Judith Butler
En su mayoría, la teoría feminista ha asumido que existe cierta identidad, entendida mediante la categoría de las mujeres , que no solo introduce los intereses y los objetivos feministas dentro del discurso, sino que se convierte en el sujeto para el cual se procura la representación política. Pero política y representación son términos que suscitan opiniones contrapuestas. Por un lado, representación funciona como termino operativo dentro de un procedimiento político que pretende ampliar la visibilidad y la legitimidad hacia las mujeres como sujetos políticos; por otro, la representación es la función normativa de un lenguaje que, al parecer, muestra o distorsiona lo que se considera verdadero acerca de la categoría de las mujeres. Para la teoría feminista, el desarrollo de un lenguaje que represente de manera adecuada y completa a las mujeres ha sido necesario para promover su visibilidad política. Evidentemente, esto ha sido de gran importancia, teniendo en cuenta la situación cultural subsistente, en la que la vida de las mujeres se representaba inadecuadamente o no se representaba en absoluto.
Recientemente, esta concepción dominante sobre la relación entre teoría feminista y política se ha puesto en tela de juicio desde dentro del discurso feminista. El tema de las mujeres ya no se ve en términos estables o constantes. Hay numerosas obras que cuestionan la viabilidad del «sujeto» como el candidato principal de la representación o, incluso, de la liberación, pero además hay muy poco acuerdo acerca de que es, o debería ser, la categoría de las mujeres. Los campos de «representación» lingüística y política definieron con anterioridad el criterio mediante el cual se originan los sujetos mismos, y la consecuencia es que la representación se extiende únicamente a lo que puede reconocerse como un sujeto. Dicho de otra forma, deben cumplirse los requisitos para ser un sujeto antes de que pueda extenderse la representación.
Foucault afirma que los sistemas jurídicos de poder producen a los sujetos a los que más tarde representan. Las nociones jurídicas de poder parecen regular la esfera política únicamente en términos negativos, es decir, mediante la limitación, la prohibición, la reglamentación, el control y hasta la «protección» de las personas vinculadas a esa estructura política a través de la operación contingente y retractable de la elección. No obstante, los sujetos regulados por esas estructuras, en virtud de que están sujetos a ellas, se constituyen, se definen y se reproducen de acuerdo con las imposiciones de dichas estructuras. Si este análisis es correcto, entonces la formación jurídica del lenguaje y de la política que presenta a las mujeres como «el sujeto» del feminismo es, de por sí, una formación discursiva y el problema del «sujeto» es fundamental para la política, y concretamente para la política feminista, porque los sujetos jurídicos siempre se construyen mediante ciertas prácticas excluyentes que, una vez determinada la estructura jurídica de la política, no «se perciben». En definitiva, la construcción política del sujeto se realiza con algunos objetivos legitimadores y excluyentes, y estas operaciones políticas se esconden y naturalizan mediante un análisis político resultado de una versión especifica de la política de representación. Así, el sujeto feminista está discursivamente formado por la misma estructura política que, supuestamente, permitirá su emancipación. Esto se convierte en una cuestión políticamente problemática si se puede demostrar que ese sistema crea sujetos con género que se sitúan sobre un eje diferencial de dominación o sujetos que, supuestamente, son masculinos. En tales casos, recurrir sin ambages a ese sistema para la emancipación de las «mujeres» será abiertamente contraproducente.
El problema del «sujeto» es fundamental para la política, y concretamente para la política feminista, porque los sujetos jurídicos siempre se construyen mediante ciertas prácticas excluyentes que, una vez determinada la estructura jurídica de la política, no «se perciben». En definitiva, la construcción política del sujeto se realiza con algunos objetivos legitimadores y excluyentes, y estas operaciones políticas se esconden y naturalizan mediante un análisis político en el que se basan las estructuras jurídicas. El poder jurídico «produce» irremediablemente lo que afirma sólo representar; así, la política debe preocuparse por esta doble función del poder: la jurídica y la productiva. De hecho, la ley produce y posteriormente esconde la noción de «un sujeto anterior a la ley» para apelar a esa formación discursiva como una premisa fundacional naturalizada que posteriormente legitima la hegemonía reguladora de esa misma ley. No basta con investigar de qué forma las mujeres pueden estar representadas de manera más precisa en el lenguaje y la política. La crítica feminista también debería comprender que las mismas estructuras de poder mediante las cuales se pretende la emancipación crean y limitan la categoría de «las mujeres», sujeto del feminismo.
En efecto, la cuestión de las mujeres como sujeto del feminismo plantea la posibilidad de que no haya un sujeto que exista «antes» de la ley, esperando la representación en y por esta ley. Quizás el sujeto y la invocación de un «antes» temporal sean creados por la ley como un fundamento ficticio de su propia afirmación de legitimidad. La hipótesis prevaleciente de la integridad ontológica del sujeto antes de la ley debe ser entendida como el vestigio contemporáneo de la hipótesis del estado de naturaleza, esa fábula fundacionista que sienta las bases de las estructuras jurídicas del liberalismo clásico. La invocación performativa de un «antes» no histórico se convierte en la premisa fundacional que asegura una ontología pre-social de individuos que aceptan libremente ser gobernados y, con ello, forman la legitimidad del contrato social.
Sin embargo, aparte de las ficciones fundacionistas que respaldan la noción del sujeto, está el problema político con el que se enfrenta el feminismo en la presunción de que el término «mujeres» indica una identidad común. En lugar de un significante estable que reclama la aprobación de aquellas a quienes pretende describir y representar, mujeres (incluso en plural) se ha convertido en un término problemático, un lugar de refutación, un motivo de angustia. Como sugiere el título de Denise Riley, Am I tbat Name? [¿Soy yo ese nombres], es una pregunta motivada por los posibles significados múltiples del nombre. Si una «es» una mujer, es evidente que eso no es todo lo que una es; el concepto no es exhaustivo, no porque una «persona» con un género predeterminado sobrepase los atributos específicos de su género, sino porque el género no siempre se constituye de forma coherente o consistente en contextos históricos distintos, y porque se entrecruza con modalidades raciales, de clase, étnicas, sexuales y regionales de identidades discursivamente constituidas. Así, es imposible separar el «género» de las intersecciones políticas y culturales en las que constantemente se produce y se mantiene.
La creencia política de que debe haber una base universal para el feminismo, y de que puede fundarse en una identidad que aparentemente existe en todas las culturas, a menudo va unida a la idea de que la opresión de las mujeres posee alguna forma específica reconocible dentro de la estructura universal o hegemónica del patriarcado o de la dominación masculina. La idea de un patriarcado universal ha recibido numerosas críticas en años recientes porque no tiene en cuenta el funcionamiento de la opresión de género en los contextos culturales concretos en los que se produce. Una vez examinados esos contextos diversos en el marco de dichas teorías, se han encontrado «ejemplos» o «ilustraciones» de un principio universal que se asume desde el principio. Esa manera de hacer teoría feminista ha sido cuestionada porque intenta colonizar y apropiarse de las culturas no occidentales para respaldar ideas de dominación muy occidentales, y también porque tiene tendencia a construir un «Tercer Mundo» o incluso un «Oriente», donde la opresión de género es sutilmente considerada como sintomática de una barbarie esencial, no occidental. La urgencia del feminismo por determinar el carácter universal del patriarcado - con el objetivo de reforzar la idea de que las propias reivindicaciones del feminismo son representativas- ha provocado, en algunas ocasiones, que se busque un atajo hacia una universalidad categórica o ficticia de la estructura de dominación, que por lo visto origina la experiencia de subyugación habitual de las mujeres.
Si bien la afirmación de un patriarcado universal ha perdido credibilidad, la noción de un concepto generalmente compartido de las «mujeres», la conclusión de aquel marco, ha sido mucho más difícil de derribar. Desde luego, ha habido numerosos debates al respecto. ¿Comparten las «mujeres» algún elemento que sea anterior a su opresión, o bien las «mujeres» comparten un vínculo únicamente como resultado de su opresión? ¿Existe una especificidad en las culturas de las mujeres que no dependa de su subordinación por parte de las culturas masculinistas hegemónicas? ¿Están siempre contraindicadas la especificidad y la integridad de las prácticas culturales o lingüísticas de las mujeres y, por tanto, dentro de los límites de alguna formación cultural más dominante? ¿Hay una región de lo «específicamente femenino», que se distinga de lo masculino como tal y se acepte en su diferencia por una universalidad de las «mujeres» no marcada y, por consiguiente, supuesta? La oposición binaria masculino/femenino no sólo es el marco exclusivo en el que puede aceptarse esa especificidad, sino que de cualquier otra forma la «especificidad» de lo femenino, una vez más, se descontextualiza completamente y se aleja analítica y políticamente de la constitución de clase, raza, etnia y otros ejes de relaciones de poder que conforman la «identidad» y hacen que la noción concreta de identidad sea errónea.
Mi intención aquí es argüir que las limitaciones del discurso de representación en el que participa el sujeto del feminismo socavan sus supuestas universalidad y unidad. De hecho, la reiteración prematura en un sujeto estable del feminismo -entendido como una categoría inconsútil de mujeres- provoca inevitablemente un gran rechazo para admitir la categoría. Estos campos de exclusión ponen de manifiesto las consecuencias coercitivas y reguladoras de esa construcción, aunque ésta se haya llevado a cabo con objetivos de emancipación. En realidad, la división en el seno del feminismo y la oposición paradójica a él por parte de las «mujeres» a quienes dice representar muestran los límites necesarios de las políticas de identidad. La noción de que el feminismo puede encontrar una representación más extensa de un sujeto que el mismo feminismo construye tiene como consecuencia irónica que los objetivos feministas podrían frustrarse si no tienen en cuenta los poderes constitutivos de lo que afirman representar. Este problema se agrava si se recurre a la categoría de la mujer sólo con finalidad «estratégica», porque las estrategias siempre tienen significados que sobrepasan los objetivos para los que fueron creadas. En este caso, la exclusión en sí puede definirse como un significado no intencional pero con consecuencias, pues cuando se amolda a la exigencia de la política de representación de que el feminismo plantee un sujeto estable, ese feminismo se arriesga a que se lo acuse de tergiversaciones inexcusables.
Por lo tanto, es obvio que la labor política no es rechazar la política de representación, lo cual tampoco sería posible. Las estructuras jurídicas del lenguaje y de la política crean el campo actual de poder; no hay ninguna posición fuera de este campo, sino sólo una genealogía crítica de sus propias acciones legitimadoras. Como tal, el punto de partida crítico es el presente histórico, como afirmó Marx. Y la tarea consiste en elaborar, dentro de este marco constituido, una crítica de las categorías de identidad que generan, naturalizan e inmovilizan las estructuras jurídicas actuales.
Quizás haya una oportunidad en esta coyuntura de la política cultural (época que algunos denominarían posfeminista) para pensar, desde una perspectiva feminista, sobre la necesidad de construir un sujeto del feminismo. Dentro de la práctica política feminista, parece necesario replantearse de manera radical las construcciones ontológicas de la identidad para plantear una política representativa que pueda renovar el feminismo sobre otras bases. Por otra parte, tal vez sea el momento de formular una crítica radical que libere a la teoría feminista de la obligación de construir una base única o constante, permanentemente refutada por las posturas de identidad o de antiidentidad a las que invariablemente niega. ¿Acaso las prácticas excluyentes, que fundan la teoría feminista en una noción de «mujeres» como sujeto, debilitan paradójicamente los objetivos feministas de ampliar sus exigencias de «representación»?
Quizás el problema sea todavía más grave. La construcción de la categoría de las mujeres como sujeto coherente y estable, ¿es una reglamentación y reificación involuntaria de las relaciones entre los géneros? ¿Y no contradice tal reificación los objetivos feministas? ¿En qué medida consigue la categoría de las mujeres estabilidad y coherencia únicamente en el contexto de la matriz heterosexual? Si una noción estable de género ya no es la premisa principal de la política feminista, quizás ahora necesitemos una nueva política feminista para combatir las reificaciones mismas de género e identidad, que sostenga que la construcción variable de la identidad es un requisito metodológico y normativo, además de una meta política.
Examinar los procedimientos políticos que originan y esconden lo que conforma las condiciones al sujeto jurídico del feminismo es exactamente la labor de una genealogía feminista de la categoría de las mujeres. A lo largo de este intento de poner en duda a las «mujeres» como el sujeto del feminismo, la aplicación no problemática de esa categoría puede tener como consecuencia que se descarte la opción de que el feminismo sea considerado una política de representación. ¿Qué sentido tiene ampliar la representación hacia sujetos que se construyen a través de la exclusión de quienes no cumplen las exigencias normativas tácitas del sujeto? ¿Qué relaciones de dominación y exclusión se establecen de manera involuntaria cuando la representación se convierte en el único interés de la política? La identidad del sujeto feminista no debería ser la base de la política feminista si se asume que la formación del sujeto se produce dentro de un campo de poder que desaparece invariablemente. mediante la afirmación de ese fundamento. Tal vez, paradójicamente, se demuestre que la «representación» tendrá sentido para el feminismo únicamente cuando el sujeto de las «mujeres» no se dé por sentado en ningún aspecto.
"Las «mujeres» como sujeto del feminismo" es un epígrafe del capítulo 1 "Sujetos de sexo/género/deseo" que se incluye dentro del libro "El género en disputa" de Judith Butler. Publicado en 1990.