miércoles

Extracto de DYSPHORIA MUNDI de PAUL B. PRECIADO

"Dysphoria Mundi" de Paul B. Preciado

Tuve que declararme loco. Afectado por un tipo de locura bien particular que llaman disforia. Tuve que declarar que mi mente estaba en guerra con mi cuerpo, que mi mente era masculina y mi cuerpo femenino. A decir verdad, no sentía ninguna distancia entre lo que llamaban la mente y lo que identificaban como el cuerpo. Quería cambiar, eso es todo. Y el deseo de cambio no diferenciaba entre la mente y el cuerpo. Estaba loco, tal vez, pero si era así, mi locura consistía en rechazar la antinomia entre esos dos polos, femenino y masculino, que para mí no tenían más consistencia que una combinación siempre variable de cadenas cromosómicas, secreciones hormonales, invocaciones lingüísticas. Estaba loco, tal vez, pero si es así, mi locura era tan espiritual como orgánica. Esa disforia era la dueña de mi alma y de mis células. Me sentía atraído por otra cosa, por otro género, o mejor aún, por otra modalidad de existencia. Y ese nuevo género resultaba tan ansiado y excesivo como una lluvia de verano que viene a apagar un incendio. El fuego de la Historia.

Cuando pienso en esta locura, si no me dejo distraer por los diagnósticos psiquiátricos o por la presión de las administraciones estatales, y trato de captar el sentimiento que domina indiscutiblemente mis días, es de una rara felicidad política de la que debo hablar primero. Y esta felicidad, que se ha construido como un túnel bajo la realidad normativa de los últimos veinte años, parece haberse vuelto hormiguero, pues hoy me encuentro rodeado de niñes que declaran que quieren vivir como yo quería vivir cuando me consideraban loco. Las siguientes páginas son un relato de cómo, a veces ruidosamente, a veces silenciosamente, se construyó este hormiguero y cómo el mundo moderno que había establecido la diferencia entre nuestra locura y su razón comenzó a desmoronarse.

No vemos ni entendemos el mundo, lo percibimos destrozándolo a través de las estrechas categorías que nos habitan. El dolor que a menudo sentimos al estar vivos es el dolor de esta negación del mundo y de su sentido. La red bioelectrónica que compone eso que antes se denominaba «alma humana» (a lo largo de la historia ha tenido muchos nombres: «anima», «psyche», «mente», «conciencia», «inconsciente», «sistema de computación»..., pero ninguno de ellos designa una realidad, sino que describe un proceso) está, en parte, dentro de lo que hasta ahora se ha considerado como el cuerpo anatómico y, en parte, dispersa en aparatos e instituciones; y es así, utilizando como soporte el sonido y la luz, las arquitecturas y los cables, las máquinas y los algoritmos, las moléculas y las composiciones bioquímicas, como nuestra alma logra atravesar las ciudades y los océanos y, alejándose del suelo, viaja hasta los satélites que rodean hoy la Tierra. El cuerpo político vivo es tan vasto, tan sutil y maleable como el alma. No hablo aquí del cuerpo como objeto anatómico o como propiedad privada del sujeto individual (ambos derivados también del paradigma petrosexorracial moderno), sino de lo que llamo, precisamente para diferenciarlo del cuerpo de la modernidad, la somateca. Nuestra alma inhumana e inmensa, geológica y cósmica, recorre y satura el mundo, sin que logremos darnos cuenta de ello.


En las sociedades modernas, el alma se instala primero como un implante vivo en la carne, y luego, a medida que crece, es esculpida como un bonsái, mediante el entrenamiento y el castigo repetitivos, mediante invocaciones lingüísticas y rituales institucionales, para reducirla a una determinada identidad. Algunas almas se despliegan más que otras, pero no hay almas en el jardín de los vivos que no sean efecto de la implantación y la poda. De entre todos los cuerpos, hay algunos que parecieron existir durante mucho tiempo sin alma. Fueron considerados como pura anatomía, carne comestible, músculos que trabajaban, úteros reproductivos, piel dentro de la que eyacular. Eso fueron y son todavía los que se denominan «animales», los cuerpos colonizados, esclavizados y racializados, pero también, de otro modo, las mujeres, aquellos que son considerados como enfermos o discapacitados, los niños, los homosexuales y aquellos cuya alma, decía la medicina del siglo XIX, pretendía salir del cuerpo en el que estaba y viajar a otro cuerpo que  entonces era considerado de otro sexo. Los cuerpos de las almas migrantes fueron llamados primero transexuales y después transgénero. Luego, elles mismes dijeron de sí mismes que eran trans. Atrapadas en una epistemología binaria (humano/animal, alma/cuerpo, masculino/femenino, hetero/homo, normal/patológico, sano/ enfermo...), las personas trans se han construido culturalmente como almas en exilio y cuerpos en mutación.


Yo soy, dicen mis contemporáneos, un alma enferma. O un cuerpo equivocado cuya alma busca escapar –no se ponen de acuerdo–. Soy un desgarro sideral entre el cuerpo que me imponen y el alma que construyen, una brecha cultural, una categoría paradójica, una grieta en la historia natural de la humanidad, un agujero epistémico, una fisura política, un abismo religioso, un negocio psicológico, una excentricidad anatómica, un gabinete de curiosidades, una disonancia cognitiva, un museo de teratología comparada, una colección de desajustes, un ataque al sentido común, una mina mediática, un proyecto de cirugía plástica reconstructiva, un terreno antropológico, un campo de batalla sociológico, un caso de estudio sobre el que los gobiernos y los organismos científicos, las iglesias y las escuelas, los psiquiatras y los abogados, la profesión médica y la industria farmacéutica, y evidentemente los fascistas, pero también las feministas conservadoras y los socialistas, los marxistas, los racistas y los humanistas, todos esos nuevos déspotas ilustrados del siglo XXI, siempre tienen algo que decir, aunque no se lo hayamos pedido.

Paul B. Preciado, autor de "Dysphoria Mundi"

Saturado por el ruido del parloteo incesante, me digo, como hizo Günther Anders para descifrar el funcionamiento del fascismo, que la única manera de salir de este recinto hegemónico es dar la vuelta a las categorías con las que nos alterizan para comprender el propio sistema que produce las diferencias y las jerarquiza. Es mi condición vital de sujeto mutante y mi deseo de vivir fuera de las prescripciones normativas de la sociedad binaria heteropatriarcal lo que se ha diagnosticado como una patología clínica denominada «disforia de género». Solo soy uno de esos seres que se niegan obstinadamente a aceptar la agenda política que se les ha implantado desde la infancia. Frente a la arrogancia de las disciplinas y técnicas de gobierno que emiten este diagnóstico, intento un zap filosófico: desplazar y resignificar esta noción de 


No vemos ni entendemos el mundo, lo percibimos destrozándolo a través de las estrechas categorías que nos habitan. El dolor que a menudo sentimos al estar vivos es el dolor de esta negación del mundo y de su sentido. La red bioelectrónica que compone eso que antes se denominaba «alma humana» (a lo largo de la historia ha tenido muchos nombres: «anima», «psyche», «mente», «conciencia», «inconsciente», «sistema de computación»..., pero ninguno de ellos designa una realidad, sino que describe un proceso) está, en parte, dentro de lo que hasta ahora se ha considerado como el cuerpo anatómico y, en parte, dispersa en aparatos e instituciones; y es así, utilizando como soporte el sonido y la luz, las arquitecturas y los cables, las máquinas y los algoritmos, las moléculas y las composiciones bioquímicas, como nuestra alma logra atravesar las ciudades y los océanos y, alejándose del suelo, viaja hasta los satélites que rodean hoy la Tierra. El cuerpo político vivo es tan vasto, tan sutil y maleable como el alma. No hablo aquí del cuerpo como objeto anatómico o como propiedad privada del sujeto individual (ambos derivados también del paradigma petrosexorracial moderno), sino de lo que llamo, precisamente para diferenciarlo del cuerpo de la modernidad, la somateca. Nuestra alma inhumana e inmensa, geológica y cósmica, recorre y satura el mundo, sin que logremos darnos cuenta de ello.


En las sociedades modernas, el alma se instala primero como un implante vivo en la carne, y luego, a medida que crece, es esculpida como un bonsái, mediante el entrenamiento y el castigo repetitivos, mediante invocaciones lingüísticas y rituales institucionales, para reducirla a una determinada identidad. Algunas almas se despliegan más que otras, pero no hay almas en el jardín de los vivos que no sean efecto de la implantación y la poda. De entre todos los cuerpos, hay algunos que parecieron existir durante mucho tiempo sin alma. Fueron considerados como pura anatomía, carne comestible, músculos que trabajaban, úteros reproductivos, piel dentro de la que eyacular. Eso fueron y son todavía los que se denominan «animales», los cuerpos colonizados, esclavizados y racializados, pero también, de otro modo, las mujeres, aquellos que son considerados como enfermos o discapacitados, los niños, los homosexuales y aquellos cuya alma, decía la medicina del siglo XIX, pretendía salir del cuerpo en el que estaba y viajar a otro cuerpo que entonces era considerado de otro sexo. Los cuerpos de las almas migrantes fueron llamados primero transexuales y después transgénero. Luego, elles mismes dijeron de sí mismes que eran trans. Atrapadas en una epistemología binaria (humano/animal, alma/cuerpo, masculino/femenino, hetero/homo, normal/patológico, sano/ enfermo...), las personas trans se han construido culturalmente como almas en exilio y cuerpos en mutación.


Yo soy, dicen mis contemporáneos, un alma enferma. O un cuerpo equivocado cuya alma busca escapar –no se ponen de acuerdo–. Soy un desgarro sideral entre el cuerpo que me imponen y el alma que construyen, una brecha cultural, una categoría paradójica, una grieta en la historia natural de la humanidad, un agujero epistémico, una fisura política, un abismo religioso, un negocio psicológico, una excentricidad anatómica, un gabinete de curiosidades, una disonancia cognitiva, un museo de teratología comparada, una colección de desajustes, un ataque al sentido común, una mina mediática, un proyecto de cirugía plástica reconstructiva, un terreno antropológico, un campo de batalla sociológico, un caso de estudio sobre el que los gobiernos y los organismos científicos, las iglesias y las escuelas, los psiquiatras y los abogados, la profesión médica y la industria farmacéutica, y evidentemente los fascistas, pero también las feministas conservadoras y los socialistas, los marxistas, los racistas y los humanistas, todos esos nuevos déspotas ilustrados del siglo XXI, siempre tienen algo que decir, aunque no se lo hayamos pedido.


Saturado por el ruido del parloteo incesante, me digo, como hizo Günther Anders para descifrar el funcionamiento del fascismo, que la única manera de salir de este recinto hegemónico es dar la vuelta a las categorías con las que nos alterizan para comprender el propio sistema que produce las diferencias y las jerarquiza. Es mi condición vital de sujeto mutante y mi deseo de vivir fuera de las prescripciones normativas de la sociedad binaria heteropatriarcal lo que se ha diagnosticado como una patología clínica denominada «disforia de género». Solo soy uno de esos seres que se niegan obstinadamente a aceptar la agenda política que se les ha implantado desde la infancia. Frente a la arrogancia de las disciplinas y técnicas de gobierno que emiten este diagnóstico, intento un zap filosófico: desplazar y resignificar esta noción de disforia para comprender la situación del mundo contemporáneo en su conjunto, la brecha epistemológica y política, la tensión entre las fuerzas emancipadoras y las resistencias conservadoras que caracterizan nuestro presente. ¿Y si la «disforia de género» no fuera una enfermedad mental sino una inadecuación política y estética de nuestras formas de subjetivación en relación con el régimen normativo de la diferencia sexual y de género?


La condición planetaria epistémico-política contemporánea es una disforia generalizada. Dysphoria mundi: la resistencia de una gran parte de los cuerpos vivos del planeta a ser subalternizados dentro de un régimen de conocimiento y poder petrosexorracial; la resistencia del planeta vivo a ser reificado como mercancía capitalista.


Con la noción de dysphoria mundi no pretendo de algún modo fijar la disforia como un lugar naturalista, ni como condición psiquiátrica que describe el presente. Todo lo contrario: busco entender aquellas condiciones que son descritas como disfóricas no como patologías psiquiátricas sino como formas de vida que anuncian un nuevo régimen de saber y un nuevo orden político-visual desde el que pensar la transición planetaria. Las disciplinas modernas como la psicología o la psiquiatría y la farmacología normativas, que trabajan y comercian con el dolor psíquico, deben ser desplazadas por prácticas colectivas experimentales que sean capaces de elaborar y reducir el dolor epistémico. El arte, el activismo y la filosofía poseen esta capacidad.


El concepto de «disforia» apareció por primera vez a principios del siglo XX en los textos de los psiquiatras alemanes Emil Kraepelin y Eugen Bleuler para describir estados de ánimo y cambios de comportamiento en pacientes con epilepsia. Kraepelin y Bleuler afirmaron que la disforia era predominante entre lo que llamaron por primera vez «los trastornos psiquiátricos», cuyos síntomas incluía la depresión mezclada con la irritabilidad, el miedo, la ansiedad y los estados de ánimo eufóricos, así como el insomnio y el dolor generalizado.


La palabra dysphoria surge de la hibridación del prefijo griego dys, que retira, niega o indica dificultad, y el adjetivo phoros, derivado del verbo pherein, llevar, acarrear, soportar, trasladar –encontramos el mismo verbo en la palabra metáfora–. Pero mientras que la metáfora transporta algo (la significación, el sentido, una imagen) de un lugar a otro, a la disforia le cuesta transportar: lo lleva mal. Próxima al lenguaje de la física de los materiales, la noción de dysphoria señala un problema de carga, una dificultad de resistencia, la imposibilidad de sujetar el peso y transportarlo. Por analogía, para la psiquiatría, la disforia indica un trastorno del ánimo que hace que la vida cotidiana se vuelva inllevable.


La categoría de «disforia» volvió a aparecer como instrumento clínico a partir de los años sesenta, remplazando otras «patologías» cuyo diagnóstico y definición habían caído en desuso por la falta de un marco institucional y la escasa eficacia retórica para entender las condiciones a las que pretendían dar nombre; o bien porque las antiguas categorías habían sido contestadas por los propios «enfermos» como formas de opresión y de dominación cultural. La histeria y la melancolía corresponden al primer caso; la transexualidad al segundo. En el caso de la histeria o de la melancolía ambas son sustituidas por la «disforia» como un trastorno caracterizado por emociones desagradables y tristes, por la ansiedad, el estrés, la disociación, la irritabilidad o la inquietud, estando todas ellas en relación directa con la violencia dirigida contra uno mismo, el deseo de muerte y la tentativa de suicidio.


La disforia resulta ser una «entidad» inestable e impredecible, un concepto elástico y mutante que permea toda otra sintomatología haciendo de la enfermedad mental un archipiélago disfórico. La confusión actual respecto al concepto de disforia es explícita en la incoherencia de las definiciones de los distintos trastornos en los diagnósticos psiquiátricos. En el DSM 5, el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales actualizado en 2013, la noción de disforia parece haberse convertido ella misma en un concepto disfórico que roe y contamina toda otra psicopatología. La disforia aparece en las descripciones del «trastorno depresivo mayor» y del «trastorno bipolar», así como en casi todos los trastornos de la personalidad, desde los más insólitos, como la «disforia histeroide» o la «disforia del síndrome premestrual» hasta dos de las nociones centrales de nuestro tiempo: el «desorden de estrés postraumático» y la «disforia de género».


El concepto de disforia de identidad de género vino progresivamente a desplazar a la noción de transexualidad inventada por el doctor Harry Benjamin en 1953 y clasificada antes como «psicosis sexual» y «travestismo fetichista». Introducida en el discurso médico en 1973 por Norman Fisk y transformada en práctica clínica por el doctor Harry Benjamin, la noción de disforia de género hereda el modelo ontológico binario que establece distinciones convencionales y socialmente normativas entre lo masculino y lo femenino, la heterosexualidad y la homosexualidad; a las que añade la diferencia entre la anatomía y la psicología, entre el sexo como hecho orgánico y el género como construcción social. Pero, sobre todo, la noción de disforia implicaba para Norman Fisk y John Money la posibilidad de encontrar y administrar un tratamiento químico y quirúrgico que pudiera disminuir el supuesto estado de malestar de quienes la padecían y con ello la posibilidad de industrializar una cura capaz de reducir lo que denominan una «aberración de género» y limitar las expresiones de inadecuación y disidencia con respecto a la norma.


En la historia de la psiquiatría, la extensión de la noción de disforia coincide con la reforma neoliberal del sistema de salud pública y la privatización de los regímenes de seguro médico en Estados Unidos e Inglaterra. La modernidad disciplinaria era histérica; el fordismo, heredero de las secuelas de la violencia de las dos guerras mundiales sobre el psiquismo, era, como Deleuze y Guattari pusieron de manifiesto, esquizofrénico; el neoliberalismo cibernético y farmacopornográfico es disfórico. La llegada al poder de Ronald Reagan y de Margaret Thatcher respectivamente supuso el recorte de los fondos para el tratamiento institucional de «enfermedades mentales» consideradas como crónicas y favoreció las terapias químicas y comportamentales frente a las terapias de la palabra, los talleres de grupo y todas aquellas prácticas en las que el supuesto enfermo y su voz (pero también su encierro y su brutalización) estaban implicados de forma directa. Como señala el historiador de la psiquiatría Jacques Hochmann, «con el objetivo de llevar a cabo las evaluaciones que reclamaban las compañías de seguros y los laboratorios farmacéuticos, los psiquiatras americanos establecieron, después de largas negociaciones, un nuevo sistema de diagnóstico conocido como el DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders). Este manual, de inspiración kraepeliana, se impondrá en el mundo entero por su facilidad de utilización e inspirará la clasificación internacional de enfermedades de la OMS (Organización Mundial de la Salud)». El DSM privilegia dos nuevas variables: las categorías de neurosis y de psicosis son progresivamente eliminadas y remplazadas por las de «trastorno» (trouble) y «disforia». Así, la antigua neurosis obsesiva se convierte en el trastorno obsesivo-compulsivo; la neurosis infantil se acaba transformando en hiperactividad y trastorno de la atención; y la psicosis infantil cristaliza en un nuevo trastorno del espectro autista. Al mismo tiempo, aparecen una plétora de condiciones disfóricas denominadas «somatoformes» (que toman forma a través del cuerpo) y que pretenden ser tratadas farmacológicamente con antidepresivos y antipsicóticos de nueva generación. En 2013, la categoría de transexualidad es definitivamente remplazada por la de disforia de género en el DSM. El mutante está siempre en tratamiento. La adicción bajo control.


Mientras la psiquiatría se aproxima cada vez más a la neuropsicología y a la farmacología, los psicoanalistas se retiran de la práctica psiquiátrica para convertirse en nuevos gestores de la subjetividad de las clases medias y altas blancas y urbanas en crisis. El psicoanálisis, obsoleto como práctica clínica, se convierte en la mitología pop que alimenta la creencia en los relatos patriarcales y coloniales del siglo XX con sus rudimentos recalcitrantes: el complejo de Edipo, el superyó, el fetichismo, la libido, la catarsis... Del lado de la psiquiatría médica, les «enfermes» que no consiguen adecuarse a los tratamientos farmacológicos se transforman progresivamente en una pequeña multitud de homeless multiadictes a las drogas ilegales que se hacen visibles en las calles de las ciudades, junto con les migrantes y les «jóvenes» racializades, les homosexuales y les trans, como «restos» excrementales del sistema de salud neoliberal: dysphoria mundi.


"Dysphoria Mundi" de Paul B. Preciado


Depresión clínica, fobia social, síndrome premenstrual, trastorno bipolar, trastorno de ansiedad generalizada, trastorno de la personalidad, trastorno borderline, trastorno postraumático, síndrome de adicción, síndrome de abstinencia, síndrome de Asperger, trastorno dismórfico corporal, trastorno obsesivo-compulsivo, ortorexia, vigorexia, bulimia, anorexia, agorafobia, hipocondría, dermatilomanía, síndrome de referencia olfativa, esquizofrenia, disforia de género... Los síndromes o estados que son registrados en el actual Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales como disforia y trastorno permiten hacer un archivo de la fabricación/destrucción necropolítica del alma en la modernidad, pero también dibujar una cartografía de posibles prácticas de emancipación.


No existe la disforia como enfermedad individual. Al contrario, es preciso entender la dysphoria mundi como el efecto de un desfase, de una brecha, de una falla, entre dos regímenes epistemológicos. Entre el régimen petrosexorracial heredado de la modernidad occidental y un nuevo régimen aún balbuceante que se forja a través de actos de crítica y desobediencia política. Es preciso entender la dysphoria mundi como una condición somatopolítica general, el dolor que produce la gestión necropolítica de la subjetividad, al mismo tiempo que señala la potencia (no el poder) de los cuerpos vivos del planeta (incluido el propio planeta como cuerpo vivo) de extraerse de la genealogía capitalista, patriarcal y colonial a través de prácticas de inadecuación, de disidencia y de desidentificación.


Revolución o represión, destrucción o cuidado, emancipación u opresión son ahora fuerzas que atraviesan todos los continentes sin que las divisiones nacionales o identitarias puedan servir como líneas de segmentación. Dysphoria mundi.


Extracto de "Dysphoria mundi" de Paul B. Preciado. Editorial Anagrama


Dysphoria mundi es un diario de la transición planetaria que toma la forma de un texto mutante, hecho de ensayo, filosofía, poesía y autoficción, que busca capturar las convulsiones del fin del capitalismo patriarco-colonial. Preciado describe en esta obra las modalidades de un presente revolucionario: no algo que sucedió en un pasado mítico o que sucederá en un futuro mesiánico, sino algo que nos está sucediendo. Nos encontramos frente a uno de los libros más ambiciosos que se han escrito durante la crisis del covid; un libro-mundo donde el autor recoge los cambios que se están produciendo en todos los ámbitos sociales, políticos, sexuales...


Texto extraído de Google Books