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EL NO-LUGAR EN EL ENSAYO “VOCES TRANSGRESORAS" por EDUARDO NABAL y JUAN ARGELINA

"Voces transgresoras. Una memoria queer de la cultura insumisa" de Eduardo Nabal y Juan Argelina

La reescritura de la historia es imprescindible, no solo para abrir grietas a través de lo fantástico o lo improbable, sino también para atrevernos a lanzar una mirada «queer» y feminista como desafío al canon heterocentrado, tal y como podemos interpretar ahora a la «mujer pantera» con su secta de «hermanas serbias», poniendo de relieve su sentido de pertenencia lesbosocial, al igual que vemos los ecos de Virginia Woolf en la obra de escritoras como Jeanette Winterson, siempre moviéndose entre el tiempo y el espacio, regresando a la fuente que representó Mary Shelley para dibujar un futuro sombrío en manos de hombres que se enriquecen fabricando muñecas sexuales y que esperan la inmortalidad en la criogenización.


Su novela Frankissstein (2019) es, además de una «vuelta de tuerca» al mito primigenio, un severo cuestionamiento del papel de las mujeres en el nuevo diseño del destino humano, y un desafío al pasado y sus relatos dominantes. En su ensayo 12 bytes. Cómo vivir y amar en el futuro (2022) la figura de Mary Shelley le sirve de nuevo, junto a la de Ada Lovelace, para enfocar el paradigma tecnológico de nuestro tiempo en el inicio de la era industrial: la primera como creadora del primer ser humano sin un origen-destino femenino. La segunda, hija de Lord Byron, como adelantada en los códigos binarios que harían posible el almacenamiento de memoria en máquinas inteligentes. Es llamativo que fuera el código binario el que estableciera el principio matemático de la inteligencia artificial primigenia, haciéndolo coincidir con el de las estructuras de aprendizaje cultural de nuestra sociedad occidental, cuya herencia mitológica y religiosa Winterson analiza muy bien, hasta llegar a la dependencia algorítmica actual, que nos dificulta cruzar los límites del binarismo, incluso dentro del colectivo LGTBIQ, históricamente castigado por su imposición represiva. La ciencia-ficción se convierte en realidad al servicio de la expansión sin límites de las ambiciones de un capitalismo capaz de apropiarse de todo, según Winterson, que nos muestra una cruda realidad en la que los nuevos gigantes de la comunicación virtual y el comercio digital no solo han construido un «mundo colmena» dirigido a «guiar» y «controlar» los deseos colectivos haciéndolos pasar por individuales, sino que han asumido y perpetuado por medio de esos algoritmos los mismos prejuicios y discriminaciones que ya dominaban el espacio heteropatriarcal y colonial preexistente. Nos advierte de las consecuencias de la progresiva e imparable invasión de la inteligencia artificial en nuestras vidas y, aunque no se atreve a calificarla como distópica, es consciente de que su desarrollo ha sido posible dentro de una estructura social basada en parámetros filosóficos machistas, clasistas y racistas, heredados del tradicional discurso burgués heteropatriarcal y colonial que excluye a todos aquellos sectores (discapacitados, sexualmente divergentes, pertenecientes a grupos étnicos no blancos, etc.) que no encajan en los esquemas diseñados por y para la élite que controla los medios.


La necesidad de enlazar tiempos y espacios para comprender la reproducción de roles y deconstruir o anular las claves de un comportamiento cultural generador de prejuicios y exclusión, fue la base de la obra de Shirley Jackson, que ya había cargado contra la familia tradicional utilizando el terror gótico con un humor surrealista y construyendo puentes entre generaciones con fuertes nudos de unión, en los que unas se reflejaban en el espejo de otras con sus mismas señas identitarias. Los relatos de Octavia Butler (Parentesco, Bloodchild, La parábola del sembrador) la tomaron como referencia, aunque ésta se decantó por la elaboración de distopías no muy alejadas de futuros posibles, en las que las estructuras tradicionales de relación y convivencia se desmoronan, y las nociones de género se difuminan. Aunque ni los viajes en el tiempo ni la denuncia del esclavismo son nuevos en la literatura afroestadounidense, a principios de los años 70 Octavia Butler escribió su terrible y magistral Parentesco, llena de paradojas y situaciones de tensión y crueldad: Dana, una joven negra, viaja al pasado esclavista del siglo XIX, en el que ve y sufre todo tipo de humillaciones, pero, de este modo, logra entender el reflujo de los prejuicios vigentes sobre la raza en el mundo que habita más de cien años después. En Parentesco las mujeres negras del pasado son violadas o tratadas como niñas díscolas mientras la tiranía y prepotencia de sus amos no conoce límites. En Mujer al borde del tiempo, Marge Piercy realiza otra compleja y aún más poética, barroca y compleja incursión en los laberintos del encierro y en la capacidad de viajar a través del tiempo para comprender el presente, incluyendo además la diversidad sexoafectiva, la rebelión contra la dictadura médica y esa «herejía lesbiana» ya puesta en la mesa por escritoras como Audre Lorde o Alice Walker.


La antropología también ha servido para construir universos de ficción y escenarios imaginarios en los que proyectar alternativas a las estructuras heteropatriarcales y heteronormativas. Si Butler se centró en la construcción de imaginarios biológicos en los que los cuerpos eran capaces de asumir funciones distintas a las que estamos acostumbrados, Ursula K. Le Guin, hija del antropólogo Alfred Kroeber, buscó escenarios de conflicto cultural, aunque ambas elaboraron alegorías fantásticas sobre realidades muy cercanas a su propia experiencia vital.


El verdadero viaje es el retorno. Estas palabras, pronunciadas al final de Los desposeídos por su protagonista, expresan el sentido catártico e iniciático de las obras de Le Guin, en las que la mitología no se aprecia como una serie de aventuras desenfadadas, sino que toma la forma de los fenómenos arquetípicos propios de la tradición griega. A las descripciones minuciosas de las sociedades, su pensamiento, sus costumbres y su política, siguen las reflexiones y contradicciones internas de sus protagonistas acerca de su relación con el choque cultural que experimentan, de tal modo que nos incita a hacerlas nuestras. 


La ciencia ficción, un género considerado menor, fue tradicionalmente campo abonado para el conservadurismo político, que vio en él un instrumento para reproducir los patrones clásicos del sistema patriarcal masculinista y capitalista, como las historias norteamericanas de superhéroes demuestran. Unas historias repletas de violencia en las que siempre el orden se salvaba gracias a su fortaleza sobrehumana, o bien se justificaba la destrucción de otros mundos, cuando no se les colonizaba, siguiendo el modelo existente en una sociedad marcada por la premisa de la desigualdad y el miedo al «otro». Es verdad que esto ha cambiado últimamente, y, sobre todo en el cine, se observan cambios significativos vinculados a la crisis de ese modelo y a la necesidad de mostrar un cierto sentido «ecologista» (Avatar), pero nos seguimos encontrando con un verdadero océano de odio, que no hace sino confirmar la enorme resistencia existente a la hora de reflexionar mínimamente sobre nosotros mismos en relación con la realidad que vivimos.


Ya en 1961 Stanislaw Lem nos ofreció una magnífica ocasión para la introspección en Solaris, llevada magistralmente al cine por Tarkovski en 1972. Aquí los protagonistas luchan contra sus propias fobias y deseos reprimidos, encarnados físicamente por la acción de un planeta, que en sí mismo es un organismo vivo que actúa sobre su mente. No obstante, la acción continúa con la lógica del enfrentamiento ante la hostilidad de otro mundo incomprensible. En Le Guin, esos mundos son accesibles y profundamente «humanos», con toda la gama de problemas y diversidad que representan las preocupaciones esenciales de nuestra vida: la organización social, la identidad de género, el feminismo, el racismo... Fue la primera escritora en explorar la sexualidad, la etnología o la ecología en la literatura fantástica. Su obra está en las antípodas de Tolkien, a quien por otra parte admiraba por la minuciosidad de su creación de un mundo basado en las tradiciones célticas, pero que no dejaba de ser eurocentrista y hasta racista cuando se trataba de señalar a los enemigos del mundo que describía (ese «Oriente», aliado del mal, que Peter Jackson nos mostró caracterizado por ejércitos formados por elefantes y soldados ataviados con turbantes y por armadas de piratas berberiscos). No, Le Guin no busca la épica. Sus Crónicas de Terramar (Un mago de Terramar -1968-, Las tumbas de Atuan -1972-, La costa más lejana -1974-, Tehanu -1990- y En el otro viento -2001-) transcurren en un mundo de pequeñas islas, un entorno marino alejado del tradicional marco europeo, que podría situarnos en Oceanía, mezclando tradiciones vikingas, incas y japonesas. La búsqueda o el replanteamiento de la identidad es una constante que se desarrolla a través de un viaje en el que la experiencia del autoconocimiento se produce por medio del encuentro con la diferencia. Siempre hay un escape de la «zona de confort» para escudriñar en el análisis del otro.

"Voces transgresoras. Una memoria queer de la cultura insumisa" de Eduardo Nabal y Juan Argelina

Su concepto del feminismo pondría nerviosa a más de una «terf»: Si una feminista es alguien que piensa que el género es en gran medida una construcción social, y que nada justifica el dominio social de un género sobre otro, entonces soy feminista, dijo. Y con esta idea publicó La mano izquierda de la oscuridad (1969), en la que un hombre llega a un planeta donde sus habitantes son capaces de cambiar de sexo a voluntad. La reflexión sobre cómo sería un mundo sin conflictos de género hace pensar en la irrelevancia de la guerra: sin divisiones sexuales quizás no existiría el nacionalismo. Al no haber un sentido de la confrontación interpersonal, se intuiría que cualquier tipo de distinción sería arbitraria. Esta distopía creó una polémica bastante grande en su día, aunque hoy su carácter subversivo no es tan significativo, ya que, aunque se producía una empatía intergénero, no se cuestionaba la identidad sexual durante las etapas en las que esa identidad se manifestaba en cada individuo. Aun así, el reto estaba echado, y fue la base de ficciones feministas posteriores, como Memorias de una superviviente (1974), de Doris Lessing, o Mujer al borde del tiempo (1976), de Marge Piercy.


Sin embargo, Le Guin no comparte el pesimismo de las distopías sobre el futuro, y prefiere describir situaciones en las que los conflictos interculturales se resuelven mediante la autocrítica, como se demuestra en la que consideramos su obra maestra: Los desposeídos (1974), en la que analiza lo que podría ser una sociedad anarquista y su enfrentamiento con el capitalismo y el comunismo de Estado. En contraste con la novela de William Golding, El señor de las moscas (1954), que indaga en el efecto que tiene sobre los niños una vida desprovista del orden de los adultos y acaba en pesadilla, donde la inocencia deja paso a una desmedida propensión al mal, Le Guin nos propone una sociedad equilibrada, donde la falta de recursos se compensa con una cultura basada en compartir dentro de un sistema igualitario. Viajamos con su protagonista, Shavek, a través de tres mundos opuestos y recelosos entre sí, encontrando situaciones chocantes, unas cómicas y otras dramáticas, que nos sugieren que los individuos se forman a sí mismos en contacto con sus opuestos y aprenden de la diferencia. Le Guin apuesta por el anarquismo, a cuyo mundo retorna el protagonista, sin importarle la reacción de sus compañeros ¿Utopía o distopía? Ella misma la subtituló «una utopía ambigua», y reconoció que nada es perfecto. 


Ahora que la distopía está en nuestra cotidianidad, y que reconocemos como actuales los terribles contenidos futuristas de los capítulos de Black Mirror, la lectura de los libros de Le Guin, especialmente de Los desposeídos, resulta reconfortante. Especialmente en su uso del lenguaje. Su mirada de antropóloga es minuciosa. Cuida los detalles, recordándonos que la forma en la que describimos el mundo crea nuestro comportamiento y construye las relaciones que mantenemos con él. ¿Cómo nombrar el género de quien no lo tiene? ¿Cómo modificar gramaticalmente las relaciones de posesión? El aprendizaje cultural nos ha impuesto tanto el primero como las segundas, y no nos liberaremos hasta que no aprendamos otro método de referirnos a ellos. La cultura anarquista de la novela lo había entendido así, y todos compartían la misma experiencia vital. Solo por esto, su lectura es enormemente sugestiva. Imaginaba a los indígenas, cuyas culturas fueron masacradas por la expansión colonial, realizando un retorno imposible a su mundo natal y compartiendo sus experiencias de un mundo incomprensible.

Video presentación de "Voces transgresoras" por Juan Argelina


“Alicia en el país de las maravillas” y “Alicia a través del espejo” de Lewis Carroll están impregnadas de la nostalgia de la conciencia del tiempo, de que la protagonista crecerá algún día y tendrá que abandonar su «no-lugar» lleno de «maravillas», una triste metáfora, no sólo del paso de la infancia y la adolescencia a la madurez, sino también de los inexorables cambios de una sociedad como la británica del XIX ante el avance del progreso capitalista en el contexto del imperialismo colonial. El director checo Jan Svankmajer convirtió el sueño en pesadilla, porque, despojado de su estética de cuento de hadas, todo el país de las maravillas parece más maldito que fantástico. El viaje lisérgico pasa por la contemplación, la introspección y la revelación final que desintegra el mundo del subconsciente para lanzarnos de vuelta a la realidad, sin saber quién es el que ha soñado la historia, ¿Alicia, el rey rojo o el lector? Es imposible saberlo, porque después de patinar varias veces sobre el hielo trazando el nombre de Alicia, éste se quiebra. Sólo hemos percibido la misma experiencia dramática sobre esta historia en la representación teatral que Lindsay Kemp realizó a partir de la novela. Alicia despierta de su experiencia onírica al igual que el investigador de El Talón de Hierro, de Jack London, va despertando la realidad histórica tras el descubrimiento de un manuscrito perdido siglos atrás. El propio Marx incidía en ese despertar de la conciencia tras la pesadilla de siglos de explotación. En el fondo, la manipulación de estos textos, por medio de una interpretación interesada, no ha hecho sino mantenernos en ese estado de letargo y sumisión a discursos huecos, expresados hoy día a través de los mass media, las redes sociales y los «reality shows». La «sociedad del espectáculo» de Guy Debord no es más que la continuación analítica de las metáforas distópicas del pasado, poco a poco materializadas en el presente.


Reseña de Eduardo Nabal y Juan Argelina



"Voces transgresoras. Una memoria queer de la cultura insumisa" de Eduardo Nabal y Juan Argelina


Edita Bohodón Ediciones


"Voces transgresoras es un recorrido crítico por la historia reciente de la creación literaria y cinematográfica que ha supuesto una reacción contra las normas heteropatriarcales y excluyentes en lo sexual, racial y sociopolítico, presentes en nuestras relaciones sociales desde las revoluciones burguesas del siglo XIX. El género, la clase, la sexualidad, la edad, la capacidad, la etnia o la condición demigrante, han sido factores de marginación y segregación en un contexto de supremacía occidental del mundo. Este libro se acerca a la creatividad de todos esos colectivos mayormente ignorados por su condición «subversiva», en diversos lugares y momentos históricos, desde una perspectiva «queer» y feminista, a fin de comprender su forma de cuestionar un orden que les ha despojado de su identidad y su memoria"