cambio de sexo de Jorgensen con el título “El soldado estadounidense que se transformó en una rubia” (Jorgensen, 1967: 83), así como la de Roberta Cowell, gracias a la cual el médico estadounidense Gillie desarrolla y homologa su técnica de vaginoplastia. La biografía novelada de Lili Elbe, Man into Woman, que se publicó en 1932 y en esa época se consideró un caso de hermafroditismo, se reeditará en los Estados Unidos en 1953, luego del éxito mediático de la historia de Jorgensen (Hoyer, 1953). Ese mismo año, muchas novelas cercanas al género autobiográfico exploran el proceso de “cambio de sexo”, que aparece como el único argumento posible para situar y resolver la intriga en el interior del propio cuerpo de los protagonistas. Aparece así un nuevo género de biografía transexual novelada en la tradición gótica de la mutación monstruosa (historias de vampiros, etc.), donde el personaje principal, desdoblado, dividido entre anatomía e imagen de sí, termina por ofrecerse a la investigación científica. Todos esos relatos comparten una misma retórica: el cambio de sexo aparece en los mismos como la respuesta a una incongruencia fisiológica o morfológica. La transexualidad es aquí simplemente la solución médica a una condición intersexual, y nunca una decisión (psicológica o política) autónoma de transformación de sí y del cuerpo. ´
Lo que Agnès parece haber aprendido de la proliferación mediática de los discursos sobre la sexualidad es que la identidad de género opera como un script, una narración, una ficción performativa en la que el cuerpo es al mismo tiempo el argumento y el personaje principal. Agnès omite de forma estratégica ciertas historias en el primer relato que hace a Stoller y a Garfinkel. Por ejemplo, evita mencionar las prácticas masturbatorias con el pene, así como las prácticas de penetración anal con su amigo Bill. Su narración, que adhiere a la construcción mediática de la transexualidad en esa época, insiste, por el contrario, en las figuras que ponen de relieve los puntos del diagnóstico intersexual: su sensibilidad y su amor por la naturaleza, un buen gusto innato en materia de vestimenta femenina que la distingue de travestis y transexuales, “la insensibilidad sexual” del pene...
Agnès realiza un proceso de apropiación de las técnicas performativas de producción de identidad sexual precisamente en el momento en que el discurso médico y los medios ponen en circulación los conceptos de género, intersexualidad y transexualidad. Inicia un tráfico de ficciones en el cual se toman ciertos enunciados de género de la autoridad del discurso médico para su utilización por parte de un nuevo sujeto de conocimiento que ahora reivindica su condición de experto. Lo que me interesa aquí no es tanto la posible “mimesis desviada” o flawed simesis -la relación entre repetición y desobediencia que destaca Hommi Bhabha en el análisis de la relación del colonizado con el discurso colonial) de Agnès respecto del discurso médico (Bhabha, 1994: 86-88).3 Lo que me interesa es la producción orgánica de una subjetividad política trans self designed. Agnès se comporta como el modest witness (testigo modesto) de Haraway: utiliza su cuerpo como zona de transcodificación de las técnicas y los saberes sobre el sexo (Haraway, 1998). Luego surge la voz de la producción de saberes y el activismo trans: treinta años después, Kate Bornstein, Riki Anne Wilchins o Del Lagrace Volcano rechazan las técnicas de reeducación de la voz, afirman abiertamente su posición de translesbianas o transfeministas y hasta declaran que no quieren pertenecer a ninguno de los dos sexos.
Si bien el análisis performativo butleriano fue y sigue siendo muy fructífero, tanto en lo que concierne a la producción de estratégicas políticas de autonominación (coming out, estrategias postidentitarias, etc.) como en lo relativo a las operaciones de resignificación y de reapropiación. No intento establecer aquí una genealogía política ni una metodología en la que Agnès desempeñe el papel de estrella. La relación de Agnès con el discurso médico ya fue objeto de la crítica de numerosos activistas transgénero como Dean Spade, para quien la repetición leal de la argumentación médica por parte de Agnès significa para ella la condición de posibilidad de obtener una vaginoplastia. Véase Spade (2000). del insulto, de todos modos parece insuficiente para dar cuenta del proceso de Agnès. Así como da resultados eficaces para la comprensión de la identidad en su proliferación discursiva (sobre todo textual y lingüística), tropieza cuando se trata de explicar la modificación de la estructura de la vida que opera en nuestras sociedades posmoneyistas.
El análisis performativo de la identidad cierra un ciclo de reducción de la identidad a un efecto del discurso que ignora las tecnologías de incorporación específicas que funcionan en las diferentes inscripciones performativas de la identidad. El concepto de performance de género, y más aun el de identidad preformativa, no permite tomar en cuenta los procesos biotecnológicos que hacen que determinadas performances “pasen” por naturales y otras, en cambio, no. El género no es sólo un efecto preformativo; es sobre todo un proceso de incorporación prostético.
El relato de Agnès sólo tiene sentido a través del análisis de los procesos biotecnológicos de inscripción corporal que permitirán que su imitación de la intersexualidad pase por natural. No se trata simplemente de señalar el carácter construido del género, sino ante todo de reclamar la posibilidad de intervenir en esa construcción al punto de crear las formas de representación somáticas que pasarán por naturales. No obstante, el desplazamiento que emprendo con Agnès no debe interpretarse como una ruptura con el marco de anális butleriano, sino como un aporte a lo que la propia Butler llama, sin dar demasiados detalles, una consideración escenográfica y topográfica de la construcción del sexo (Butler, 2002). De ahora en más, y siguiendo a Teresa de Lauretis, hablaré sobre todo de las “tecnologías del género” como de un circuito complejo de cuerpos, técnicas y signos que comprenden no sólo las técnicas preformativas, sino también técnicas biotecnológicas, cinematográficas, cibernéticas, etc. (De Lauretis, 1987).
Agnès desafía la lógica de la imitación según la cual una transexual es un hombre biológico que imita a una mujer. Pone en tensión la relación que establece Riviere entre máscara y femineidad y que Butler instala entre drag queen y femineidad, entre copia y original, artificio y naturaleza, irreverencia y seriedad, forma y fondo, extravagancia y discreción, ornamento y estructura. Se trata de un devenir trans que no se contenta con pasar por la semejanza, al cual la semejanza le resultaría más que nada un obstáculo. Agnès no imita a una mujer ni pretende hacerse pasar por tal mediante una performance más o menos estilizada. Por el contrario, es a través de la gestión y el uso disidente de los estrógenos y por la producción de una narración específica que Agnès se hace pasar en términos fisiológicos por hermafrodita y puede acceder así a los tratamientos de reasignación de sexo sin pasar por los protocolos psiquiátricos y legales de la transexualidad.
Lo que critica Agnès mediante su consumo oculto de estrógenos no es ni la masculinidad ni la femineidad en sí mismas, sino ante todo (en un segundo grado de comprensión de la complejidad de las tecnologías de género) el propio aparato de producción de la verdad del sexo. Si Susan Sontag definió el camp, que emerge de la cultura drag y del travestismo, como la crítica del original mediante los procesos de producción del doble, de la copia o de la imitación (Sontag, 1964), entonces puede decirse que Agnès lleva el concepto del camp al límite para volverlo obsoleto. Si en el camp la estética suplanta a la moral y el teatro reemplaza a la vida, en el caso de Agnès la técnica somática suplanta a la estética y la vida reemplaza al teatro.
Agnès es una biodrag para quien el propio cuerpo es el proceso de imitación, con lo que elimina las oposiciones de la metafísica tradicional que tantos problemas plantearon a la teoría performativa de Butler: oposiciones entre fachada e interior, entre performance y anatomía, entre cuerpo y espíritu, genética e identidad. Agnès es un artefacto cultural con consistencia orgánica, una ficción cuyos significantes son somáticos.
Entre Agnès y su madre no hay una filiación genética sino una alianza farmacéutica. Agnès hereda los estrógenos de su madre. Por una curiosa ascendencia, los testículos de Agnès empiezan a producir los estrógenos de su madre. Ambas ingresan en un proceso de reversibilidad y mutación, como si hubieran firmado un contrato hormonal secreto: la misma dosis, la misma regularidad. No se trata aquí de una cuestión de imitación, sino de reproducción asistida con hormonas. Si se acepta que Agnès es una cyborg, una biodrag, entonces hay que decir que también lo es su madre, que depende de la ingestión de una técnica de sustitución hormonal que a menudo parece ser caótica, y la mujer biológica estadounidense típica, que consume anticonceptivos orales a partir de la adolescencia. Al avalar esos comprimidos inofensivos, las dos encarnan las ficciones biotecnológicas de la identidad. La diferencia reside en lo siguiente: mientras que Agnès parece reapropiarse de las técnicas de subjetivación y de generización de su cuerpo, la mujer biológica estadounidense se traga de forma inconsciente esas técnicas como si se tratara de complementos “naturales” de su femineidad.
A partir de la década de 1950, la construcción de la femineidad es en todos los casos un proceso de travestismo somático o de biodrag similar al que realiza Agnès. Los pechos, cuyo volumen y consistencia adquieren una nueva importancia, se convierten en un centro somático de producción del género. Pasan a ser el lugar de nuevas patologías como la hipomastia (pechos pequeños) o el cáncer de mama, cuya frecuencia aumenta de forma exponencial y surge al mismo tiempo que las técnicas de mastectomía y de reconstrucción con implantes sintéticos (Haiken, 1997). Desde el aumento hasta la reconstrucción, los pechos del siglo XX funcionan ante todo como prótesis.
Desde principios del siglo XX, los nuevos materiales sintéticos, las estructuras cuasi arquitectónicas, y las técnicas de montaje ingresan al terreno de la transformación corporal. La parafina es una de las primeras sustancias que se utilizan para la construcción de lo que conoce con el nombre de island flaps o colgajo en isla para los implantes de pechos, pero también para el caso de testículos o para el tratamiento de la “nariz sifilítica”. En los años 20 se la sustituye por goma arábiga y luego por caucho, celulosa, marfil y diferentes metales. En 1949 se inventó el Ivalon, un derivado del alcohol polivinílico, para su uso en el primer implante mamario mediante inyección subcutánea. Las primeras destinatarias de esos implantes rudimentarios serán las trabajadoras sexuales japonesas de la posguerra y la guerra fría, cuyo cuerpo se estandarizará según los criterios de consumo heterosexuales de las fuerzas armadas estadounidenses (Yalom, 1997: 236-238). Los cuerpos que no deformaron las raciones de plutonio, son ahora objeto de la deformación de los polímeros de polisiloxano . La mutación de los cuerpos se lleva a cabo en un plano global. A partir de 1953 la silicona pura se convierte en líder de la producción de implantes prostéticos. Poco después, la Dow Corning Corporation introduce el primer tubo estandarizado de gel de silicona. A pesar de que se comprueba su toxicidad, se lo seguirá usando hasta principios de la década de 1990.
Sin embargo, la dimensión bio-drag o el camp somático no derivan sólo de la utilización de materiales sintéticos para la reconstrucción de una presunta normalidad corporal natural. De hecho, una de las primeras técnicas de reconstrucción mamaria surge a fines del siglo XIX, cuando el doctor Vinzent Czerny decide recuperar la masa de un lipoma en forma de protuberancia que una de sus pacientes tenía en la espalda a los efectos de compensar una mastectomía mediante un autransplante (Gilman, 1999: 249). Unos años después se desarrollan los autotrasplantes de grasa corporal para liftings y reconstrucciones.
En consecuencia, no se trata aquí de evaluar el pasaje de lo orgánico a lo inorgánico, sino sobre todo de destacar la aparición de un nuevo modelo de corporeidad: las nuevas técnicas ya no son fieles a una taxonomía orgánica clásica según la cual a cada órgano y a cada tejido le corresponde una sola ubicación, una sola función. Lejos de respetar una totalidad formal o material del cuerpo, la ingeniería de los tejidos y las técnicas prostéticas combina los modos de representación del cine y la arquitectura, tales como el montaje o la modelación en tres dimensiones. La nueva cirugía como tecnología de la sexualidad posmoneyista es un proceso de construcción tectónica por el cual órganos, tejidos, fluidos y moléculas se transforman en materias primas con las que se fabrica una nueva apariencia de naturaleza.
Antes de concluir me gustaría detenerme un momento en las técnicas endocrinológicas presentes en el espacio doméstico de Agnès, sobre todo porque los métodos de tratamiento que utiliza la madre luego de la panhisterectomía son los mismos que aquellos a los que recurre Gladys Bentley en la década de 1950 para anular los efectos de la performance de la masculinidad. Detenernos en Gladys Bentley nos permitirá reconsiderar las dimensiones performativas de la incorporación prostética de género.
Se conoce a Gladys Bentley como uno de los primeros drag kings, vale decir, una profesional de la performance de la masculinidad en el Harlem Renaissance de los años 20 y 30 (Serlin, 2004: 111-158). En 1952, Bentley, una lesbiana afro-estadounidense abiertamente masculina, aprovechó el éxito de las nuevas terapias hormonales y comenzó un tratamiento de estrógenos (con Stilbestrol) a los efectos de intentar un proceso de refeminización al inicio de la menopausia. Al recurrir a la medicina endocrinológica, busca, como bien señaló David Serlin, iniciar un proceso de rehabilitación social, no sólo de género sino también racial (Serlin, 2004: 144-145). Unos meses después de empezar el tratamiento, concede una entrevista a la revista Ebony y declara: “Volví a convertirme en una mujer.” Lo que resulta interesante del caso de Bentley, es que el tratamiento hormonal contribuye precisamente a bloquear los efectos de la repetición de la performance de la masculinidad, como si un exceso de masculinidad performativa sólo pudiera compensarse mediante una biotecnología. Es gracias a esa ficción somática que Gladys parece poder retornar a la performance de la femineidad: abandonar el espacio público y teatral para volver al espacio doméstico.
En segundo lugar, la mujer biológica heterosexual estadounidense es tan cyborg como Agnès, dado que toma metódicamente la píldora, sin duda la técnica biodrag más poderosa de la segunda mitad del siglo XX. La píldora es contemporánea de la aparición de la noción de género. Gregory Pincus creó el primer anticonceptivo a partir de la noretindrona, una forma sintética y asimilable por vía oral de la molécula de progesterona activa. Se probó primero en ocasión de una campaña de investigación sobre las técnicas de asistencia para la procreación en casos de esterilidad en familias blancas católicas. Luego se probó en la isla de Puerto Rico como método de control de la natalidad en la población local de color, pero también en varios grupos de pacientes mujeres del Worcester State Hospital y de hombres de la cárcel estatal de Oregón entre 1956 y 1957, en investigaciones sobre el control de la libido y hasta para el “tratamiento de la homosexualidad” (Tone, 2001: 220). La píldora no es sólo un método de control de la reproducción, sino también un método de producción y purificación étnica, una técnica eugenésica de control de la especie (Roberts, 1997).
Más biodrag aun, la píldora es también una técnica de producción de género. A pesar de que su eficacia era del 99,9%, el Instituto de Salud Norteamericano rechazó la primera píldora porque ésta suprimía por completo la menstruación y ponía en cuestión la femineidad de las futuras mujeres de América del Norte. Por ese motivo se creó una segunda píldora, tan eficaz como la primera pero cuya única diferencia residía en que reproducía el ritmo de los ciclos naturales. Así como Agnès se construyó de forma consciente como hermafrodita gracias a los estrógenos de un tratamiento antimenopáusico, sus compatriotas biológicas contribuyeron a la construcción de la ficción somática de las jóvenes blancas femeninas y fértiles de América del Norte. El proceso de feminización de Agnès, y por extensión el de su madre y sus compatriotas biológicas, demuestran que las hormonas son ficciones biopolíticas, ficciones que pueden tomarse, digerirse, incorporarse, artefactos biopolíticos que crean formaciones corporales y se integran a los organismos políticos mayores, tales como las instituciones político-legales y el estado-nación. Esos artefactos biopolíticos segregan narraciones que pueden citarse, recitarse y, sin duda, también citarse mal. Si puede decirse que cada hormona, en tanto ficción política, está sujeta a posibles fracasos performativos y, en consecuencia, a incesantes procesos de citaciones descontextualizadas, el cuerpo de Agnès nos recuerda que esas invocaciones del género, esas interpelaciones normativas, no son simples procesos discursivos. Esas citaciones movilizan flujos, desencadenan procesos de modificación celular de y crecimiento capilar, provocan cambios de voz y hasta funcionan como verdaderos generadores de efectos. El cuerpo de Agnès no es la materia pasiva sobre la cual opera un conjunto de técnicas biopolíticas de normalización del sexo, ni el efecto performativo de una serie de discursos sobre la identidad. El tecnocuerpo de Agnès, verdadero monstruo sexual fascinante, self designed, es producto de la reapropiación y del agenciamiento colectivo de las tecnologías de género para producir nuevas formas de subjetivación.
Para concluir, lo único que me queda por hacer es invitarlos a practicar algunos ejercicios de activismo biopolítico. Inspírense en Agnès.
Texto compartido de capacitacioncontinua
Traducción de Joaquín Ibarburu