Anahí Gabriela González |
Paul B. Preciado. "El feminismo no es un humanismo" (2014)
I. Introducción
El interrogante por lo humano como ‘norma de poder’, desplegado
por múltiples perspectivas, ha implicado una
revisión de las jerarquías de subordinación ejercidas contra aquellos cuerpos
que no responden a su ideal normativo. En efecto, lo humano
siempre ha sido una ficción negociable que ha delineado sus límites excluyendo
múltiples formas de vida, a saber, mujeres cis y trans, personas con diversidad
funcional, intersexuales, maricas, lesbianas, hombres trans, indígenas, enfermos,
cuerpos racializados, animales no humanos; en suma, todos aquellos cuerpos subaltenizados.
De ahí que las teorías feministas, los
estudios de género y de la disidencia sexo-genérica, así como los estudios
posthumanos, animalistas y antiespecistas, entre otros, llamen la atención
sobre la tarea urgente de revisar y desmantelar las
normas de poder capacitistas, cis-heterosexistas, coloniales, racistas
y antropocéntricas, que perpetúan una labor de dar muerte sobre los cuerpos animales
y sub-humanizados.
Más aún, si uno de los ejes de la
producción de lo ‘humano’ ha sido la oposición y la frontera con
lo animal, a su vez, dichos ‘cuerpos desechados’ de la modernidad han sido
pensados en el límite de lo que cuenta como humano. Esta deshumanización operó
como legitimadora de continuas e innumerables exclusiones, pero además “disparó
exploraciones, invenciones y reconfiguraciones, líneas creativas que testean
los límites de lo humano y de eso que llamamos 'un cuerpo', sus
relaciones con otros cuerpos, su existencia como viviente entre otros
vivientes” (GIORGI, 2015). Así lo revelan las insurrecciones
de diversos movimientos de resistencia política, que han redundado no sólo en
un desvanecimiento de la dicotomía jerárquica hombre/mujer, masculino/femenino,
heterosexual/homosexual, sino
también en el desmoronamiento de los binomios humano/animal y cultura/naturaleza,
al punto de que se reivindica “el advenimiento de un mundo no sólo postgénero,
sino también posthumano o no-humano” (EDITORIAL, 2016, p. 11). En este sentido, cada vez son más profundas
las cercanías entre los feminismos, los estudios de género, la teoría queer, y
las perspectivas antiespecistas.
Por
un lado, los feminismos emprendieron una deconstrucción de la noción de Hombre:
el (supuesto) genérico ideal humano
se presenta como el lugar
de lo no-marcado, pero, paradójicamente, dicha categoría se encuentra anclada
históricamente. En efecto, el sujeto humano coincide, en su esquema ideal, con
los cis-varones heterosexuales, racionales, blancos, europeos, letrados y
propietarios. Lo cual ha tenido por consecuencia que las mujeres no sean concebidas
como plenamente humanas históricamente. Además, los deseos, corporalidades,
prácticas y sexualidades disidentes también han supuesto una resistencia a las
normas de lo humano. Como señala Gabriel Giorgi, las experimentaciones con la identidad de género y con el
sexo anatómico “ponen en cuestión también la pertenencia a la especie: salirse del género normativo es siempre, en
alguna medida, salirse de la especie; la reconocibilidad de la especie
humana pasa por tener un género legible, identificable” (GIORGI, 2013, p. 7).
De este modo, si lo humano se devela como una categoría atravesada por jerarquías de
subordinación, lo animal es una instancia para
indicar las experiencias de subordinación de las subjetividades identificadas
como ‘mujeres’ y de aquellos cuerpos que desestabilizan el binarismo de género
y la diferencia sexual.
Por otro lado,
las apuestas anti-especistas emergieron como una miríada de indagaciones sobre las
estructuras de dominación que sostienen la explotación de los demás animales, señalando la existencia de normas de poder análogas a las experimentadas
por otros cuerpos subordinados. Así pues, el término ‘especismo’, por analogía
a los conceptos de sexismo, racismo, clasismo u
homo-lesbo-transfobia, intenta dar cuenta de ese orden de dominación ejercido
sobre aquellos vivientes que son reunidos bajo el término ‘animal’.
Particularmente,
la conexión entre las apuestas feministas y las antiespecistas se han
consolidado con la publicación del libro de Carol Adams, titulado The Sexual Politics of Meat: A
Feminist-Vegetarian Critical Theory (2000). En esta perspectiva, se
indagaron las interrelaciones entre sexismo y especismo en los modos en que animales y mujeres se encuentran disponibles
para la soberanía cis-hetero masculina; en la jerarquía de género presente en
las prácticas de explotación animal como la caza, las corridas, la pesca, la
producción (y el consumo) de carne, leche y huevos, entre otras. Con ello, en
el encuentro entre las perspectivas feministas y los estudios animales,
emergieron diversos conceptos para abordar la interseccionalidad entre
antropocentrismo y androcentrismo, por ejemplo: “referente ausente”, “política
sexual de la carne” y “proteína feminizada” de Carol Adams (2000, 2016, 2017),
a la vez que fueron retomadas algunas nociones propuestas por Jacques Derrida
(2005), tales como “carno-falogocentrismo” y “virilidad carnívora”. Finalmente,
se llamó la atención sobre al binarismo de género presupuesto en algunas de
dichas reflexiones.[1]
En
el contexto de este marco general de discusión, se abordan aquí, en términos
provisorios, algunas convergencias entre
apuestas teórico-prácticas animalistas,
feministas y disidentes sexo-genéricas. En un primer momento, siguiendo a Paul. B. Preciado, se
argumentará que el feminismo no es un
humanismo, en tanto todas aquellas formas-de-vida que difieren de la norma
humana, cis-masculina, heterosexual, capacitista y blanca, son situadas en el
campo de lo menos-que-humano o in-humano.
Luego, por analogía a la operación que realiza Judith Butler en El género en disputa (2007), se sostendrá la relevancia de
articular una genealogía política de la ontología de la especie, para
posteriormente discutir con ciertas perspectivas feministas que han trazado vínculos
entre la sujeción animal y la subordinación de las subjetividades feminizados. Finalmente, se explorará la potencialidad
de la noción “alianza multiespecies” a fin de reconfigurar
redes de interdependencia que reclamen el desmontaje del dispositivo de lo
humano.
II. El feminismo es un animalismo
No
queremos ser más esta humanidad
Susy Shock, “Hojarascas” (2017)
En septiembre del 2014 Paul B.
Preciado publicó un texto llamado “El feminismo no es un humanismo”. Allí
afirma que el Renacimiento europeo,
la Ilustración y la Revolución Industrial se sostienen sobre “la reducción de
los cuerpos no blancos y de las mujeres al estatuto de animal y de todos ellos
(esclavos, mujeres, animales) al estatuto de máquina re-productiva” (PRECIADO,
2014). En
pocas palabras: los cuerpos racializados, animalizados y feminizados,
producidos en contraposición de lo humano-blanco-masculino, no han sido
considerados (plenamente) humanos a lo largo de la historia. Actualmente,
dichas formas-de-vida aparecen como cuerpos apropiables para el sostenimiento y
la reproducción del orden de poder que Donna Haraway (1995, p. 341) denominó “el
patriarcado capitalista blanco”[2], pues el Hombre, a través de una Razón pretendidamente
desencarnada, se ha arrojado a la conquista de la naturaleza y de sus Otros
naturalizados, en medio de un continuo despliegue del capitalismo. Precisamente el humanismo, al ubicar la
Forma-Hombre en el lugar de lo trascendente y de lo no-mediado, reitera el punto
de vista del Dios-Uno, “cuyo ojo produce, se apropia y ordena todas las
diferencias” (HARAWAY, 1995, p. 189).
Es sabido que a partir de la segunda mitad del siglo XX el ideal del
“Hombre”, como ratio universal, entra
en crisis. No sólo el postestructuralismo desarrolló su divisa antihumanista,
sino que también estallaron diversas apuestas teórico-prácticas feministas,
antirracistas, queer, ecologistas, antiespecistas, entre otras, que cuestionaron
los principios fundadores de la Ilustración y su Razón cis-heteropatriarcal.
Michel Foucault (1966, p. 15) indicó que en el corazón del humanismo se
encuentra la teoría del sujeto y su
soberanía[3],
la cual, siguiendo a Rosi Braidotti, ha proporcionado el criterio básico de
referencia para el establecimiento de quienes cuentan como humanos (2017, p.
22). La creencia en la Modernidad como el punto culminante de la ‘evolución
humana’ se vincula con la perspectiva eurocéntrica del progreso a través de una
Razón supuestamente universal. La “muerte del hombre", anunciada por
Foucault (1966, p. 15), formalizó la crisis epistemológica y política de la
ficción humanista que pensó al Hombre en el centro de la Historia (BRAIDOTTI,
2017, p. 22): este emergió como una invención occidental en nombre de la cual se
justificaron sistemáticas
violencias.
Así también, la crítica feminista a
los dispositivos patriarcales y sexistas de control reveló que el ideal de lo
humano ha coincidido, como se señaló, con los varones cisgénero heterosexuales,
es decir, con “aquellos a los que se les asignó género masculino en el
nacimiento” (PRECIADO, 2018). Al
develarse dicha jerarquía de género se deslegitimó la pretensión que el Hombre,
en tanto ideal normativo, asumía al hablar en nombre de la ‘Humanidad’
(COLAIZZI, 1990, pp. 14-15). Por ende, los feminismos se han configurado como
un “marco de interpretación de la realidad que visibiliza el género como una
estructura de poder” (COBO, 2014, p. 8), esto es, que patentiza el
funcionamiento de dispositivos que re/producen regularmente la superioridad de
los cuerpos producidos como ‘varones cis heterosexuales’ y, por tanto, la
subordinación de todos aquellos cuerpos que no responden a dicho patrón
normativo. Al respecto, en “Carta de un hombre trans al antiguo régimen sexual”,
Preciado señala que, al hablar como hombre-trans y tránsfugo del género, se
des-identifica de los ideales hegemónicos de masculinidad y de feminidad, a los
cuales define de la siguiente manera:
Podríamos decir, leyendo a
Weber con Butler, que la masculinidad es a la sociedad lo que el Estado es a la
nación: el detentor y usuario legítimo de la violencia. Esa violencia puede
expresarse socialmente como dominio, económicamente como privilegio,
sexualmente como agresión y violación. Al contrario, la soberanía femenina sólo
se reconoce en relación con la capacidad de las mujeres para engendrar. Las
mujeres son sexual y socialmente súbditas. Sólo las madres son soberanas. En
este régimen, la masculinidad se define necropolíticamente (por el derecho de
los hombres a dar la muerte), mientras que la feminidad se define
biopolíticamente (por la obligación de las mujeres a dar la vida) (PRECIADO,
2018).
Los conceptos de “régimen sexual”,
“patriarcado”, “sexismo”, “sistema de sexo-género”[4], en sus variaciones,
están orientados precisamente a especificar una estructura de poder que mantiene sistemáticamente la
posición de privilegio de los sujetos reconocidos como “hombres” (es decir, aquellos sujetos que responden a la masculinidad dominante), mientras recluye a
los cuerpos identificados como “mujeres” al denominado espacio de lo privado, las cuales, siendo despojadas de toda elección
sobre sus cuerpos, son ‘reducidas’ a roles reproductivos y domésticos. Como
dice Iván Ávila, en el contexto de las sociedades de normalización, a las mujeres
se les moldea un cuerpo y una identidad al servicio del mundo androcéntrico,
que es a su vez un mundo capitalista (2015, pp. 60-78); su trabajo doméstico es
apropiado sin ser asumido como trabajo, sino que es considerado como el lugar
esencial de dichos sujetos, predispuestos ‘naturalmente’, se nos dice, a ocuparse de los
demás. La soberanía masculina
hegemónica (blanca y heterosexual) implica, así, un ejercicio de control
sobre los cuerpos feminizados (y otros cuerpos subalternos) a fin de desplegar
y sostener su orden de dominación y privilegio.
Asimismo, el concepto de “interseccionalidad”, propuesto por
el Black feminism, ha promovido la
necesidad de desarrollar análisis
oblicuos, vinculando el género con otro tipo de categorías de subordinación,
como raza, clase, orientación sexual, capacidad, o ubicación geopolítica (Cfr.
VIVEROS VIGOYA; 2016; ÁVILA, 2011; LUGONES, 2008). Desde una perspectiva
interseccional, se patentiza que el Hombre del humanismo es, además de varón
cisgénero, el ciudadano blanco europeo, jefe de una familia heterosexual,
letrado, sano, neurotípico, delgado, con un cuerpo-productivo, etcétera. Tal
ideal normativo de lo humano ha desempeñado un papel insoslayable en la
construcción de un patrón de civilización que equipara a Europa con la
universalidad de la Razón y el Progreso. Por esta razón, María Lugones propuso
el concepto de “Sistema Moderno/Colonial de Género” para referirse al modo en
que diferentes opresiones se intersectan luego del proceso de conquista y colonización
de la denominada ‘América’. Así, Lugones afirma que el dimorfismo biológico, la
dicotomía hombre/mujer, el heterosexualismo y el patriarcado, son
características del ‘lado visible’ de la organización colonial/moderna del
género. Las mujeres no-blancas fueron estereotipadas de tal manera que
se distanciaron de la caracterización de la mujer blanca burguesa europea.
Aquellas, las colonizadas, pasaron a ser vistas como sexualmente agresivas y lo
suficientemente fuertes para realizar cualquier tipo de trabajo (LUGONES, 2008,
p. 94)[5].
Más aún, en el campo de los feminismos postestructuralistas
y de la teoría queer, se visibilizó que ‘el género’ es un dispositivo que se
caracteriza también por la naturalización del dimorfismo sexual, a la par que
establece la obligatoriedad de la heterosexualidad. En el ya clásico libro El género
en disputa, Judith Butler propone una labor genealógica para desmontar
el régimen heteronormativo que establece una relación causal (y expresiva)
entre el sexo, las prácticas sexuales, el género y el deseo, lo cual otorga
inteligibilidad a los cuerpos e identidades que se ajustan a dichas reglas de ‘coherencia’:
Esa heterosexualidad
institucional exige y crea la univocidad de cada uno de los términos de género
que determinan el límite de las posibilidades de los géneros dentro de un
sistema de género binario y opuesto. Esta concepción del género no sólo
presupone una relación causal entre sexo, género y deseo: también señala que el
deseo refleja o expresa al género y que el género refleja o expresa el deseo.
(BUTLER, 2007, p. 80).
En otros términos, la normalización
heterosexual de los cuerpos constituye un dispositivo que los clasifica bajo el
binomio mujer-varón, en tanto expresión de una supuesta diferencia sexual biológica,
lo cual se supone que debe determinar los deseos y las prácticas sexuales.
Será justamente a través de una “genealogía política de las ontologías del
género” (BUTLER, 2007, p. 67), a saber, de una deconstrucción de la apariencia
sustancial del género en sus actos constitutivos, como Butler le hará frente al régimen heterosexual[6]. El desmontaje de dicho dispositivo está
orientado a poner en ‘disputa’ la supuesta esencialidad de las normas y leyes
de género, mostrando su carácter contingente. Lo cual queda patentizado por aquellas formas-de-vida,
‘incoherentes’ o ‘discontinuas’, que no responden a los principios normativos
sexuales y genéricos, a saber, “aquellas en las que el género no es
consecuencia del sexo y otras en las que las practicas del deseo no son «consecuencia»
ni del sexo ni del género” (BUTLER, 2007, p. 73). De modo que las normas de género, así como
las normas de raza, de clase (y de especie, habría que añadir), no sólo producen la legitimación de determinados
sujetos, sino que arrojan a los cuerpos subalternizados a zonas de
inhabitabilidad. En palabras
butlerianas:
En la medida en que las
normas de género (dimorfismo ideal, complementariedad heterosexual de los cuerpos,
ideales y dominios de la masculinidad y la feminidad adecuadas e inadecuadas, […])
determinan lo que será inteligiblemente humano y lo que no, lo que se
considerará ‘real’ y lo que no, establecen el campo ontológico en el que
se puede atribuir a los cuerpos expresión legítima. Si hay una labor normativa
positiva en El género en disputa es poner énfasis en la extensión de
esta legitimidad a los cuerpos que han sido vistos como falsos, irreales e
ininteligibles. (BUTLER, 2007, pp. 28-29).
Los deseos, los
cuerpos y las sexualidades disidentes marcan el límite de lo que cuenta como
humano, a saber, el umbral que delimita las vidas meritorias de duelo frente a
las que no. Al respecto, Giorgi ha
indicado que existe algo entre inhumano e irreal en los cuerpos no-normativos:
los desafíos a la norma sexual y de género (así como a la norma racial y de
clase) “funcionaron, casi aritméticamente, como desafío a una humanidad hecha y
derecha” (GIORGI, 2015). Dichas normas distribuyen diferencialmente el
reconocimiento, estableciendo qué cuerpos, deseos e identidades sexo-genéricas
merecen ser vividas y cuáles han de ser desechadas o patologizadas.
(MATTIO,
2010, p. 165). De ahí que el
desmantelamiento butleriano de las normas de género se dirija a extender el
campo de legitimidad a los cuerpos
disidentes, enfrentando así “a las condiciones insostenibles en que las
minorías sexuales y de género viven” (BUTLER, 2017, p. 40). Mostrar su carácter
histórico, visibilizar esos ámbitos de vulnerabilidad e inhabitabilidad política
y cultural, permitirá “establecer condiciones más
incluyentes que cobijen y mantengan la vida que se resiste a los modelos de
asimilación” (BUTLER, 2006, p. 17). En tal sentido, la autora sugiere que es
preciso aprender “a vivir y abrazar la destrucción y la rearticulación de lo
humano en aras de un mundo más amplio” (BUTLER, 2004, p. 60).
Si podemos concluir que el Hombre, en tanto entidad ideal y
modelo normativo, ha estado orientado a sostener prácticas de jerarquización,
clasificación y normalización, se
comprende entonces que para Preciado el feminismo no sea un humanismo. En efecto,
a pesar de los lazos que han unido al feminismo occidental con el humanismo de
la Ilustración, actualmente, el sentido de pertenencia a una humanidad común ha
entrado en crisis. De
ahí que el animalismo devele, como también indica Preciado, las “raíces
coloniales y patriarcales de los principios universales del humanismo europeo”
(2014). Ahora bien, si para
este el único cuerpo que importa “es
el cuerpo soberano, blanco, heterosexual, sano, seminal” (PRECIADO, 2014)
quizás pueda afirmarse, en compañía del autor, que el feminismo es un
animalismo. En este sentido, tal vez la apuesta por lo animal pueda devenir
una instancia decisiva y transversal para desmantelar los dispositivos humanistas que se vuelcan
sobre las formas de vida y las clasifican-jerarquizan dentro de ciertas
taxonomías (como varón/mujer, hombre/animal, naturaleza/cultura, blanco/negro).
Lo animal surge, entonces, como una instancia estratégica para pensar políticas
de resistencia y dislocación ante el régimen cis-heterocentrado y patriarcal
(Cfr. GONZÁLEZ, 2018).
III. Deshacer la ficción humana: hacia una genealogía política de
la ontología de la especie
El
animalismo es el viento que sopla. […] Los humanos, encarnaciones enmascaradas
del bosque, deberán desenmascararse de lo humano y enmascararse de nuevo con el
saber de las abejas.
Paul B. Preciado, “El feminismo no es un humanismo” (2014)
En las perspectivas críticas antiespecistas la
problematización del estatus del ‘animal’ ha implicado una crítica a la ficción
humanista que ubicó en el eje central al Hombre, mientras que situó al resto de
los vivientes bajo su dominio. El ‘giro animal’ en el pensamiento contemporáneo
emerge precisamente para desplazar el antropocentrismo y desmantelar los
dispositivos de dominación, usufructo y exterminio del otro animalizado, a
saber, instituciones tales como las granjas industriales, zoológicos,
bioterios, circos, entre otras. De este modo, los
Estudios Críticos Animales proporcionan un marco teórico que visibiliza la especie como estructura de poder. De ahí que el ‘especismo’ pueda
concebirse como un dispositivo de saber/poder que sostiene la posición de
dominación del Hombre respecto a los codificados como ‘animales’.
El ‘discurso de la especie’ tal como lo denomina Cary
Wolfe, sostiene la especificidad absoluta de lo
humano, la cual redunda en superioridad y dominio sobre los otros vivientes
(Citado por GIORGI, 2011, p. 2). En efecto, el especismo es una institución que se basa en el acuerdo
tácito de que la trascendencia plena de lo ‘humano’ requiere el sacrificio del
‘animal’, lo que a su vez hace posible una economía simbólica
sacrificial que Derrida denominó un ‘matar no criminal’ (2007). Así, la vida de
los animales se encuentra actualmente disponible bajo todas sus formas: para
alimentación y entretenimiento, como lugar de experimentación científica,
cosmética y militar, pero además es vida disponible en términos simbólicos y
conceptuales, en tanto los animales son reducidos, muchas veces, a metáforas de
lo humano (YELIN, 2013). El sacrificio animal emerge, de este modo, como una
clave determinante de lo propiamente ‘humano’. En palabras de Giorgi: “para
producir la excepción humana, para producir lo humano como excepción respecto
de las otras criaturas vivientes, un animal, o lo animal, tiene que morir” (GIORGI,
2011, p. 2).
Por
ende, el
especismo puede ser entendido como un dispositivo de poder que ubica al Hombre
como medida superior, mientras re/produce
la inferiorización sistemática
de los vivientes no-humanos. Se trata de un orden de dominación que, basado en la
supuesta excepcionalidad humana, despliega un conjunto de discursos/prácticas de
subordinación hacia las formas-de-vida denominadas ‘animales’ (GONZALEZ &
ÁVILA, 2014; ÁVILA, 2013, 2016). Dicho dispositivo produce lo ‘propiamente humano’ en base a una diferencia
jerárquica respecto de los vivientes ‘animales’. Dicha diferencia ontológia es
también una distinción política que sostiene y delimita la comunidad ‘humana’
en cuanto tal. La vida animal aparece como esencialmente disponible, es decir,
“políticamente irreconocible o abandonada” (GIORGI, 2011, p. 2). Sin embargo, autores como Donna Haraway,
Giorgio Agamben, Jacques Derrida y Rosi Braidotti, entre otros, se han ocupado
de visibilizar que las diferentes características que sirvieron históricamente
para delimitar lo ‘propio’ de lo humano se encuentran sujetas a múltiples
desplazamientos y oscilaciones. El Hombre aparece como una ‘ficción política’
que, al contraponerse al animal, reduce la compleja heterogeneidad de una multiplicidad
de seres a un lugar homogéneo y completamente sacrificable. De acuerdo con Haraway:
Ni
el lenguaje, ni el uso de herramientas, ni el comportamiento social, ni los
acontecimientos mentales logran establecer la separación entre lo humano y lo animal
de manera convincente. Mucha gente ya no siente la necesidad de tal separación.
Más aún, bastantes ramas de la cultura feminista afirman el placer de conectar
lo humano con otras criaturas vivientes. Los movimientos de defensa de los derechos
de los animales no son negaciones irracionales de la unicidad humana, sino un
reconocimiento claro de la conexión a través de la desacreditada ruptura entre
la naturaleza y la cultura (HARAWAY, 1995, p. 257).
En este punto podemos indicar que el desmantelamiento
de la institución del especismo convoca a una
genealogía política de la ontología de la especie, dirigida a rastrear el
binomio humano-animal como un principio político de normalización de los
vivientes. Dicha genealogía mostraría que las nociones de humano y animal son ficciones políticas construidas dentro de una red de instancias semióticas y
materiales, patentizando así su carácter contingente y normativo. En efecto, no hay una naturaleza
esencial de lo humano, en todo caso lo que hay es la producción de una ficción que
se constituye en ideal normativo, de acuerdo con la cual “todos
los otros pueden ser evaluados, regulados y asignados a su correspondiente
posición social. Lo humano es una convención normativa” (BRAIDOTTI, 2016, p.
105) que se utiliza como instrumental a las prácticas de exclusión. Asimismo,
como ha mostrado Derrida, tampoco hay una esencia universal de lo ‘animal’ que agrupe en un solo conjunto homogéneo e indiferenciado a los
vivientes[7]. Frente a
la homogeneización de la diversidad animal, el filósofo propondrá la categoría
de animot, la cual se refiere
a la “irreductible multiplicidad viva de mortales” (DERRIDA, 2008, p.
58). En definitiva, la tarea de historización y deconstrucción de dichos
términos implica situarlos en una trama de significaciones, normalizaciones
corporales y discursivas, que los tornan contingentes y, por tanto, permiten
pensar otras posibilidades de existencia allende el régimen antropocéntrico.
En compañía de Tom
Benton, puede sostenerse que una vez cuestionada la aparente diferencia
ontológica entre humanos y animales, la cuestión estructural a resolver es cómo
se construye el animal para nuestra utilización (Citado por WADIWEL, 2016). Al
respecto, Wadiwel sostiene que, así como el cuerpo de las mujeres es producido de
acuerdo con diferentes técnicas, en el contexto de regímenes patriarcales
disciplinarios y normativos, los animales domésticos también son sometidos a
una transformación material y fabricación específica de su cuerpo para crear
uniformidad, homogeneidad y previsibilidad (WADIWEL, 2016). Así, en el
capitalismo avanzado los animales devienen recursos disponibles, a
partir de una serie de técnicas convergentes que fabrican
al animal como mercancía universal y uniforme, en beneficio de
ciertas formas de vida humanas[8]. Como indica Braidotti:
Los animales proporcionan material vivo para los experimentos
científicos. Éstos son manipulados, maltratados, torturados y genéticamente
recombinados, de modo tal que resultan productivos para nuestra agricultura
biotecnológica, para la industria cosmética, farmacéutica y química y para
otros enteros sectores económicos. Los animales son incluso malbaratados como
productos exóticos y alimentan el tercer mayor mercado ilegal del mundo actual,
después de droga y armas, antes que las mujeres. Ratas, ovejas, cabras,
bovinos, porcinos, pájaros, aves de corral y gatos son criados en granjas
industriales, encerrados en jaulas y divididos en baterías por unidades de
producción (BRAIDOTTI, 2015, pp. 18-19)
Finalmente,
es importante señalar que el dispositivo especista es funcional a diversas
otras opresiones como el capacitismo, el racismo, el heterosexismo, el cisexismo,
la xenofobia, el clasismo, etc. En tal sentido, Wolfe indica que mientras la
estructura de subjetivización especista permanezca intacta y mientras se dé por
sentado institucionalmente una muerte no criminal (DERRIDA, 2007), que habilita
la explotación y el asesinato sistemático de los animales no-humanos, entonces
el discurso humanista siempre estará disponible para justificar la matanza de
las formas de vida en virtud de su especie, género, raza, clase, cultura u orientación sexual (WOLFE, 2003, p.
7). Dicho de otra manera: la estructura sacrificial del animal es
susceptible de ser aplicada a otros modos de existencia, lo cual implica que la opresión de clase
(capital/trabajo), de raza (blanco/negro), de género (hombre/mujer) o por
orientación sexual (hetero/homo), entre otras, no pueden aislarse de la
opresión de especie (humano/animal).
Esto evidencia, siguiendo a Braidotti, que las barreras entre las
especies siempre han sido racializadas y generizadas, lo cual patentiza “la
dimensión multiestratificada de ese sistema de opresión en el cual variables
superpuestas establecen conexiones transversales entre las diversas desigualdades
sexuales, sociales, raciales y de las diferentes especies” (BRAIDOTTI, 2009, p.
156).
Más específicamente, respecto a la relación entre
sexismo y especismo, Carol Adams (2000) sostiene que el discurso humanista no
sólo hace posible la matanza sistemática de los ‘animales’, sino que además
proporciona una estructura simbólica y material que condiciona la
representación de las así llamadas ‘mujeres’, vinculando los cuerpos
‘comestibles’ de los animales y los cuerpos ‘sexualizados’ de aquellas dentro de
una ‘lógica de dominación’ global (WOLFE, 2003, p. 8), lo que Derrida ha
denominado, desde otro lugar, “el carno-falogocentrismo” (DERRIDA, 2005)[9]. Sin embargo, como veremos a continuación, el
marco teórico que propone Adams es sumamente cuestionable por
su problemática construcción binaria del género, su naturalización de las norma
heterosexual, así como por su postura en contra del trabajo sexual.
IV. Los
feminismos antiespecistas ante la sujeción animal
Lo que caracteriza a la posición de los hombres en nuestras
sociedades tecnopatriarcales y heterocentradas es que la soberanía masculina
está definida por el uso legítimo de las técnicas de la violencia (contra las
mujeres, contra los niños, contra otros hombres no blancos, contra los animales,
contra el planeta en su conjunto).
Paul B. Preciado, “Carta de un hombre trans al antiguo régimen
sexual” (2018).
Las conexiones
entre sexismo y especismo han sido especialmente tematizadas por el feminismo
en la última parte del siglo XX. De hecho, el Movimiento de Liberación Animal
se ha presentado como una continuación de las luchas feministas y antirracistas
(ÁVILA, 2016, p. 351). No se
trata sólo de que todas son formas de discriminación, sino de que, como dice
Ávila, históricamente tienen conexiones explícitas difíciles de ignorar, aunque
a veces no se visibilicen (2016, p.
351). En efecto, el
denominado por Haraway “patriarcado capitalista blanco” es indisociable de la
explotación de aquellos cuerpos considerados apropiables, desechables o mercantilizables,
lo cual ha significado el confinamiento de los vivientes no humanos en diversos
espacios de dominación, mientras las mujeres han sido reducidas a una propiedad
doméstica del Hombre en el espacio disciplinario del hogar.
Los recientes
trabajos feministas que cuestionan el lugar abyecto de los animales parten, en
algunos casos, de las teorizaciones ecofeministas, un amplio movimiento teórico
y activista que se extiende desde mediados de la década de 1970 y que abarca
una variedad de enfoques, los cuales convergen en la visibilización de las
continuidades entre la subordinación de las mujeres y de la naturaleza. Más
aun, el ecofeminismo sostiene que las distintas
opresiones se encuentran vinculadas estructuralmente. Al respecto, Karen Warren ofrece la siguiente
definición del campo en cuestión: “el ecofeminismo es un término paraguas que
captura diversas perspectivas multiculturales sobre la naturaleza de la
conexión dentro de los sistemas sociales de dominación” (1994, p.1). Así, Val Plumwood, Greta Gaard, entre otras autoras, han indicado que
los dualismos que estructuran las relaciones de subordinación colocan del lado
de la ‘naturaleza’ a los cuerpos feminizados, racializados o animalizados;
mientras que el polo masculino, a saber, “la perspectiva del Amo” (PLUMWOOD,
1993), incluye la cultura, la razón, el espíritu, lo universal. Así también,
Gaard lo explica de la manera siguiente: la posición de superioridad auto-atribuida
del varón cisgénero, heterosexual, blanco y occidental, reposa sobre la
diferencia establecida entre sí-mismo y los Otros, la cual es una línea de
demarcación infranqueable: los varones cisgénero no pueden permitirse estar
asociados a comportamientos emocionales, bajo la pena de ser ‘indignos’ del
gran proyecto de conquista mundial del capitalismo (MAULPOIX & Le DONNÉ,
2017, p. 72; Cfr. GAARD, 1993). Las ‘entidades’ situadas del lado de la
naturaleza no pueden acceder a la categoría de ‘Sujeto’ ya que son concebidas
como objetos.
Específicamente, las feministas veganas y las
ecofeministas animalistas denuncian que las mujeres han sido históricamente cuerpos animalizados, a la vez que
señalan la importancia de un enfoque de género en la estructuración de las
relaciones entre los humanos y los demás animales. Así, desde la publicación de The Sexual Politics of Meat, Carol
Adams ha presentado un enfoque feminista del veganismo basado en el argumento
de que, en Occidente, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XX, existe una conexión histórica y cultural entre el
consumo de carne y el poder masculino. Su trabajo propone un enfoque
interseccional que conecta la violencia sexista contra las ‘mujeres’ a la
violencia especista contra los ‘animales’, estableciendo que estas subordinaciones se refuerzan entre sí. Este
enlace histórico se despliega, a juicio de la autora, en un ciclo de
objetivación, fragmentación y consumo, a partir de la estructura del referente ausente. En sus palabras:
A
través de la matanza, los animales se han convertido en referentes ausentes.
Los animales tanto su nombre como su cuerpo, son transformados en ausentes como
animales para existir como carne. Las
vidas de los animales preceden y permiten la existencia de carne. Si los
animales están vivos, no pueden ser carne […]. Sin
animales no habría consumo de carne y, sin embargo, están ausentes del acto de
comer carne, porque han sido transformados en alimento (ADAMS, 2016, pp. 123-124).
Por un
lado, los animales no humanos devienen referentes ausentes a través del proceso
de ser asesinados y convertidos en ‘alimento’ y por medio del lenguaje que
renombra al animal sacrificado como ‘carne’. Este desplazamiento de sentido
contribuye al silenciamiento de la violencia que se ejerce contra sus vidas.
Para decirlo en términos butlerianos: “‘la desrealización del ‘Otro’ quiere
decir que no está ni vivo ni muerto, sino en una interminable condición de
espectro” (BUTLER, 2004, p.60), lo cual implica que no hay ningún daño ya que
son cuerpos desrealizados, vidas ya negadas. El referente
ausente, para Adams, funciona de modo análogo en la subordinación de los otros
humanos subalternizados: por ejemplo, las mujeres, si
se codifican como cuerpos violables, se elimina en el lenguaje “el hecho de que
otra persona está actuando como sujeto/agente/autor de la violencia” (ADAMS,
1991, p. 136). Por otro lado, los animales no humanos se
convierten en referentes ausentes cuando se utilizan como metáforas de la
experiencia humana de subordinación (ADAMS, 2000,
p. 53)[10].
Por ese motivo Adams complejiza la “cuadrícula de especies”
propuesta por Wolfe, a saber, su concepción de que necesitamos pensar en
términos más complejos que el dualismo humano/animal para cuestionar la metafísica
dominante. Al respecto, en Animal Rites
el autor identifica cuatro términos: humano humanizado, humano animalizado,
animal humanizado, animal animalizado (WOLFE, 2003, p. 101). Por un lado, en la
cultura occidental “el humano humanizado ha sido el hombre blanco, con derecho
a voto, dueño de la propiedad” (ADAMS, 2017, p. 91), mientras los humanos animalizados
son los cuerpos subalternos que no responden a dicho ideal. Por otro lado, los
animales humanizados son los denominados ‘animales de compañía’, eximidos del
régimen sacrificial, en contraste con los ‘animales animalizados’ de las
granjas industriales, bioterios, zoológicos, circos. Sin embargo, Adams señala
que dicho cuadro pierde de vista las categorías de sexo/género que operan en el
dispositivo especista. Es preciso añadir, a su juicio, las categorías de mujer
animalizada y animal feminizado para visibilizar las categorías de género que
operan en las relaciones con los otros animales y la manera en que las
actitudes especistas influyen en el trato hacia las ‘mujeres’. Con ello, el
análisis de Adams visibiliza que, entre las especies animales, las clasificadas
como ‘hembras’, viven sus vidas bajo el máximo sometimiento para la producción
de lácteos y huevos, siendo forzadas justamente al trabajo de reproducción, lo
cual convoca a atender a los dispositivos de engenerización volcados sobre los
demás animales.
En primer lugar, al sostener un esquema dualista
donde los hombres aparecen vinculados al consumo de ‘carne’, sea real o simbólicamente,
mientras las mujeres y los animales aparecen como objetos de consumo, la autora
invisibiliza a otras identidades no normativas (mujeres trans, hombres trans y
otros modos de habitar el sexo/género). En efecto, para Adams el sistema de
género está implícito en las relaciones humanas/animales (ADAMS, 2016, p 46),
debido a que la ingesta de carne es vinculada de forma unívoca a la
masculinidad e incluso al buen desarrollo intelectual, mientras la dieta basada
en vegetales ha sido asociada a lo femenino, a la debilidad física y a la falta
de ‘desarrollo’ intelectual de los pueblos no occidentales. Sin embargo, al
asociar el consumo de carne a ‘masculinidad’ en términos universales, el
análisis de Adams pierde de vista que dicha distribución diferencial de los ‘alimentos’
supone una normalización sexo-genérica de los cuerpos, donde lo que está en
juego es la reiteración de la norma masculina cisgénero, blanca y heterosexual[11]. Es
la virilidad concebida en dichas coordenadas hegemónicas la que se construye en
la cultura occidental, y no de forma universal, como estrechamente ligada “al
consumo de carne y el control de otros cuerpos” (ADAMS, 2016, p 46). En suma,
el enfoque de Adams no considera a las masculinidades no normativas, es decir,
trans, no binarias o lésbicas, entre otras, que puedan establecer relaciones
diferenciales con el consumo de carne, al tiempo que su trabajo asume que las
mujeres son un grupo indiferenciado, convirtiendo así al género, en la unidad
primaria para analizar las relaciones de poder (Cfr. DECKHA, 2012)[12].
En segundo lugar, como argumenta
Hamilton, al sostener que existe una continuidad entre el ciclo de objetivación,
fragmentación y consumo de las mujeres, y el descuartizamiento y
desmembramiento de los animales, Adams se basa un enfoque anti-pornográfico y
anti-trabajo sexual que silencia la agencia de las trabajadoras sexuales[13]. Al esencializar de este modo la experiencia de
todas las mujeres, Adams utiliza la vida de las trabajadoras sexuales como un
medio retórico para sus propios fines teóricos altamente abstractos (HAMMER,
2011). En compañía Hamilton, podemos afirmar que su argumento en contra del
trabajo sexual va en oposición de cierta “superposición entre la defensa de las
trabajadoras sexuales y la defensa de los animales” en ciertos círculos de
activistas (HAMILTON, 2016, p. 113). De ahí la necesidad de “contar otras historias
feministas veganas” (HAMILTON, 2016, p. 113) que no presupongan la norma de la
mujer cisgénero blanca, de clase media, adulta, delgada y heterosexual. Como
dice Butler, “la crítica feminista debe explicar las afirmaciones totalizadoras
de una economía significante masculinista, pero también debe ser autocrítica
respecto de las acciones totalizadoras del feminismo.” (BUTLER, 2007, p. 66).
Para decirlo en pocas palabras: si el feminismo
antiespecista asume la identidad y la universalidad del sujeto ‘mujeres’, deja
sin cuestionar múltiples exclusiones. Por eso son necesarios abordajes
interseccionales que tomen a la identidad de género, la orientación sexual, la
ubicación geopolítica, la raza y la clase, entre otras, para cuestionar la
estructuración de la opresión basada en la especie. Resuenan aquí las palabras de Preciado:
Mientras la retórica de la violencia de género infiltra los
medios de comunicación invitándonos a seguir imaginando el feminismo como un
discurso político articulado en torno a la oposición dialéctica entre los
hombres (del lado de la dominación) y las mujeres (del lado de las víctimas),
el feminismo contemporáneo, sin duda uno de los dominios teóricos y prácticos
sometidos a mayor transformación y crítica reflexiva desde los años setenta, no
deja de inventar imaginarios políticos y de crear estrategias de acción que
ponen en cuestión aquello que parece más obvio: que el sujeto político del
feminismo sean las mujeres. Es decir, las mujeres entendidas como una realidad
biológica predefinida, pero, sobre todo, las mujeres como deben ser, blancas,
heterosexuales, sumisas y de clase media. Emergen de este cuestionamiento
nuevos feminismos de multitudes, feminismos para los monstruos, proyectos de
transformación colectiva para el siglo XXI. Estos feminismos disidentes se
hacen visibles a partir de los años ochenta cuando, en sucesivas oleadas
críticas, los sujetos excluidos por el feminismo biempensante comienzan a
criticar los procesos de purificación y la represión de sus proyectos revolucionarios
que han conducido hasta un feminismo gris, normativo y puritano que ve en las
diferencias culturales, sexuales o políticas amenazas a su ideal heterosexual y
eurocéntrico de mujer. Se trata de lo que podríamos llamar con la lúcida
expresión de Virginie Despentes el despertar crítico del "proletariado del
feminismo", cuyos malos sujetos son las putas, las lesbianas, las
violadas, las marimachos, los y las transexuales, las mujeres que no son
blancas, las musulmanas... en definitiva, casi todos nosotros. (PRECIADO, 2016,
p. 263)
Finalmente, autoras como
Greta Gaard (1999) y Catriona Mortimer-Sandilands (2011), han problematizado el presupuesto heterosexual de
diversas corrientes ecofeministas, señalando la necesidad de desmantelar la
“naturalización de la heterosexualidad”, la “heterosexualización de la naturaleza”[14], así como la presuposición
del dimorfismo sexual. Dicho cuestionamiento es una tarea urgente para los
antiespecismos, pues las
experimentaciones científicas y otros modos de explotación animal, tienen como
supuesto el régimen heterosexual, así como el determinismo biológico del
binomio macho-hembra en el mundo ‘animal’ (ÁVILA, 2011, p. 8). De ahí la importancia
de pensar animalismos transfeministas que problematicen cómo la naturalización del
dimorfismo sexual y la presuposición de la heterosexualidad han sido funcionales
a la normalización y la explotación de los vivientes animales. También es
importante que aborden los modos en que las sociedades occidentales han
deshumanizado a aquellos cuerpos que no responden a las rígidas normas de lo
cis-hetero-patriarcal. En
palabras de Preciado: “Se trata de volver a poner en cuestión
la epistemología binaria y la naturalización de los géneros, al afirmar que
existe una multiplicidad irreductible de sexos, géneros y sexualidades”
(PRECIADO, 2018), es decir, la cuestión es resistir a las normas que trazan los límites del
reconocimiento, para así apostar por mundos más habitables.
V.
Alianzas multiespecies
Dicen capital humano.
Decimos alianza multiespecies.
Paul B. Preciado[15],
“Decimos revolución” (2013, p.10)
En manada,
cada perra es capaz de morder, de organizarse para vivir fuera del hogar.
Paul B. Preciado y Virginie Despentes, “Prólogo”. En: Devenir Perra (2009, p. 10)
Giorgio Agamben (2006) indicó que la
política occidental es co-originariamente biopolítica, pues establece cesuras sobre la base de las vidas que se
“hacen vivir” (bios) frente a las que
pueden matarse (zoé). En otros
términos: la política occidental supone un ejercicio de administración
sobre la vida, definido por la ‘sub-humanización’ de determinados cuerpos que
son ubicados en posiciones de vulnerabilidad. La distribución diferencial de la precariedad, como ha mostrado
Butler (2002, 2004, 2009), funciona produciendo ‘cuerpos que importan’, vidas
que gozan de protecciones, frente a aquellos que
no importan, esto es, vidas que pueden ser sacrificadas para asegurar el
mantenimiento de la comunidad política. Es justamente la condición de ser
‘cuerpos desechables’ una de las razones que han
posibilitado tejer diversas alianzas entre los feminismos, las apuestas en
torno a la disidencia sexo-genérica, las perspectivas animalistas y las antiespecistas.
En resonancia con lo aquí dicho Preciado afirma lo siguiente:
Somos los jacobinos negros y maricas, las bolleras rojas, los desahuciados
verdes, somos los trans sin papeles, los animales de laboratorio y de los
mataderos, los trabajadores y trabajadoras informático-sexuales, putones
diversos funcionales, somos los sin tierra, los migrantes, los autistas, los
que sufrimos de déficit de atención, exceso de tirosina, falta de serotonina,
somos los que tenemos demasiada grasa, los discapacitados, los viejos en
situación precaria. Somos la diáspora rabiosa. Somos los reproductores fracasados de la tierra, los
cuerpos imposibles de rentabilizar para la economía del conocimiento,
(PRECIADO, 2013, p. 12).
Es menester, pues, establecer alianzas oblicuas entre todas aquellas formas de
vida desechadas por la ficción humanista. Apostar por otros modos de habitar lo
común entre cuerpos y por otras políticas de lo viviente que no reproduzcan esa
“matriz inmunitaria y sistemáticamente violenta del individuo (neo)liberal,
capitalista, propietario, su cuerpo privatizado y conyugalizado” (GIORGI, 2014,
p. 41). Si, como indica Butler, las concepciones normativas de lo humano
producen, a través de diversos procesos de subordinación, una multitud de
“vidas inhabitables” (BUTLER, 2004, p. 17), el reconocimiento de la
vulnerabilidad común puede ser un punto de partida para desmantelar la ficción del
sujeto autónomo, en tanto la precariedad señala la exposición recíproca, ese
existir fuera de sí, en relación con los otros de quienes dependemos para
existir (GIORGI, 2017, pp. 7-11): la supuesta independencia del Sujeto soberano es
refutada por los históricos Otros del ideal humanista[16].
En Marcos de guerra (2009) Butler utiliza el término precarity (precaridad) diferenciándolo
de precariousness (precariedad) a fin
de sostener que, aunque toda la vida corporal
sea vulnerable a la violencia, existe un cuidado diferencial de la vida de
acuerdo con marcos de reconocimiento que diferencian entre vidas habitables e inhabitables.
Precarity, entonces, refiere a
aquella condición “políticamente inducida”
por la cual ciertas poblaciones “están diferencialmente más expuestas a los
daños, la violencia y la muerte” (2009, p. 46). De este modo, la filósofa
feminista argumenta que la conexión de las vidas en base a su exposición
diferencial a la precariedad es un lugar privilegiado para pensar alianzas
ético-políticas. En sus palabras: “la precariedad -ese término generalizado y,
en cierto sentido, mediador- podría operar, está operando ya, como un campo en
donde se pueden establecer alianzas entre ciertos grupos que, aparte de ser
considerados desechables, no tienen mucho más en común” (BUTLER, 2017, p. 34). La precaridad nombra la
condición de subordinación compartida por aquellos que no responden a las
‘normas de lo humano’, es decir, aquellos cuerpos marcados por la subalternidad:
animales no humanos, maricas, lesbianas, mujeres cis y trans, cuerpos
empobrecidos, racializados, entre otros.
Las
alianzas que partan de la premisa de la interdependencia y de la vulnerabilidad
común invitarían a procesos de resistencia contra aquellos dispositivos normalizadores, a fin de tejer redes que enfrenten los regímenes
de subordinación que sentencian las jerarquías sobre lo viviente. De acuerdo con Preciado, nuestra mayor urgencia
no es defender lo que somos, “sino rechazarlo, des-identificarnos de la
coerción política que nos fuerza a desear la norma y a repetirla. Nuestra praxis productiva es desobedecer las
normas de género y sexuales” (PRECIADO, 2018), lo cual conllevaría, además,
desobedecer las normas de lo humano, horadar el presupuesto de la especie como
norma de reconocimiento. De ahí que sea urgente reflexionar sobre el lugar
transversal que ocupa la deconstrucción de ‘lo animal’, para desmantelar la
maquinaria humanista, interrogando tanto las normas sexo-genéricas, así como, en
términos más generales, las cesuras biopolíticas que definen modos de vida
legítimos e ilegítimos.
Asimismo, la deconstrucción del
dispositivo de lo humano no implica solamente horadar las distribuciones
diferenciales, sino también poner en juego apuestas ético-políticas
alternativas que potencien las alianzas multiespecies: modos de lo común
hospitalarios y habitables en los que no hay una propiedad que delimite
un espacio de lo común, sino la promesa de construir otros modos de existir con
y entre los otros en la diferencia radical (GONZÁLEZ, 2019). Las alianzas
multiespecies, como las denomina Preciado, convocan a otras
formas de tejer el espacio de lo común, a la reinvención de otros mundos, donde
sean posibles espacios de cuidado que conduzcan a la redistribución de la
precariedad colectiva. Es en esas apuestas, por alianzas, ensamblajes y
agenciamientos entre formas de vida, que será posible reconfigurar redes de interdependencia
que socaven la norma humana: su producción especista, capacitista, racista y
cisheteropatriarcal. El animalismo nos arroja, entonces, al tiempo de lo imposible:
El
cambio necesario es tan profundo que parece imposible. Tan profundo que es inimaginable. Pero lo imposible es lo
que viene. Y lo inimaginable es lo debido. ¿Qué fue más imposible o más
inimaginable: el esclavismo o su abolición? El tiempo del animalismo es el
tiempo de lo imposible y de lo inimaginable. Nuestro tiempo: el único que
tenemos (PRECIADO, 2014).
[1] De
ahí el surgimiento de diversas apuestas por un transfeminismo antiespecista en
Argentina, España y otros lugares.
[2] El cual
es también especista, heterosexual, cisexista y capacitista.
[3] Para el filósofo francés el humanismo ha inventado
las soberanías sometidas que son: “el alma (soberana sobre el cuerpo, sometida
a Dios), la conciencia (soberana en el orden del juicio, sometida al orden de
la verdad), el individuo (soberano titular de sus derechos, sometido a las leyes
de la naturaleza o a las reglas de la sociedad), la libertad fundamental
(interiormente soberana, exteriormente consentidora y «adaptada a su
destino»)”, (FOUCAULT, 1994, p. 226).
[4] Término acuñado por Gayle
Rubin en su conocido texto El tráfico
de mujeres: notas sobre la “economía política del sexo” (1975).
[5] En palabras de la autora:
“En el desarrollo de los feminismos del siglo XX, no se hicieron explícitas las
conexiones entre el género, la clase, y la heterosexualidad como racializados.
Ese feminismo enfocó su lucha, y sus formas de conocer y teorizar, en contra de
una caracterización de las mujeres como frágiles, débiles tanto corporal como
mentalmente, recluidas al espacio privado, y como sexualmente pasivas. Pero no
explicitó la relación entre estas características y la raza, ya que solamente
construyen a la mujer blanca y burguesa. Dado el carácter hegemónico que
alcanzó el análisis, no solamente no explicitó sino que ocultó la relación. Empezando
el movimiento de «liberación de la mujer» con esa caracterización de la mujer
como el blanco de la lucha, las feministas burguesas blancas se ocuparon de
teorizar el sentido blanco de ser mujer como si todas las mujeres fueron
blancas” (LUGONES, 2008, p. 94).
[6]
Según la autora: “Una genealogía política de las ontologías del género, si es
exitosa, deconstruirá la apariencia sustancial del género en sus actos
constitutivos, a la vez que localizará y dará cuenta de esos actos dentro de
los marcos obligatorios establecidos por las diferentes fuerzas que custodian
la apariencia social del género” (BUTLER, 2007, p. 67)
[7] En sus palabras: “no hay el
Animal en singular general, separado del hombre por un solo límite indivisible.
Es preciso afrontar que hay unos 'seres vivos' cuya pluralidad no se deja
reunir en una sola figura de la animalidad simplemente opuesta a la humanidad”
(DERRIDA, 2008, p. 65)
[8]
Jan Dutkiewicz
indica que el producto (el animal) debe ser preconcebido para tener ciertas
características biológicas (cierta tasa de crecimiento, alta fertilidad para
las “hembras” y una producción específica de carne deseada por los
consumidores, etc.); los animales deben entonces criarse de tal manera que se
maximice su capacidad biológica para la creación de carne mientras se controla
el riesgo que representa su animalidad (prevenir enfermedades, ciertos
comportamientos, huidas).
Se trata de una maximización de sus capacidades vitales con el interés de
aumentar su productividad, (DUTKIEWICZ, 2013, pp. 296-307).
[9] Para um
abordaje del concepto derridiano de “carno-falogocentrismo” en relación con
apuestas feministas puede consultarse mi artículo denominado “Lo animal como
lugar de resistencia ante la trama sacrificial de la filosofía” (GONZÁLEZ,
2019)
[10] Por lo dicho hasta aquí son
claras las resonancias entre algunas tesis sostenidas por Adams con ciertos desarrollos en torno
a la cuestión animal presentes en la obra de Derrida, particularmente entre la
noción de “política sexual de la carne” y el concepto derridiano de “carno-falogocentrismo”.
Se trata de nociones que abordan ciertas tendencias que caracterizan la constitución
del sujeto propiamente humano, a la vez que sugieren posibles vínculos entre
apuestas políticas de transformación social. (Cfr. ADAMS & CALARCO, 2016,
pp. 31-53)
[11] Rasmus R. Simonsen ha argumentado
que rechazar la carne no solamente implica tomar una posición en contra de la
cultura patriarcal: también es, en ciertos contextos, una manera de resistir a
la heteronormatividad (SIMONSEN, 2012, pp. 51-81).
[12] Respecto al cisexismo de Adams
véase HAMMER (2010a, 2010b)
[13] Carrie Hamilton se hace eco de las palabras de
Mirha-Soleil Ross para cuestionar los argumentos de Adams: “Si alguien va a
empezar a escribir artículos y a desarrollar teorías que vinculen la carne con
la pornografía y la prostitución y la llamada objetivación de los cuerpos de
las mujeres, entonces insisto en que nosotras -como prostitutas y trabajadoras
sexuales- seamos las primeras en ser consultadas sobre estos temas” (ROSS citado en VAUGHN, 2003).
[14] Para Alice Gabriel si el
ecofeminismo tiene como una de sus tareas ampliar su capacidad de diagnóstico
interseccional, para pensar y actuar teniendo en cuenta el cruce entre las
diferentes opresiones, el ecofeminismo ha de ser queer (GABRIEL, 2011, pp.167-174.)
[15] Dice Preciado (2015): “Por
mi parte, yo he empezado el año pidiendo a mis amigos cercanos, pero también a
aquellos que no me conocen, que cambien el nombre femenino que me fue asignado
en el nacimiento por otro nombre. Una deconstrucción, una revolución, un salto
sin red, otro duelo. Beatriz es Paul.” Por ese motivo sus textos anteriores a
2015 serán referenciados como Paul B. Preciado.
[16] Para este tema remito a
GONZÁLEZ, ÁVILA & GÓMEZ (2017).
Artículo de Anahí Gabriela González
Anahí Gabriela González es una de las directoras
de la Revista Latinoamericana de Estudios Críticos Animales y está haciendo un
doctorado en filosofía en la Universidad Nacional de San Martín y la Université
Paris VIII. También es docente de la Universidad Nacional de San Juan
(Argentina).
Ha publicado algunos textos sobre las relaciones entre antiespecismos y transfeminismos.
Este trabajo fue incluido en un dossier especial sobre género, titulado "GÊNERO DISCURSIVIDADE E TRANSVERSALIDADES".