Un sofocante mediodía cualquiera de este pasado agosto, en el programa matinal de TV3, se está debatiendo sobre si debe abolirse o no la prostitución. (No deja de asustarme la vuelta de tuerca prohibicionista que ha dado la opinión publicada en los últimos años, cuando el fin de milenio parecía abocarnos dulcemente a la regulación laboral del intercambio económico/sexual en Europa, en el peor de los casos). En el plató hay una trabajadora sexual y otras dos mujeres cuya implicación en el asunto no termino de comprender. Apenas escucho cinco minutos de la conversación, que no es tal.
Las dos señoras no dejan hablar a Cristina, la puta invitada al programa. Mi enojo incrementa de tal manera el calor ambiental que decido enmudecer la tele.
Cristina, con su leonina melena platino, un escotazo de vértigo en el que una desearía precipitarse más que nada en el mundo y la piel perlada por el sudor –parece ser que las señoras no transpiran–, trata de explicarse. Dice que ella tiene estudios, proviene de una familia acomodada y feliz pero que, de entre todos los trabajos que el mercado laboral le ofrecía como mujer, escogió el de puta. Entonces, una de las señoras –tapadita, como debe ser– interrumpe a Cristina. Le reprocha que si eso es así, que si no se crió en un ambiente sórdido, desestructurado y sin horizonte, entonces ella, Cristina, a pesar de que hace unos cuantos años que se gana la vida como trabajadora sexual y que es activista por los derechos de su gremio, entonces ella, Cristina, no es representativa del colectivo de prostitutas y que no puede hablar como puta.
Cristina grita y no deja que la hagan callar. La señora se ofende por el tono de Cristina. ¿Pero a quién se le ha ocurrido traer a un debate sobre prostitución a una puta? Es mucho más fácil hablar de ellas cuando no están. «Todavía, casi siempre hablan sobre nosotras personas expertas, las que nos han estudiado. Y hacen leyes sobre prostitución sin consultarnos cuál es la realidad de la calle, no lo entiendo. Cuando debatieron en el Congreso sobre el tema, llamaron a Dolores Juliano, que es doctora en sociología, y ella dijo que iba a llevarme a mí. Aquel
señor contestó: “¿Es necesario que venga?”», me explicó hace años Margarita Carreras, trabajadora sexual y activista incansable en Barcelona.
Más de lo mismo: «He encontrado más reticencias entre las mujeres que entre los hombres para aceptar que soy representativa, porque soy limpia, hablo bien, tengo educación y modales que la gente no asocia con una prostituta», me contó Carla Corso, auténtica pionera en el movimiento por los derechos de las trabajadoras sexuales en Italia y Europa. Las buenas mujeres, las decentes, las señoras, las que no son putas, pueden y deben hacer callar a las otras, las extraviadas: de ello depende su permanencia en el estatus de feminidad legítima. Esa batalla de la buena mujer contra la puta se libra continuamente a escala social, pero también a escala íntima. El problema es que el resultado de la contienda no depende de la virulencia con que la buena se empeñe en situarse por encima de la mala. De sobra sabemos que cualquier mujer puede ser tachada socialmente de puta en demasiadas circunstancias. Si se separa de su marido, si denuncia el maltrato, si es lesbiana, si es madre soltera, si tiene un trabajo nocturno, si sus pechos son demasiado grandes, si no es blanca, si es transexual, si defiende sus derechos, si vive sola, sobre todo, si es pobre... El problema es que cuando una mujer se aferra a su decencia frente a una puta, suscribe el orden patriarcal que le arrebata, tanto a ella como a la puta por ser mujeres ambas, la capacidad de autonombrarse. Cualquier mujer tendrá que demostrar siempre que no es una puta.
"Devenir perra" de Itziar Ziga |
Volvamos al plató de TV3, donde dejamos a
Cristina defendiendo que, como trabajadora
sexual y como activista, puede hablar de lo
que ella conoce. ¿Por un jodido momento alguien
imagina que, pongámonos, Cristina,
que además de puta no fuera madre, en un
debate sobre maternidad, desautorizase a
una de las tertulianas argumentando, por
ejemplo, que parió cinco criaturas y que
sin embargo, la media de hijos por madre
actualmente se cifra en 1,8 nacimientos y
que por tanto, ella no es representativa ni
su experiencia debe tenerse en cuenta?
¿Podemos imaginar que Cristina, que sigue
siendo prostituta, negase la voz a otra
tertuliana invitada como empresaria por la
simple circunstancia de que hubiese heredado
la empresa de su padre y, según los
barómetros manejados por Cristina, el 90%
de las mujeres que lideran negocios se han
hecho a sí mismas?
Ante la duda de estar prejuzgando desde
la peor saña, propongo formular la prueba
del mundo al revés. Nunca falla. Cuando
la oprimida pasa, a través de un inocente
intercambio de rol hipotético a ser opresora,
el descuadre es brutal. Ahí nos damos
cuenta de que Cristina llegó a ese plató ya
desautorizada de antemano, por eso sudaba
y gritaba. (Yo la entiendo, a mí me invade
una nube roja de rabia cuando alguien –a
veces personas muy cercanas a mí y a las
que quiero– minusvalora mi análisis sobre
alguna situación de violencia machista por
haber sobrevivido al maltrato paterno). El
cliente de Cristina negocia con ella, la reconoce
como interlocutora válida. La señora
que dice estar tan sensibilizada con la dignidad
de las putas, no.
Yo no debo ser una señora, a pesar de que
nunca me he sentido con la habilidad necesaria
para manejarme a mi favor en el mercado
económico/sexual con los hombres,
y ya me gustaría a mí que las mujeres me pagasen por follar con ellas. (Hace años,
un grupo de amigas en Barcelona, ideamos
Mujeres Horizontales, servicios sexuales de
mujeres para mujeres. Diana Junyent Pornoterrorista
había tenido algunas clientas,
pero en general, a pesar de que recibimos
muchísimas peticiones por Internet de interesadas,
el proyecto no terminó de arrancar.
Quizá sea porque a las mujeres nos cuesta
culturalmente más pagar por sexo y, además,
no solemos nadar en la abundancia monetaria.
Eso sí, a Diana se le abrasaron las yemas
de los dedos en el ordenador defendiéndose
del ataque de algunas lesbianas y feministas
decentes. Pero lo seguiremos intentando,
aunque sea para incordiar).
Insisto, yo no debo ser una señora, a pesar
de que pago las facturas decente y precariamente
con mi sueldo de camarera. Pero las
señoras hacen callar a las putas y a mí me
encanta escucharlas. Creo que puedo aprender
mucho de ellas acerca de cómo funciona
este mundo desde su cotidianeidad clandestina.
Quizá sea eso lo que da tanta rabia de
las putas a las mujeres de bien: que conocen
lo que sus maridos esconden. Y que sus maridos
pueden ser más amables y atentos con
las putas que con ellas. De hecho, muchas
putas a las que he leído o escuchado coinciden
en desmentir ese prejuicio generalizado
sobre el maltrato de los clientes hacia
ellas. Nell Kimbal, Virginie Despentes, Verónica Arauzo, Paula Rodríguez, Carla Corso,
Margarita Carreras, Lydia Lunch...
«La prostitución es un espejo fundamental
para todas las mujeres del mundo», dice
María Galindo en la preciosa obra que acaba
de publicar desde Argentina con Sonia
Sánchez, Ninguna mujer nace para puta. Creo
que ahí está la clave de la putafobia de las
mujeres decentes: no quieren mirarse en
ese espejo, se aferran a su exiguo privilegio
de esclavas legítimas. Hay algunas que están
peor consideradas que yo, parecen decir
las señoras al hacer callar a las putas. «La
investigación sobre las penas e infortunios
de las prostitutas raras veces nos recuerda la miseria y la desgracia de las mujeres en
general, también en la más legítima de las
relaciones, como es el matrimonio», recuerda
Gail Pheterson en su imprescindible El
prisma de la prostitución.
Me asusta, como decía, el resurgir de los discursos
abolicionistas de la prostitución y me
cabrea que no se estén alzando más voces
feministas contra este intento de regresión.
¿Tan pronto hemos olvidado la perversa
alianza entre feministas antipornografía y la
ultraderecha en los Estados Unidos en los
ochenta, relatada por Raquel Osborne en La
construcción sexual de la realidad, auténtica
topo en aquel vergonzoso capítulo? ¿Acaso
alguna feminista cree que, como tal, es más
decente y más asumible por el sistema heteropatriarcal
que su hermana puta?
Venga, va. Juguemos al monopoly social.
Abolamos la prostitución. Claro que no podemos
ser tan irresponsables políticamente.
No podemos dejar una revolución tan radical
en la condición femenina, en la servidumbre
de las mujeres al patriarcado, en las limitadas
fuentes de ingresos de las mujeres,
a medias. Si abolimos la prostitución, hay
que ilegalizar a la vez el matrimonio heterosexual.
¿Alguna se atreve?
Y para ilustrar, si es que todavía alguien
lo duda, cómo prostitución y matrimonio
son hermanas siamesas, reproduzco unas
líneas del apasionante cíberrelato que nos
envía por entregas nuestra amiga Verónica
Arauzo: Aventuras y desventuras de una puta
trans en el extranjero. «Y entro de pleno en
las vacaciones de escuela de no sé bien qué
fiesta típica, que me sitúan en un descenso
importante de mis clientes, cosa que evidencia
que los matrimonios de larga duración y
estabilidad familiar se basan en los desahogos
que el cabeza de familia se pega por ahí
para poder ser lo que en resumidas cuentas
es, el cabeza de familia».
La segregación entre chicas buenas y chicas
malas es imprescindible para que todas las mujeres sirvamos al patriarcado. Vamos
listas si nos creemos ese cuento. La colonización
del cuerpo de la puta por parte de la
señora (y de la feminista) es uno de los mecanismos
más perversos a través del cual el
orden heteropatriarcal domina el cuerpo de
todas las mujeres.
Desde hace años me interesa y estoy investigando
cómo afecta el estigma de puta a
todas las mujeres. Desde dónde y para qué
muchas mujeres feministas nos calzamos
el disfraz de puta (desarrollemos o no un
trabajo sexual remunerado). Desde la reapropiación
del insulto, desde la asunción
de que a todas las mujeres se nos trata en
algún o muchos momentos como a parias
abordables sexualmente, desde la resistencia
diaria a deshacernos de minifaldas
y corsés para ser tomadas en serio o para
pasar desapercibidas, desde la construcción
placentera de nuestro personaje social. He
ido entrevistando a compañeras de activismo,
amigas, amantes, y construyendo un
discurso híbrido y disparatado en torno al
género perra.
Me interesa la confluencia entre puesta en
escena hiperfemenina putón y posicionamiento
antipatriarcal porque es la tierra de
nadie que yo habito. En mi entorno afectivopolítico
de Barcelona, somos muchas las que
nos dedicamos al postporno transmarikabollo,
las que no pasaríamos por buenas chicas
ni aún queriendo, las que nos desnudamos
una noche cualquiera en La Bata de Boatiné
–nuestro abrevadero queer del Raval– para
frotamos con nuestros cuerpos sudorosos.
(Evidentemente, vamos en manada, no somos
estúpidas). Y todas somos hijas bastardas
e incondicionales del feminismo.
El cuerpo de las mujeres (de las maricas, de
las transgénero, de las emigradas, de todas
y todos las que nacimos o devenimos sirvientas
del orden patriarcal-capitalista) es
un cuerpo sexualizado, es el cuerpo disponible
y penetrable de la puta, como recuerda
Beatriz Preciado en su iluminado Testo Yonqui. Sólo hay que contar la cantidad de
agresiones sexuales por las que transita una
mujer cualquiera a lo largo de su vida. Todas
las respuestas a esa continua y devastadora
violencia son legítimas. Nuestra respuesta
de perras es: vale, mi cuerpo es el de una
puta, mira cómo gozo, mira cómo me corro,
mira cómo restriego mi cuerpo de puta con
quien quiero, cuando quiero, donde quiero.
Hace cinco años tuve la suerte de conocer
a Annie Sprinkle en Barcelona, nuestra mamma
pospornográfica. El MACBA estaba a
rebosar de admiradoras suyas y ella nos deleitó
con Mis treinta años de puta multimedia.
Oírla relatar sus correrías como actriz y directora
de porno, artista y show-woman me
produjo tanto placer que empecé a menstruar
allí mismo como perra en celo. Durante
años Annie recorrió el mundo mostrando su
cérvix a todo el que quisiera asomarse entre
sus piernas. Ella sonreía despatarrada. Esa
sonrisa de la puta que controla la situación,
de la actriz porno que dice «queréis mi coño,
pues os lo voy a enseñar hasta el fondo» es
el paradigma de lo que yo pienso que suponemos
las perras sin collar en este mundo
heteronormativizado.
Zehar me ha propuesto un artículo sobre el
cuerpo como agente de resistencia. El cuerpo,
los cuerpos. De niña, como todas, iba a
buscar a hurtadillas las revistas porno que
mi aita escondía vanamente, como todos.
En la tripa aterciopelada de una butaca rojo
sangre me aguardaban las Playboy junto con
las Punto y Hora. Para quienes no la conocisteis,
si mal no recuerdo, Punto y Hora era
una revista de muy alto compromiso político
de los ochenta. Los cuerpos gozosos de las
actrices porno se me confundieron irremediablemente
con los amoratados cuerpos
de quienes habían sufrido la feroz tortura
policial. Las modelos porno y las torturadas
querían estar ahí, mostrando la contundencia
de sus cuerpos, por distintas razones.
Para las primeras era un trabajo; para las
segundas, una dolorosa necesidad de denuncia.
Me parece aberrante que en el tan cacareado
horario infantil no permitan exhibir cuerpos
pornográfi cos pero invadan nuestras casas con
cuerpos sufrientes indefensos. Imposible olvidar
la espantosa cobertura mediática que se
ha hecho este mes de agosto del accidente de
avión en Barajas. Cuerpos que no quieren estar
ahí, ni en la pista de despegue del aeropuerto,
ni en las salas de espera de los hospitales, ni
en la pantalla de ningún receptor doméstico,
ni en la retina de nadie. Sin embargo, está socialmente
convenido que somos nosotras las
obscenas. Las perras, las que exponemos decididamente
nuestros cuerpos, las putas, las
actrices porno. Y por eso se veta la exposición
voluntaria de nuestros cuerpos y se nos manda
callar, incluso cuando hablan de nosotras.