miércoles

Prólogo del cómic MI ADOLESCENCIA TRANS por ALANA PORTERO

Mi adolescencia trans. Fumetti Brutti

Mi adolescencia trans, de Yole Signorelli, funciona como un dispositivo de ruptura de coordenadas, como una brújula que apunta directamente a los malos aprendizajes, como un mapa que cambia cada vez que lo miras, como una galería de espejos enfrentados y un diario al que no se le puede mentir. 

Si te asomas a esta obra buscando las habituales narrativas trans de autodesprecio, cuerpos equivocados, miseria y glorificación mórbida del dolor, quiero adelantarte que no vas a encontrar nada de eso en estas páginas, aclarado esto, te invito a que le des una oportunidad a Yole y conozcas una de las muchas realidades trans posibles de primera mano.
Cuando las personas trans reclamamos el derecho a contar nuestras propias historias y a tener cierta exclusividad en ello, lejos de apelar a criterios censores, intentamos corregir una anormalidad histórica y cultural que nos mantiene en posiciones de precariedad insoportables.

Narrativas

Es el momento de reconocer que las aproximaciones de artistas cis –es decir, personas que no son trans- a nuestras realidades han fallado estrepitosamente. Su tendencia a la hipérbole y al sensacionalismo han apuntalado una narrativa universal a través de la cual las personas trans aparecemos deformadas por el sufrimiento, la violencia, la burla y el abandono. Cargas de las que no se puede huir, narrativas que se filtran a la realidad y empeoran unas condiciones materiales ya de por sí complicadas. Si no transitan terrenos hiperdramáticos, lo hacen desde el humor basado en la ridiculización y los estereotipos que esa misma cultura trans, sin personas trans, ha perpetuado durante décadas.

¿Has pensado alguna vez cómo se veía a sí misma esa niña trans de los ochenta, dentro del armario o en plena confusión, cuando todo el mundo se reía a carcajadas a su alrededor en el cine mientras Cocodrilo Dundee echaba de un bar, con agresión sexual previa, a aquel «tío vestido de tía»? ¿Y esa adolescente de los noventa que tenía que fingir lo gracioso que era Jim Carrey lavándose la boca y frotándose con repugnancia en la ducha después de haber besado a la mala de Ace Ventura que había resultado ser trans? ¿Cómo autopercibirse después del vómito del protagonista de Juego de lágrimas al descubrir los genitales de la mujer que le vuelve loco? ¿Cómo reaccionar ante la avalancha de reconocimiento a una película como La chica danesa, máximo exponente del tropo del cuerpo equivocado y únicamente pensada para satisfacer el morbo y las expectativas cis sobre las vidas trans?


La del cuerpo equivocado quizá sea la gran narrativa que ha desbordado los contornos del recurso literario o los límites expresivos. El ejemplo perfecto. Durante mucho tiempo las personas trans hemos tenido que explicarnos a través de un lenguaje creado por otros, un lenguaje que no podía ajustarse a nuestra experiencia y que solo nos ha servido para contarnos a brochazos gruesos. Ese lenguaje, a menudo exportado de la clínica blanca, cis, heterosexual, occidental y capitalista, es el lenguaje del enemigo, el lenguaje que nos condena a la otredad, a la deshumanización y a las hipérboles. Nacer en el cuerpo equivocado es una expresión que nos ha servido para explicarnos mientras no teníamos herramientas dialécticas propias, pero está muy lejos de ajustarse a las múltiples experiencias trans. 

Producir subjetividades cuya únicas dinámicas rectoras son el odio, el dolor o la burla, transforma la percepción que se tiene de las realidades trans y torpedea toda posibilidad de inclusión. Cada vez que se priva de espacio y visibilidad a una creadora trans se está contribuyendo a perpetuar esa condición de otredad, necesaria para deshumanizar y, en último caso, apartar, marginar o eliminar. 

Si tienes este cómic en la mano y no habías pensado en todo esto antes, te invito a que seas consciente de la cantidad de engranajes positivos que pones en marcha dándole una oportunidad. Lo cambia todo.

El cuerpo como campo de batalla

P., la protagonista de esta historia, habita su cuerpo adolescente desde la neutralidad, desde una posición intermedia y fuera del binarismo. P. es un cuerpo en marcha que necesita transitar por un limbo de género personal para ganar tiempo y entender qué camino necesita tomar. A menudo se entienden las transiciones de género como vivencias que tienen un principio y un final perfectamente delimitados, generalmente asociados a la intervención clínica. No existe un día cero en un proceso semejante, desde luego tampoco un final.

Transicionar también es explorar, dar marcha atrás o detenerse. Es muy difícil aislar el día exacto en el que una siente que algo no funciona, que está perdida en el sistema de género y que necesita cambiar las cosas. Todo eso es transicionar. El proceso de autoexploración y toma activa de decisiones que busca la autodeterminación en el sistema de género. Esto nunca termina y no es constante. La idea de que una transición comienza con la primera dosis de hormonas y termina el día que se alcanza un aspecto perfectamente adecuado al del género hacia el que se realiza el tránsito (el passing) es otro tropo extendido para hacer la presencia de las vidas trans más cómodas a ojos y sensibilidades cisheterosexuales. A veces ni siquiera existe un género concreto hacia el que transitar. Las vidas trans no binarias existen y deben ser reconocidas.


La protagonista de Mi adolescencia trans, P., está ya embarcada en esa búsqueda desde el principio. Suele describirse este cómic como la vivencia previa de una chica trans antes de comenzar su transición. No es así, de nuevo la mirada cis filtra información a su conveniencia. P. está rechazando desde la primera página el lugar que el sistema de género le había asignado al nacer. Está dando la batalla desde su posición fuera del binarismo. Ya ha iniciado el viaje y lo está haciendo con un ejemplo de libertad demoledor, pura acción queer sin pretenderlo. Sin nombre y sin género asignable. El cómic avanza y no sabemos si permanecerá en esa deriva no binaria o necesitará llegar a otro lugar. Tenemos más prisa que P.  Somos víctimas de esa superestructura patriarcal que nos obliga a decantarnos por uno u otro extremo del espectro del género demasiado pronto. Las vidas trans, y estoy convencida también que las vidas cis, necesitaríamos más tiempo para saber qué nos pasa, poder compartir la senda de la duda, adentrarnos en espacios sin miedo a desandar nuestros pasos, saber que ninguna conclusión es firme y que toda decisión relativa a quiénes somos está sujeta, siempre, a la propia impugnación.

A falta de unas condiciones materiales seguras y de un sistema económico y social que nos ampare en esa búsqueda, las personas trans solemos realizarla desde cierta clandestinidad del cuerpo. Atendiendo a la carne como único lugar sobre el que tenemos alguna posibilidad de intervención, aunque sea fuera de marcos legales y morales, aunque sea peligroso.

Cada una a su manera, cada una con su intensidad. Desde los juegos estéticos con el cerrojo de la puerta echado hasta la sensación de abandono y ligereza que puede dar la promiscuidad.

Reconozco mis primeros años como adulta en la adolescencia de P. Mi generación (1978) ha llegado casi siempre tarde a la vida y hemos ido posponiendo etapas vitales una detrás de otra. Pero me reconozco en la externalización de la búsqueda del ser, en ese dejarlo en manos de lo que otros puedan hacer con nuestro cuerpo para comprenderlo mejor, en la persecución de la validación usando un sometimiento indiferente como herramienta y poniendo el cuerpo a disposición de deseos ajenos. En la compulsión del consumo también hay reconocimiento, el tabaco, el alcohol o las drogas no son más que la versión trascendente de esa externalización de la búsqueda. Su rostro etéreo. Estímulos, dañinos, que duda cabe, que nos recuerdan que seguimos ahí y que reaccionamos al placer y al dolor.

Dice la teórica queer y feminista Sara Ahmed que podemos describir el deseo heterosexual y la experiencia cis como una corriente poderosa que habitamos desde que nacemos y que configura el espacio para que nada se tuerza o cueste mucho trazar trayectorias contracorriente, nados paralelos, descanso en algunos meandros o el abandono del cauce. 

Es cierto que nos desenvolvemos diferente dependiendo de nuestro género, de la expresión del mismo y de nuestra sexualidad. Hace algunos años, un antiguo amigo mío, hombre trans, me describió los efectos de su recién adquirido pero imponente passing, como «ir por el mundo como si todo fuese el salón de tu casa y pudieras poner las piernas sobre cualquier mesa sin consecuencias». Una interiorización de la masculinidad clásica que me dio escalofríos pero que, reconozcamos, no puede ser más acertada. La heteronorma y el patriarcado como prácticas sociales, culturales y económicas operan como una ordenación de la orografía pública y privada, facilitando nuestra desenvoltura por la misma, nuestro acceso a objetos, cuerpos e intimidades, en función de nuestra adecuación a las categorías que sostienen esa orografía. El deseo cisheterosexual, en tanto que público y constituido norma, es premiado con una gama de movimientos mucho más amplia para los individuos que lo nutren. El espacio es suyo, su intimidad puede desbordar las paredes del hogar, sus manos se encuentran y entrelazan sin problema en la calle, locales de ocio y centros de trabajo. 

Al contrario, las sexualidades no normativas y/o los cuerpos trans habitan el espacio público con diferentes grados de alerta que impiden una intimidad relajada. Las manos se encuentran con cautela y se alejan de forma abrupta, las voces se modulan, los gestos dependen de una calibración precisa del entorno. Ser gay, lesbiana, bisexual y/o habitar un cuerpo trans se penaliza con un esfuerzo extra para alcanzar y habitar objetos, cuerpos y espacios.
Es esta fenomenología cisheterosexual de los espacios en la que los cuerpos trans se convierten en campos de batalla. Han de hacerse hueco a fuerza de soportar fricciones. No se libran batallas personales, de piel hacia dentro, se confrontan realidades materiales precarias y son estas las que, a veces, salen victoriosas y consiguen llevar la guerra al interior de los cuerpos. El autodesprecio no se lleva de serie, se inocula como vacuna contra la posibilidad de desafiar la cisheteronorma.

Esta adolescencia trans de Yole Signorelli

Estamos ante la belleza de la simplicidad. Ante la capacidad de contar una verdad no siempre cómoda –a veces dolorosa y a veces divertida– a través de una mirada amorosa al propio pasado, sin espacio para la condescendencia. Hay también un sentido del humor amargo, un distanciamiento necesario para poder ser precisa y no dejarse llevar por la sentimentalidad.


Se ha destacado de esta obra su capacidad para prenderle fuego a todo, su descaro y su naturaleza de bofetada en la cara al lector comedido. Creo que esas alabanzas forman parte del sensacionalismo cisheterosexual que ve en cada obra trans la evisceración de un extraterrestre. El sexo y las drogas presentes en esta historia no hacen de ella nada especial, acaso colorearla. Esta no es una historia de hormonas y semen como suele venderse. Yole Signorelli no pretenden ser Dennis Cooper.


En Mi adolescencia trans nos encontramos con la verdad vista desde el desafío andante que supone ser un cuerpo trans. Lo que se percibe como edgy no es más que una vida trans entre tantas, una muy bien contada, que no se ahorra detalles ni recurre a hipérboles dramáticas para llegar a sus lectores. Lo que hace de esta obra un manifiesto salvaje es que la autora no pone excusas, no se arrepiente de sí misma y no narra desde la sumisión. Ese orgullo, ese descaro, es lo que solivianta al lector cishetero melindroso y le hace dar grititos de marqués indignado como si le hubiera abofeteado el mozo de cuadra. Una mujer trans que, a través de estas viñetas, mira a los ojos en lugar de agachar la cabeza. Un ejercicio de insumisión que no necesita artificio alguno para funcionar, solo ser narrado desde la verdad y en primera persona.

No hay artefacto cultural más poderoso que el capaz de transmitir dignidad, orgullo y fiereza a quien lo necesita. Este cómic, sin duda, lo es.


Alana Portero, 27 de abril de 2020, Madrid

Alana PorteroMadrid, 1978. Escritora, dramaturga, historiadora y activista.

+ INFO: MI ADOLESCENCIA TRANS publicado por la editorial Continta Me Tienes

Sobre la autora

Josephine Yole Signorelli (FumettiBrutti) nació en Catania, Sicilia, en 1991. Es un fenómeno de los cómic italianos. Su debut editorial, Romanzo esplicito (Feltrinelli Comics, 2018) fue muy aclamado por la crítica (no solo de cómics), con este libro ganó el premio Micheluzzi al mejor primer trabajo, el Premio Cechetto y el Gran Guinigi al mejor debut, 2019. Mi adolescencia trans ha sido un éxito en Italia.