Judith Butler |
Partí de una especulación sobre si la política feminista podría funcionar sin un «sujeto» en la categoría de las mujeres. No está en juego saber si todavía tiene sentido, estratégico o de transición, aludir a las mujeres para afirmar que se las está representando. El «nosotros» feminista es siempre y exclusivamente una construcción fantasmática, que tiene sus objetivos, pero que rechaza la complejidad interna y la imprecisión del término, y se crea sólo a través de la exclusión de alguna parte del grupo al que al mismo tiempo intenta representar. No obstante, la posición endeble o fantasmática del «nosotros» no es motivo de desesperación, por lo menos, no es el único motivo de desesperación. La inestabilidad radical de la categoría cuestiona las limitaciones fundacionales sobre las teorías políticas feministas y da lugar a otras configuraciones, no sólo de géneros y cuerpos, sino de la política en sí.
El argumento fundacionalista de la política de la identidad tiende a dar por sentado que una identidad primero debe ocupar su lugar para que se definan intereses políticos, ya continuación se inicie la acción política. Mi razonamiento es que no es preciso que exista un «agente detrás de la acción», sino que el «agente» se construye de manera variable en la acción y a través de ella. Esto no supone regresar a una teoría existencial del yo conformado por medio de sus actos, porque la teoría existencial confirma una estructura prediscursiva tanto para el yo como para sus actos. Lo que aquí me ha interesado es justamente la construcción discursivamente variable de cada uno en el otro y a través de él.
La cuestión de situar la «capacidad de acción» suele relacionarse con la viabilidad del «sujeto», cuando se considera que éste tiene alguna existencia estable anterior al campo cultural que negocia. O bien, si el sujeto está culturalmente construido, de todas formas posee una capacidad de acción, en general configurada como la capacidad para la mediación reflexiva, que queda intacta sea cual sea su grado de inserción cultural. Apoyándose en ese modelo, «cultura» y «discurso» atrapan al sujeto, pero no lo conforman. Este movimiento para adjetivar y atrapar al sujeto preexistente ha sido necesario para crear un punto de donde surja su acción que no esté completamente definido por esa cultura y ese discurso. No obstante, esta clase de argumento implica erróneamente: a) que la capacidad de acción sólo puede determinarse apelando a un «yo» prediscursivo, aunque éste esté en medio de una concurrencia discursiva, y b) que estar compuesto por el discurso es estar definido por él, donde la definición hace imposible la acción.
Incluso en las teorías que defienden un sujeto detalladamente adjetivado o situado, éste sigue encontrando su ámbito discursivarnente conformado en un marco epistemológico de contraposición. El sujeto culturalmente atrapado pacta sus construcciones, aún cuando éstas sean los predicados mismos de su propia identidad. En Beauvoir, por ejemplo, hay un «yo» que hace su género, que se transforma en su género, pero ese «yo», habitualmente relacionado con su género es, de todas formas, un lugar donde se ubica la capacidad de acción que nunca consigue equipararse totalmente con su género. Ese cogito nunca es plenamente del mundo cultural que negocia, independientemente de lo pequeña que sea la distancia ontológica que aleja a ese sujeto de sus predicados culturales. Las teorías feministas de la identidad que exponen predicados de color, sexualidad, etnicidad, clase y capacidad física frecuentemente acaban con un tímido «etcétera» al final de la lista. A lo largo de ese camino horizontal de adjetivos, estas posiciones pugnan por incorporar un sujeto situado, pero permanentemente quedan incompletas. No obstante, este fracaso es instructivo: ¿qué impulso político puede desprenderse del «etcétera» desesperado que se manifiesta con tanta frecuencia al final de esas descripciones? Esto es un signo de cansancio, así como del procedimiento ilimitado de la significación en sí. Es el supplément, el exceso que obligatoriamente va asociado a todo empeño por reclamar la identidad definitivamente. No obstante, este «etcétera» ilimitado se presenta como un nuevo punto de partida para las teorías políticas feministas.
Si la identidad se afirma por medio de un procedimiento de significación, si ya está siempre significada y aun así sigue significando mientras se mueve dentro de distintos discursos entretejidos, entonces la cuestión de la capacidad de acción no puede contestarse apelando a un «yo» que exista antes de la significación. En definitiva, las condiciones que posibilitan una afirmación del «yo» proceden de la estructura de significación, las normas que reglamentan las invocaciones legítima e ilegítima de ese pronombre, las prácticas que determinan los términos de inteligibilidad mediante los cuales ese pronombre puede moverse. El lenguaje no es un medio o instrumento exterior en el que pueda introducir un yo y del cual pueda extraer un reflejo de ese yo. El modelo hegeliano de reconocimiento de uno mismo -que ha sido utilizado por Marx, Lukacs y en numerosos discursos liberadores contemporáneos- admite una adecuación eventual entre el «yo» que se enfrenta a su mundo, incluido su lenguaje, como un objeto, y el«yo» que se encuentra como un objeto en ese mundo. Pero la dicotomía sujeto-objeto, que en este caso corresponde a la tradición de la epistemología occidental, determina la misma problemática de la identidad que intenta solventar.
¿Qué tradición discursiva sitúa al «yo» y su «Otro» en un enfrentamiento epistemológico que posteriormente determina dónde y cómo se deben expresar las cuestiones de cognoscibilidad y capacidad de acción? ¿Qué tipos de capacidad de acción se rechazan al postular un sujeto epistemológico, ya que las normas y prácticas que rigen la invocación de ese sujeto y regulan por adelantado su acción están descartadas como lugares de análisis e intervención crítica? El hecho de que el punto de partida epistemológico en ningún sentido sea inevitable se corrobora ingenua y constantemente mediante las operaciones mundanas del lenguaje común-extensamente documentado en la antropología-, que advierten en la dicotomía sujeto/objeto una imposición filosófica extraña y contingente, cuando no violenta. El lenguaje de apropiación, instrumentalidad y distanciamiento bien aceptado en el modo epistemológico también corresponde a una táctica de dominación que enfrenta al «yo» contra el «Otro» y, una vez que se realiza esa separación, produce un conjunto artificial de preguntas acerca de la cognoscibilidad y recuperabilidad de ese Otro.
Como parte del legado epistemológico de los discursos políticos contemporáneos sobre la identidad, esta oposición binaria es una jugada estratégica dentro de una serie de prácticas significantes, que sitúa al«yo» en esta oposición y a través de ella, y reifica esa oposición como una necesidad, encubriendo el aparato discursivo constituyente de la relación binaria en sí. El cambio de un examen epistemológico de la identidad a otro que sitúa la problemática dentro de las prácticas de significación permite analizar el modo epistemológico en sí como una práctica significante posible y contingente. Asimismo, la cuestión de la capacidad de acción se reformula como la pregunta de cómo operan la significación y la resignificación. En resumidas cuentas, lo que se significa como una identidad no se sígnífíca en un momento concreto después del cual solamente está allí como un fragmento inerte del lenguaje entítativo. Es evidente que las identidades puedenmanifestarse como otros muchos sustantivos inertes; en realidad, los modelos epistemológicos tienden a considerar esta apariencia como su punto de partida teórico. No obstante, el «yo» sustantivo sólo se manifiesta como tal mediante una práctica significante que intenta esconder su propio funcionamiento y naturalizar sus efectos. Además, cumplir las exigencias de una identidad sustantiva es una dura tarea, porque esas apariencias son identidades creadas mediante normas, y dependen de la invocación constante y reiterada de reglas que determinan y limitan prácticas de identidad culturalmente inteligibles. En realidad, concebir la identidad como una práctica, como una práctica que significa, es concebir a los sujetos culturalmente inteligibles como el resultado de un discurso delimitado por normas, el cual se inscribe en los actos significantes mundanos y generalizados de lavida lingüística. Concebido de forma abstracta, el lenguaje alude a un sistema de signos abierto mediante el cual se genera y se rechaza de forma insistente la inteligibilidad. Como organizaciones del lenguaje históricamente concretas, los discursos se presentan en plural, coexisten dentro de marcos temporales y establecen coincidencias impredecibles e involuntarias a partir de las cuales se producen modalidades concretas de posibilidades discursivas.
Como procedimiento, la significación contiene en su seno lo que el discurso epistemológico llama «capacidad de acción». Las normas que gobiernan la identidad inteligible, o sea, que posibilitan y limitan la afirmación inteligible de un «yo», están parcialmente articuladas sobre matrices de jerarquía de género y heterosexualidad obligatoria, y operan a través de la repetición. En realidad, cuando se afirma que el sujeto está constituido, esto sólo significa que el sujeto es el resultado de algunos discursos gobernados por normas que conforman la mención inteligible de la identidad. El sujeto no está formado por las reglas mediante las cuales es creado, porque la significación no es un acto fundador, sino más bien un procedimiento regulado de repetición que al mismo tiempo se esconde y dicta sus reglas precisamente mediante la producción de efectos sustancializadores. En cierto modo, toda significación tiene lugar dentro de la órbita de la obligación de repetir; así pues, la «capacidad de acción» es estar dentro de la posibilidad de cambiar esa repetición. Si las normas que gobiernan la significación no sólo limitan, sino que también posibilitan la afirmación de campos diferentes de inteligibilidad cultural, es decir, nuevas alternativas para el género que refutan los códigos rígidos de binarismos jerárquicos, entonces sólo puede ser posible una subversión de la identidad en el seno de la práctica de significación repetitiva. El precepto de ser de un género concreto obligatoriamente genera fracasos: una variedad de configuraciones incoherentes que en su multiplicidad sobrepasan y desafían el precepto mediante el cual fueron generadas. Asimismo, el precepto mísmo de ser un género concreto se genera mediante rutas discursivas: ser una buena madre, ser un objeto heterosexualmente deseable, ser un trabajador capacitado, en definitiva, significar a la vez una gran cantidad de garantías que satisfacen una variedad de exígencias distintas. La coexistencia o concurrencia de estos preceptos discursivos permite una reconfiguración y un replanteamiento complejos; no se trata de un sujeto trascendental que permita la acción en medio de tal concurrencia. No hay ningún yo que sea anterior a la concurrencia o que preserve una «integridad» anterior a su entrada en este campo cultural conflictivo. Sólo hay el recoger las herramientas de donde están, donde un «recoger» mismo es posible por la herramienta que está allí.
¿Qué establece una repetición subversiva dentro de las prácticas significantes de género? Yo he afirmado («yo» me sirvo de la gramática que rige el género literario de la conclusión filosófica, pero obsérvese que la gramática misma es la que usa y hace posible este «yo», incluso cuando el «yo» que se reitera aquí repite, reutiliza y -c-como señalarán los críticos- contradice la gramática filosófica mediante la cual es a la vez posible y limitado) que, por ejemplo, dentro de la distinción sexo/género, el sexo se presenta como «lo real» y lo «fáctico», la base material o corporal en la que interviene el género como un acto de inscripción cultural. No obstante, el género no está escrito sobre el cuerpo de la misma forma en que el instrumento torturador de escritura de «La colonia penitenciaria» de Kafka se circunscribe de forma ininteligible sobre la carne del acusado. La pregunta no es ¿qué significado implica esa inscripción, sino ¿qué aparato cultural concierta este encuentro entre instrumento y cuerpo, y qué intervenciones son posibles en esta repetición ritualista? Lo «real» y lo sexualmente fáctico» son construcciones fantasmáticas -ilusiones de sustancia- a las que los cuerpos están obligados a acercarse, aunque nunca puedan. Entonces ¿qué permite enseñar la hendidura entre lo fantasmático y lo real, mediante lo cual lo real se reconoce como fantasmático? ¿Proporciona esto la opción de una repetición que no esté completamente constreñida por la orden de volver a afianzar identidades naturalizadas? Así como las superficies corporales se representan como lo natural, estas superficies pueden convertirse en el sitio de una actuación disonante y desnaturalizada que descubre el carácter performativo de lo natural en sí.
Las prácticas de la parodia pueden servir para volver a mostrar y afianzar la distinción misma entre una configuración de género privilegiada y naturalizada y otra que se manifiesta como derivada, fantasmática y mimética: una copia fallida, por así decirlo. Y seguramente la parodia se ha utilizado para fomentar una política de desesperación, que confirma la exclusión supuestamente inevitable de los géneros marginales del territorio de lo natural y lo real. No obstante, este fracaso para hacerse «real» y encamar «lo natural», en mi opinión, es un fracaso de todas las prácticas de género, debido a que estos sitios ontológicos son fundamentalmente inhabitables. Por consiguiente, hay una risa subversiva en el efecto de pastiche de las prácticas paródicas, en las que lo original, lo auténtico y lo real también están constituidos como efectos. La pérdida de las reglas de género multiplicaría diversas configuraciones de género, desestabilizaría la identidad sustantiva y privaría a las narraciones naturalizadoras de la heterosexualidad obligatoria de sus protagonistas esenciales: «hombre» y «mujer». La reiteración paródica del género también presenta la ilusión de la identidad de género como una profundidad inmanejable y una sustancia interior. Como consecuencia de una performatividad sutil y políticamente impuesta, elgénero es un «acto», por así decirlo, que está abierto a divisiones, a la parodia y crítica de uno mismo o una misma y a las exhibiciones hiperbólicas de «lo natural» que, en su misma exageración, muestran su situación fundamentalmente fantasmática.
He procurado explicar que las categorías de identidad -que normalmente se consideran fundacionales para la política feminista, es decir, que son necesarias para activar el feminismo como una política de identidad- funcionan simultáneamente para ceñir y limitar por anticipado las mismas opciones culturales que, presumiblemente, el feminismo debe abrir. Las restricciones tácitas que crean el «sexo» culturalmente inteligible deben concebirse como estructuras políticas generativas más que como fundamentos naturalizados. Paradójicamente, la reconceptualizacíón de la identidad como un efecto, es decir, como producida o generada, abre vías de «capacidad de acción» que son astutamente excluidas por las posiciones que afirman que las categorías de identidad son fundacionales y permanentes. Que una identidad sea un efecto significa que ni está fatalmente especificada ni es totalmente artificial y arbitraria. El hecho de que el carácter constituido de la identidad haya sido malinterpretado a lo largo de estas dos líneas incompatibles revela la forma mediante la que el discurso feminista sobre la construcción cultural queda atrapado dentro del binarismo innecesario de libre albedrío y detenninísmo. La construcción no se opone a la capacidad de acción; es el escenario necesario de esa capacidad, los términos mismos en que ésta se estructura y se vuelve culturalmente inteligible. La principal tarea del feminismo no es crear un punto de vista externo a las identidades construidas; esto equivaldría a la construcción de un modelo epistemológico que deje de aceptar su propia posición cultural y, por lo tanto, se promueva como un sujeto global, posición que usa precisamente las estrategias imperialistas que el feminismo debería criticar. La principal tarea más bien radica en localizar las estrategias de repetición subversiva que posibilitan esas construcciones, confirmar las opciones locales de intervención mediante la participación en esas prácticas de repetición que forman la identidad y, por consiguiente, presentan la posibilidad inherente de refutarlas.
Esta indagación teórica ha procurado situar lo político en las propias prácticas significantes que determinan, regulan y desregulan la identidad. No obstante, este intento sólo puede efectuarse planteando un conjunto de preguntas que amplían la noción misma de lo político. ¿Cómo cambiar los fundamentos que contienen distintas configuraciones culturales de género? ¿Cómo desestabilizar y devolver a su dimensión fantasmática las «premisas» de la política de identidad?
Esta tarea ha exigido una genealogía crítica de la naturalización del sexo y de los cuerpos en general. También ha requerido replantearse la figura del cuerpo como mudo, anterior a la cultura, en espera de significación; una figura que posee referencias cruzadas con la de lo femenino, esperando la inscripción como incisión del significante masculino para introducirse en el lenguaje y la cultura. A partir de un estudio político de la heterosexualidad obligatoria ha sido preciso poner en duda la construcción del sexo como binario, como una relación binaria jerárquica. Desde el punto de vista del género como práctica se han planteado preguntas acerca del carácter fijo de la identidad de género como una profundidad interior que supuestamente se exterioriza en diversas formas de «expresión». Se ha demostrado que la construcción implícita de la construcción heterosexual primaria del deseo se mantiene aunque se manifieste en el modo de bisexualided primaria. También se ha expuesto que las estrategias de exclusión y jerarquía continúan planteando la distinción sexo/género y recurriendo al «sexo» como lo prediscursivo, así como priorizando la sexualidad respecto de la cultura y, concretamente, la construcción cultural de la sexualidad como lo prediscursivo. Finalmente, el paradigma epistemológico que admite la prioridad del agente sobre la acción crea un sujeto global y globalizador que no acepta su propia ubicación ni tampoco las condiciones para una intervención local.
Si se los toma como la base de una teoría o política feminista, estos «efectos» de la jerarquía de género y de la heterosexualidad obligatoria no sólo se detallan erróneamente como fundamentos, sino que las prácticas significantes que hacen posible esta descripción metaléptica errónea continúan estando fuera del alcance de una crítica feminista de las relaciones entre los géneros. Introducirse en las prácticas repetitivas de este terreno de significación no es una elección, pues el «yo» que podría entrar ya está siempre dentro:
no hay posibilidad de que el agente actúe ni tampoco hay posibilidad de realidad fuera de las prácticas discursivas que otorgan a esos términos la inteligibilidad que poseen. La tarea no es saber si hay que repetir, sino cómo repetir o, de hecho, repetir y,mediante una multiplicación radical de género, desplazar las mismas reglas de género que permiten la propia repetición. No hay una ontología de género sobre la que podamos elaborar una política, porque las ontologías de género siempre funcionan dentro de contextos políticos determinados como preceptos normativos: deciden qué se puede considerar sexo inteligible, usan y refuerzan las limitaciones reproductivas sobre la sexualidad, determinan los requisitos preceptivos mediante los cuales los cuerpos sexuados o con género llegan a la inteligibilidad cultural. Por consiguiente, la ontología no es un fundamento, sino un precepto normativo que funciona insidiosamente al introducirse en el discurso político como su base necesaria.
La deconstrucción de la identidad no es la deconstrucción de la política; más bien instaura como política los términos mismos con los que se estructura la identidad. Este tipo de crítica cuestiona el marco fundacionista en que se ha organizado el feminismo como una política de identidad. La paradoja interna de este fundacionismo es que determina y obliga a los mismos «sujetos» que espera representar y liberar. La tarea aquí no es alabar cada una de las nuevas opciones posibles en tanto que opciones, sino redescribir las opciones que ya existen, pero que existen dentro de campos culturales calificados como culturalmente ininteligibles e imposibles. Si las identidades ya no se establecieran como premisas de un silogismo político, y si ya no se creyera que la política es una serie de prácticas derivadas de los supuestos intereses que incumben a un conjunto de sujetos preconcebidos, seguramente nacería una nueva configuración de la política a partir de las ruinas de la anterior. Las configuraciones culturales del sexo y elgénero podrían entonces multiplicarse o, más bien, su multiplicación actual podría estructurarse dentro de los discursos que determinan la vida cultural inteligible, derrocando el propio binarismo del sexo y revelando su antinaturalidad fundamental. ¿Qué otras estrategias locales que comprometan lo «no natural» podrían conducir a la desnaturalización del género como tal?
"De la parodia a la política" de Judith Butler, es el capítulo con el que concluye su libro "El género en disputa". Publicado en 1990.