(...) En el patriarcado colonial, el silencio había sido durante años la más eficaz de las técnicas de control y de dominio. Y ahora, ese régimen de poder, de captura cognitiva y de explotación sexual que se llama Iglesia católica empieza a derrumbarse. La publicación del informe CIASE, sobre los cientos de miles de crímenes sexuales cometidos en y por la Iglesia francesa desde 1950 producen el efecto de una explosión en el lenguaje. No sólo los enunciados están cambiando: los cuerpos silenciados se convierten ahora en sujetos de la enunciación. Contrariamente a lo que ocurrió, por ejemplo, con aquellos que fueron asesinados en los centros de educación para niños indígenas en Canadá o Australia, les niñez abusades recuerdan y hablan.
La especificidad de esta guerra epistémica es que los que luchan son los más frágiles y lo hacen solo con su voz. Sus únicas armas son al mismo tiempo sus heridas: su memoria, sus afectos, sus cuerpos. Nunca ha habido una guerra semejante. Esta es la lección de esta revolución epistémica en la que estamos inmersas: un régimen de poder jerárquico, abusivo y violento se viene abajo cuando aquellos que están en la base de la pirámide, aquellos que son considerados como simples materias primas sexuales o económicas inventan un nuevo lenguaje para nombrar lo ocurrido, para narrar su proceso de destrucción, pero también de supervivencia.
Esta guerra se gana a través de la sofisticación de los afectos y de las palabras, que son como los nuevos drones de una batalla política. Ya no se dice autoridad, respeto, sumisión, orden natural, deseo divino. Ahora se dice pedofilia, violación, abuso sexual, violencia sistémica, violencia patriarcal. Esas palabras para definir el funcionamiento histórico de la Iglesia ya no son blasfemia, son REVOLUCIÓN.
(...) Aquello que amenaza la integridad de la infancia no es la homosexualidad, la identidad trans, ni el matrimonio homosexual, sino la Iglesia y la familia heterosexual patriarcal. Estos son los dos enclaves en los que se produce, hasta ahora con toda impunidad, mayor violencia sexual. Los padres violan, los papas violan, los curas violan…, y no lo hacen porque sean desviados, sino porque el régimen de poder patriarcal que subyace a la Iglesia y a la familia heterosexaul les confiere el derecho y el poder de hacerlo. Las violaciones y los abusos sexuales no se llevan a cabo con el espíritu, sino con el cuerpo sexual, con las pollas, los testículos, las bocas y las manos lujuriosas de los curas. La Iglesia ha hecho del cuerpo sexual al mismo tiempo el mal supremo y el objeto último de todo deseo.
(...) Si como muestra el informe CIASE la violencia sexual es una práctica sistémica de la institución eclesiástica, no basta entonces con pedir perdón, ni siquiera es suficiente con pagar (incluso económica o legalmente) por los crímenes cometidos. Esa tradición cristiana que es alabada por la extrema derecha como fundación de la Europa aria es en realidad una tradición de masculinismo, de racismo y de abuso sexual de niños y mujeres. Si la criminalidad sexual no es un accidente sino la arquitectura de poder misma de la institución eclesiástica es necesario demandar un proceso de DESTITUCIÓN de la Iglesia. Esto no es blasfemia, es REVOLUCIÓN.
(...) Aunque la Iglesia no tiene ya la propiedad de los edificios, conserva en todo caso la posesión moral y el dominio simbólico sobre esos espacios, que deberían pertenecer no solo a los ciudadanos, sino especialmente a las víctimas de la violencia sexual eclesiástica. Mientras que los arzobispos deciden cuánto vale cada violación y quién va a pagar por ellas, propongo que el estado francés retire la titularidad de la catedral de Notre Dame de París a la Iglesia y transforme ese espacio en un centro de acogida feminista, queer, trans y antirracista y de lucha contra la violencia sexual y que sea llamado Nuestra Señora de los Supervivientes de Abuso Sexual y de la Violación. Y esto no es blasfemia, es REVOLUCIÓN.
"Dysphoria mundi" de Paul B. Preciado. Editorial Anagrama