Al baboso del otro día decidí gritarle en medio de la calle, nunca me ha importado demasiado parecer la loca: ¡dejadnos en paz a las mujeres! Y sentí que mi amado viento sur, con el que estaba jugando, me incitaba a estamparle el carro de la compra de leopardo en la cabeza.
Yo venía de Brasil, donde en dos semanas ni un hombre me molestó por la calle. Enseguida se acostumbra una a que no la acosen. Por supuesto, no estoy diciendo que en Brasil no haya machismo, pero se manifiesta de manera diferente. No hay miradas reprobadoras ni asaltantes por ir vestida como tú quieras, no las hay. Es extraño, al principio no me lo creía. Las tías son potentísimas, me han enseñado el funk de las favelas: sueño con ver la cara de Amelia Valcárcel y otras supremacistas feministas mirando a una puta llamada Valeska Popozuda cantar “Minha Boceta é o Poder”. Mi coño tiene poder. He caminado bajo la sombra de gigantas trans por la noche en Sao Paulo, Bru, Cassandra y Adelaide, travas callejeras y antropólogas, en el país con más transfeminicidios del mundo. Por ellas, por nosotras, por todas: ¡que triunfe la Ley Trans y que gane Lula!