PRÓLOGO
Quiero decir algunas cosas en torno al modo en que fue inicialmente concebido Heterosexualidad obligatoria y al contexto en que vivimos ahora. En parte lo escribí para contrarrestar la cancelación de la existencia lesbiana de tanta bibliografía feminista, cancelación que sentía (y siento) que tiene consecuencias no sólo antilesbianas sino también antifeministas, además de distorsionar también la experiencia de las mujeres heterosexuales. No lo escribí para ahondar divisiones sino para animar a las feministas heterosexuales a analizar la heterosexualidad como institución política que debilita a las mujeres, y a cambiarla. Esperaba también que otras lesbianas percibieran la profundidad y la amplitud de la identificación con mujeres y de la vinculación entre mujeres que han recorrido como un tema continuo, aunque yerto, la experiencia heterosexual, y que esto se convertiría en un impulso cada vez más activo políticamente, no sólo en una ratificación de vivencias personales. Quería que el artículo sugiriera tipos nuevos de crítica, que suscitara preguntas nuevas en las aulas y en las revistas universitarias y que, al menos, esbozara un puente sobre el hueco entre lesbiana y feminista. Quería, como mínimo, que a las feministas les resultara menos posible leer, escribir o dar clase desde una perspectiva de heterocentrismo incuestionado.
En los tres años pasados desde que escribí, con esa energía de esperanza y de deseo, Heterosexualidad obligatoria, las presiones para conformarse, en una sociedad de actitud cada vez más conservadora, se han hecho más intensas. Los mensajes de la Nueva Derecha a las mujeres han sido, precisamente, que somos propiedad emocional y sexual de los hombres, y que la autonomía y la igualdad de las mujeres son una amenaza contra la familia, la religión y el estado. Las instituciones que han controlado tradicionalmente a las mujeres -maternidad patriarcal, explotación económica, familia nuclear, heterosexualidad obligatoria- se están viendo fortalecidas por la legislación, por los mandatos religiosos, por las imágenes de los medios de comunicación y por los esfuerzos de la censura. En una economía que va a peor, la madre sola que intenta mantener a sus criaturas tiene que hacer frente a la feminización de la pobreza, que Joyce Miller, de la Coalición Nacional de Mujeres Sindicalistas (National Coalition of Labor Union Women), ha denominado uno de los principales problemas de los años ochenta. La lesbiana que no se disfrace se encuentra con la discriminación laboral y el acoso y la violencia en la calle. Incluso en instituciones de inspiración feminista, como las casas de acogida de mujeres maltratadas y los programas de Estudios de Mujeres, a las abiertamente lesbianas se las despide y a las otras se les aconseja que se mantengan en la sombra. Refugiarse en la igualdad -la asimilación para quien pueda con ella- es la respuesta más pasiva y debilitante a la represión política, a la inseguridad económica y a un nuevo levantar la veda contra la diferencia.
Quiero señalar que, en este tiempo, se ha ido amontonando información sobre la violencia masculina contra las mujeres, especialmente dentro de casa. Al mismo tiempo, al ámbito de la escritura que trata de la relación entre mujeres y de la identificación entre mujeres como esencial para la supervivencia femenina, ha ido llegando una corriente continua de textos y de críticas procedentes de mujeres de color en general y de lesbianas de color en particular (son estas últimas un grupo que está siendo borrado más radicalmente incluso de la investigación feminista académica, por el doble sesgo de racismo y de homofobia).
Ha habido recientemente, entre feministas y lesbianas, un intenso debate en torno a la sexualidad femenina, con líneas a menudo furibundas y amargas, con palabras clave como sadomasoquismo y pornografía, definidas de modos distintos según quién hablara. La hondura de la rabia y del miedo de las mujeres en lo relativo a la sexualidad y su relación con el poder y el dolor son reales, incluso cuando el diálogo suena simplista, farisaico o como monólogos en paralelo.
A consecuencia de todos esos cambios, hay partes de este artículo que expresaría de otra manera, matizaría o ampliaría si lo escribiera hoy. Pero sigo pensando que las feministas heterosexuales sacarán fuerza política para cambiar si toman una postura crítica ante la ideología que exige la heterosexualidad, y que las lesbianas no pueden dar por supuesto que no nos afectan esa ideología y las instituciones que en ella se fundan. No hay nada en esa ideología que nos obligue a pensarnos como víctimas, como si nos hubieran lavado el cerebro o fuéramos del todo impotentes. La coerción y la obligación están entre las condiciones en las que las mujeres hemos aprendido a reconocer nuestra fuerza. La resistencia es un tema importante en este artículo y en el estudio de la vida de las mujeres, si sabemos qué es lo que buscamos.
I
«Biológicamente, los hombres tienen una sola orientación innata: una orientación sexual, que les lleva hacia las mujeres; las mujeres, en cambio, tienen dos orientaciones innatas: una sexual hacia los hombres, otra reproductiva hacia sus criaturas.»
«Era una mujer terriblemente vulnerable, crítica, que usaba la feminidad como una suerte de patrón o medida para medir y descartar a los hombres. O algo parecido: Era una Anna que incitaba a los hombres a la derrota sin darme cuenta siquiera. (Pero soy consciente de ello, y ser consciente de ello quiere decir que lo voy a dejar tras de mí y que me voy a convertir... ¿en qué? Estaba anclada en una emoción muy común entre las mujeres de nuestro tiempo, en una emoción que las puede volver resentidas, lesbianas o solitarias. Sí, Anna en aquella época era...
«[Otra línea negra a través de la página].»
El sesgo de la heterosexualidad obligatoria, que lleva a percibir la experiencia lesbiana en una escala que va de la desviación a la aberración o a volverla sencillamente invisible, se podría ilustrar con otros muchos textos además de los dos que acabo de citar. La suposición de Rossi de que las mujeres se sienten atraídas «de manera innata» sólo por los hombres, o la de Lessing de que la lesbiana no hace más que dar rienda suelta a su acritud para con los hombres, no son en absoluto sólo suyas; estos presupuestos son muy corrientes en literatura y en las ciencias sociales.
Aquí me interesan también otras dos cuestiones: primera, cómo y por qué la elección de mujeres por mujeres como camaradas de pasión, compañeras de vida o de trabajo, amantes, comunidad, ha sido aplastada, invalidada, obligada a ocultarse y a disfrazarse; y, segunda, la virtual o total desatención hacia la existencia lesbiana en una amplia gama de escritos, incluida la investigación feminista. Es evidente que las dos cosas están relacionadas. Creo que buena parte de la teoría y crítica feministas están encalladas en este banco de arena.
El impulso que me organiza es la creencia en que no es suficiente para el pensamiento feminista que existan textos específicamente lesbianos. Toda teoría o creación cultural o política que trate la existencia lesbiana como un fenómeno marginal o menos «natural», como una mera «preferencia sexual» o como una réplica de las relaciones heterosexuales u homosexuales masculinas, resulta profundamente debilitada por ello, al margen de sus restantes aportaciones. La teoría feminista no puede permitirse más el limitarse a manifestar tolerancia del «lesbianismo» como «estilo de vida alternativo» o aludir formalmente a las lesbianas. Hace ya mucho que es necesaria una crítica feminista de la orientación heterosexual obligatoria para las mujeres. En este artículo de exploración, intentaré mostrar por qué.
Empezaré por los ejemplos, criticando brevemente cuatro libros publicados en los últimos años, escritos desde puntos de vista y orientaciones políticas distintas, pero todos concebidos, y acogidos favorablemente, como feministas. Todos parten del principio básico de que las relaciones sociales entre los sexos están en desorden y son extremamente problemáticas, cuando no paralizadoras, para las mujeres; todos buscan vías de cambio. He aprendido más de unos de esos libros que de otros, pero una cosa tengo clara: todos ellos habrían sido más precisos, más potentes, una fuerza más auténtica para cambiar si la autora hubiera tratado de la existencia lesbiana como realidad y como fuente de conocimiento y de poder disponible para las mujeres, o de la institución misma de la heterosexualidad como avanzadilla del dominio masculino. En ninguno de ellos se plantea jamás la pregunta de si, en un contexto distinto o en condiciones de equidad, las mujeres elegirían la pareja y el matrimonio heterosexuales; se asume que la heterosexualidad es la «preferencia sexual» de la «mayoría de las mujeres», ya sea implícita o explícitamente. En ninguno de estos libros, que se ocupan de la maternidad, los papeles sexuales, las relaciones y las normas sociales para las mujeres, se analiza nunca la heterosexualidad obligatoria como institución que les afecta poderosamente a todas, ni es siquiera cuestionada indirectamente la idea de «preferencia» o de «orientación innata».
En Por su propio bien: 150 años de consejos de expertos a las mujeres, de Barbara Ehrenreich y Deirdre English, los excelentes trabajos de estas autoras: Brujas, comadronas y enfermeras: historia de las sanadoras y Dolencias y trastornos: política sexual de la enfermedad, han sido transformados en un estudio complejo y provocador. En este libro, su tesis es que los consejos que los hombres profesionales de la salud dan a las mujeres, especialmente en los campos de sexualidad marital, maternidad y cuidado de las criaturas, han repetido los dictados de la economía de mercado y del papel que el capitalismo ha necesitado que cumplan las mujeres en la producción y/o reproducción. Las mujeres se han convertido en consumidoras víctimas de variadas curas, terapias y juicios normativos en distintos períodos (incluyendo la obligación de las mujeres de clase media de encarnar y preservar la sacralidad del hogar: la mitificación «científica» del hogar mismo). Ninguno de los consejos de los «expertos» ha sido ni especialmente científico ni pensado para las mujeres; ha reflejado necesidades masculinas, fantasías masculinas sobre las mujeres y el interés masculino en controlar a las mujeres, particularmente en los dominios de la sexualidad y la maternidad, unidos a las exigencias del capitalismo industrial. Gran parte de este libro es tan radicalmente informativo y está escrito con una inteligencia feminista tan lúcida, que no paré de esperar, al leerlo, que se examinara la proscripción básica del lesbianismo. Nunca llegó.
Esto no puede ser debido a falta de información. Gay American History de Jonathan Katz nos dice que ya en 1656 la colonia de New Haven decretó la pena de muerte para las lesbianas. Katz aporta mucha documentación sugerente sobre el «tratamiento» (o tortura) de las lesbianas por la profesión médica en los siglos XIX y XX. La obra reciente de la historiadora Nancy Sahli testimonia la penalización de las amistades intensas entre mujeres universitarias durante el paso al presente siglo. El irónico título Por su propio bien puede que se refiriera sobre todo al imperativo económico a la heterosexualidad y el matrimonio y a las sanciones impuestas contra las mujeres solteras y viudas, dos tipos vistos entonces y ahora como anormales. Y, sin embargo, en esta visión general marxista feminista y con frecuencia lúcida de las disposiciones masculinas sobre la salud mental y física de las mujeres, la economía de la heterosexualidad normativa se queda sin analizar.
De los tres libros fundados en el psicoanálisis, uno, Toward a New Psychology of Women, de Jean Baker Miller, está escrito como si las lesbianas sencillamente no existieran, ni siquiera como seres marginales. Dado el título de Miller, lo encuentro asombroso. De todos modos, lo favorable de las reseñas que el libro ha recibido en revistas feministas, incluidas Signs y Spokeswoman, sugieren que los presupuestos heterocéntricos de Miller son ampliamente compartidos. En The Mermaid and the Minotaur: Sexual Arrangements and the Human Malaise, Dorothy Dinnerstein argumenta apasionadamente en favor de que hombres y mujeres compartan las tareas de crianza y de que se ponga término a lo que ella percibe como simbiosis masculina/femenina de «organización de género», que ella considera que está llevando a la especie humana cada vez más cerca de la autoextinción y de la violencia. Aparte de otros problemas que me causa este libro (incluido su silencio sobre el terrorismo institucional y casual que los hombres han practicado contra las mujeres -y las criaturas- a lo largo de la historia,9 y su obsesión por la psicología en detrimento de la economía y otras realidades materiales que ayudan a crear realidad psicológica), considero la opinión de Dinnerstein de que las relaciones entre mujeres y hombres son «una colaboración para mantener desquiciada la historia» totalmente ahistórica. Quiere decir con esto una colaboración para perpetuar relaciones sociales que son hostiles, explotadoras y destructivas para la vida misma. Entiende que mujeres y hombres son socios paritarios en el establecimiento de «pactos sexuales», al parecer ignorando las reiteradas luchas de las mujeres para resistir a la opresión (la propia y la ajena) y para cambiar su condición. Ignora, específicamente, la historia de las mujeres que, como brujas, femmes seules, resistentes al matrimonio, solteronas, viudas autónomas y/o lesbianas, han conseguido, a distintos niveles, no colaborar. Es esta, precisamente, la historia de la que las feministas tienen tanto que aprender y a la que cubre un tupido silencio. Dinnerstein reconoce al final de su libro que el «separatismo femenino», aunque «a gran escala y a largo plazo ferozmente impráctico», tiene algo que enseñarnos: «Separadas, las mujeres podrían, en principio, ponerse a aprender desde cero, incontaminadas por las ocasiones de esquivar esta tarea que la presencia de los hombres ha ofrecido hasta ahora, qué es la humanidad auto creadora intacta.» Frases como «humanidad auto-creadora intacta» obscurecen la cuestión de lo que, en realidad, han planteado las numerosas formas de separatismo femenino. El hecho es que mujeres de todas las culturas y a lo largo de toda la historia han emprendido la tarea de una existencia independiente, no heterosexual, conectada con mujeres, hasta el punto permitido por su contexto, a menudo creyendo que eran «las únicas» que lo habían hecho hasta entonces. La han emprendido a pesar de que pocas mujeres han estado en una situación económica que les permitiera rechazar abiertamente el matrimonio, y a pesar de que los ataques contra las mujeres no casadas han ido de la difamación y la burla al ginecocidio deliberado, pasando por la quema en la hoguera y la tortura de millones de viudas y de solteronas durante las persecuciones contra las brujas en la Europa de los siglos XV, XVI y XVII.
Nancy Chodorow se acerca al borde al reconocimiento de la existencia lesbiana. Como Dinnerstein, Chodorow cree que el hecho de que las mujeres, y sólo las mujeres, sean las responsables del cuidado de la infancia según la división sexual del trabajo, ha llevado a toda una organización social de desigualdad de género, y que los hombres, además de las mujeres, tienen que convertirse en cuidadores primarios de la infancia si ha de modificarse esa desigualdad. Cuando examina, desde una perspectiva psicoanalítica, cómo afecta al desarrollo psicológico de niñas y niños el que hagan de madres las mujeres, aporta testimonios de que los hombres son «emotivamente secundarios» en las vidas de las mujeres, de que «las mujeres tienen un mundo interior vivo más rico en que refugiarse... los hombres no llegan a ser tan importantes emocionalmente para las mujeres como las mujeres para los hombres.» Esto alargaría hasta finales del siglo XX los hallazgos de SmithRosenberg sobre el centrarse emocionalmente las mujeres en mujeres durante los siglos XVIII y XIX. «Emocionalmente importante» puede, por supuesto, referirse a la rabia además de al amor, o a esa intensa mezcla de ambas que se encuentra con frecuencia en las relaciones de mujeres con mujeres, un aspecto de lo que he dado en llamar la «doble vida de las mujeres» (véase luego). Chodorow concluye que porque las mujeres tienen como madres a mujeres, «la madre sigue siendo para la niña un objeto [s/c] primario interno, de modo que las relaciones heterosexuales siguen, para ella, el modelo de una relación secundaría, no exclusiva, mientras que para el niño recrean una relación primaria exclusiva.» Según Chodorow, las mujeres «han aprendido a negar las limitaciones de los amantes masculinos por razones tanto psicológicas como prácticas.»
Pero las razones prácticas (como la quema de brujas, control masculino del derecho, la teología y la ciencia, o la inviabilidad económica dentro de la división sexual del trabajo) las pasa por alto. El relato de Chodorow apenas ojea las ataduras y las sanciones que históricamente han forzado o garantizado el emparejamiento de las mujeres con hombres y obstruido o castigado las parejas de mujeres o la agregación con otras mujeres en grupos independientes. Liquida la existencia lesbiana con el comentario de que «las relaciones lesbianas tienden a re-crear emociones y vínculos madre-hija, pero la mayoría de las mujeres son heterosexuales» (se supone: ¿más maduras, desarrolladas más allá de la conexión madre-hija?). Y entonces añade: «esta preferencia heterosexual y los tabús contra la homosexualidad, además de la dependencia económica objetiva para con los hombres, vuelven improbable (aunque más prevalente en los últimos años) la opción de vincularse sexualmente en primer lugar con otras mujeres.» La importancia de este matiz parece irresistible, pero Chodorow no lo sigue explorando. ¿Quiere decir que la existencia lesbiana se ha vuelto más visible en los últimos años (en determinados grupos), que han cambiado las presiones económicas y otras (en el capitalismo, en el socialismo, o en ambos) y que, en consecuencia, más mujeres rechazan la «opción» heterosexual? Sostiene que las mujeres quieren criaturas porque a sus relaciones heterosexuales Ies falta riqueza e intensidad, que al tener una criatura una mujer intenta recrear su propia intensa relación con su madre. Me parece que, sobre la base de sus propios descubrimientos, Chodorow nos lleva implícitamente a concluir que la heterosexualidad no es para las mujeres una «preferencia», que, como mínimo, separa lo erótico de lo emotivo de una manera que a las mujeres les parece empobrecedora y dolorosa. Y, sin embargo, su libro contribuye a imponerla. Al ignorar las formas ocultas de socialización y las presiones que abiertamente han canalizado a las mujeres hacia el matrimonio y el amor heterosexual, presiones que van de la venta de hijas a los silencios de la literatura o las imágenes de la televisión, ella, como Dinnerstein, se queda bloqueada en el intento de reformar una institución hecha por hombres -la heterosexualidad obligatoria- como si, a pesar de los profundos impulsos emotivos y las complementariedades que atraen a las mujeres hacia mujeres, hubiera una inclinación heterosexual místico-biológica, una «preferencia» u «opción» que les lleva a las mujeres hacia los hombres.
Además, se entiende que esta «preferencia» no requiere explicación, a no ser mediante la tortuosa teoría del complejo femenino de Edipo o de la necesidad de reproducir la especie. Es la sexualidad lesbiana (corriente e incorrectamente «incluida» en la homosexualidad masculina) la que es percibida como necesitada de explicación. Este asumir la heterosexualidad femenina me parece de por sí notable: es una suposición enorme, para haberse deslizado tan calladamente en los cimientos de nuestro pensamiento.
Una ampliación de este supuesto es esa afirmación, frecuentemente oída, que dice que en un mundo de auténtica igualdad, en que los hombres fueran no opresores y nutricios, todo el mundo sería bisexual. Semejante noción desdibuja y sentimentaliza la realidad en la que las mujeres hemos experimentado la sexualidad; es un salto liberal por encima de los trabajos y las luchas de aquí y ahora, el proceso continuo de definición sexual que generará sus propias posibilidades y opciones. (También da por supuesto que las mujeres que han escogido mujeres no lo han hecho más que porque los hombres son opresores o no disponibles emocionalmente, lo cual sigue dejando sin explicar por qué hay mujeres que siguen teniendo relaciones con hombres opresores y/o emocionalmente insatisfactorios). Lo que sugiero es que la heterosexualidad, como la maternidad, necesita ser reconocida y estudiada en tanto que institución política, incluso, o especialmente, por esos individuos que tienen la sensación de ser, en su experiencia personal, los precursores de una nueva relación socia! entre los sexos.
II
Si las mujeres somos la primera fuente de atención emocional y cuidados físicos tanto para las niñas como para los niños, parecería lógico, al menos desde una perspectiva feminista, plantear las cuestiones siguientes: si la búsqueda de amor y de ternura en ambos sexos no llevara originalmente hacia las mujeres; porqué iban las mujeres a modificar la dirección de esa búsqueda; por qué la supervivencia de la especie, el medio de fecundación, y las relaciones emocionales/eróticas tendrían que llegar a identificarse entre sí tan rígidamente; y por qué serían consideradas necesarias ataduras tan violentas para imponer la lealtad emocional y erótica y el servilismo plenos de las mujeres hacia los hombres. Dudo que suficientes especialistas y teóricas feministas se hayan tomado la molestia de identificar las fuerzas sociales que arrebatan las energías emocionales y eróticas de las mujeres de ellas y de otras mujeres y de valores identificados con mujeres. Esas fuerzas, como intentaré mostrar, van de la esclavitud física literal a la tergiversación y distorsión de las opciones posibles.
Yo no doy por supuesto que el que hagan de madres las mujeres sea- una «causa suficiente» de la existencia lesbiana. Pero la cuestión del ejercicio de la maternidad por mujeres ha estado en el aire mucho últimamente, por lo general acompañada por la opinión de que un mayor ejercicio de la maternidad por hombres reduciría el antagonismo entre los sexos y moderaría el desequilibrio sexual de poder de los hombres sobre las mujeres. Estos debates se plantean sin hacer referencia a la heterosexualidad obligatoria como fenómeno, y mucho menos como ideología. Yo no quiero ponerme a hacer psicología, sino localizar las fuentes del poder masculino. Creo que sería posible, en realidad, que un gran número de hombres se ocuparan a gran escala de la atención a la infancia sin que cambiaran radicalmente las cotas de poder masculino en una sociedad que se reconoce en lo masculino. En su artículo El origen de la familia, Kathleen Gough enumera ocho características del poder masculino en sociedades arcaicas y contemporáneas que querría utilizar como marco: «la capacidad de los hombres de negarles a las mujeres una sexualidad o de imponerla sobre ellas; de forzar o explotar su trabajo para controlar su producto; de controlar o usurparles sus criaturas; de confinarlas físicamente e impedirles el movimiento; de usarlas como objetos en transacciones entre hombres; de limitar su creatividad; o de privarles de amplias áreas del conocimiento social y de los descubrimientos culturales.» (Gough no considera que estos rasgos de poder impongan específicamente la heterosexualidad, sino sólo que producen desigualdad sexual). Presento seguidamente las palabras de Gough en cursiva; la elaboración de cada una de sus categorías, entre paréntesis, es mía.
Entre las características del poder masculino se incluye el poder de los hombres:
1. de negarles a las mujeres [su propia] sexualidad - [mediante la clitoridectomía y la infibulación; los cinturones de castidad; el castigo, que puede ser de muerte, del adulterio femenino; el castigo, que puede ser de muerte, de la sexualidad lesbiana; la negación por el psicoanálisis del clítoris; ¡a represión de la masturbación; la cancelación de la sensualidad materna y postmenopáusica; la histerectomía innecesaria; las imágenes falsas del lesbianismo en los medios de comunicación y en la literatura; el cierre de archivos y la destrucción de documentos relacionados con la existencia lesbiana]
2. o de imponerla [la sexualidad masculina] sobre ellas - mediante la violación (incluida la violación marital) y el apaleamiento de la esposa; el incesto padrehija, hermano-hermana; la socialización de las mujeres para hacerlas creer que el «impulso» sexual masculino equivale a un derecho; la idealización del amor heterosexual en el arte, la literatura, los medios de comunicación, la publicidad, etc.; el matrimonio infantil; el matrimonio negociado por otros; la prostitución; el harem; las doctrinas psicoanalíticas de la frigidez y el orgasmo vaginal; las imágenes pornográficas de mujeres que responden con placer a la violencia y a la humillación sexuales (con el mensaje subliminar de que la heterosexualidad sádica es más «normal» que la sensualidad entre mujeres)]
3. forzar o explotar su trabajo para controlar su producto - [mediante la institución de! matrimonio y de la maternidad como producción gratuita; la segregación horizontal de las mujeres en el trabajo remunerado; el señuelo de la mujer cuota con movilidad ascendente; el control masculino del aborto, la anticoncepción, la esterilización y el parto; el proxenetismo; el infanticidio femenino, que despoja a las mujeres de hijas y contribuye a la devaluación de las mujeres en general]
4. controlar o usurparles sus criaturas - [mediante el derecho paterno y el «rapto legal»; la esterilización obligatoria; el infanticidio sistemático; la separación por los tribunales de las madres lesbianas de sus criaturas; la negligencia de los ginecólogos; el uso de la madre como «torturadora cuota» en la mutilación genital o en el vendado de los pies (o de la mente) de su hija para adecuarla al matrimonio.
5. confinarlas físicamente e impedirles el movimiento - [mediante la violación como terrorismo, dejando las calles sin mujeres; el purdah; el vendado de los pies; atrofiar las capacidades atléticas de las mujeres; los tacones altos y la moda «femenina» en el vestir; el velo; el acoso sexual en la calle; la segregación horizontal de las mujeres en el empleo; la maternidad obligatoria «a tiempo pleno» en casa; la dependencia económica impuesta a las mujeres casadas]
6. usarlas como objetos en transacciones entre hombres - [uso de mujeres como «regalo»; la dote marital; proxenetismo; matrimonios concertados por otros; uso de mujeres como animadoras para facilitar los negocios entre hombres: por ejemplo, la esposa-anfitriona, las camareras de copas forzadas a vestirse para la excitación sexual masculina, chicas reclamo, «bunnies», geisas, prostitutas kisaeng, secretarias]
7. limitar su creatividad - [persecuciones de brujas como campanas contra las comadronas y las sanadoras y como pogrom contra las mujeres independientes y «no asimiladas»; definición de los objetivos masculinos como más valiosos que los femeninos en cualquier cultura, de modo que los valores culturales se conviertan en personificaciones de la subjetividad masculina; la restricción de la autorrealización femenina al matrimonio y !a maternidad; la explotación sexual de las mujeres por profesores y artistas hombres; el desbaratamiento social y económico de las aspiraciones creativas de las mujeres; la cancelación de la tradición femenina]
8. privarles de amplias áreas de los conocimientos de la sociedad y de los descubrimientos culturales - [mediante el no acceso de las mujeres a la educación; el «Gran Silencio» sobre las mujeres y especialmente la existencia lesbiana en la historia y en la cultura; la canalización de roles sexuales que aleja a las mujeres de la ciencia, la tecnología y otros objetivos «masculinos»; la vinculación socio- profesional entre hombres que excluye a las mujeres; la discriminación de las mujeres en las profesiones]
Estos son algunos de los métodos con los que se muestra y se mantiene el poder masculino. Al mirar el esquema, lo que con seguridad queda grabado es que no nos enfrentamos con una simple preservación de la desigualdad y de la posesión de propiedades, sino con agrupamientos de fuerzas que actúan por doquier y que van de la brutalidad física al control de la conciencia, lo cual indica que se está teniendo que reprimir un enorme contrapeso en potencia.
Algunas de las formas que toma el poder masculino para manifestarse muestran con más claridad que otras su parte en la imposición sobre las mujeres de la heterosexualidad. Pero todas y cada una de las que he enumerado se suman al haz de fuerzas que han convencido a las mujeres de que el matrimonio y la orientación sexual hacia los hombres son componentes inevitables de sus vidas, por más insatisfactorios u opresivos que resulten. El cinturón de castidad, el matrimonio en la infancia, la cancelación de la existencia lesbiana (excepto como exótica y perversa) en el arte, la literatura, el cine; la idealización del enamoramiento y del matrimonio heterosexual, todas estas son formas de coacción bastante evidentes, siendo las dos primeras ejemplo de fuerza física, y las dos segundas de control de la conciencia. En cuanto a la clitoridectomía, que ha sido denunciada por las feministas como forma de tortura femenina, Kathleen Barry señaló en primer lugar que no se trata sólo de un modo de convertir a una chica joven en mujer «casable» mediante una cirugía brutal. Lo que busca es que las mujeres que viven en la intimidad del matrimonio polígino no establezcan entre ellas relaciones sexuales, de modo que, desde una perspectiva de fetichismo genital masculino, los vínculos eróticos femeninos, incluso en una situación de segregación sexual, sean literalmente extirpados.
La función de la pornografía para influir en nuestra conciencia es un asunto público fundamental de nuestra época, cuando una industria que mueve billones de dólares tiene el poder de difundir imágenes visuales de mujeres cada vez más sádicas y degradantes. Pero incluso la llamada pornografía suave y la publicidad muestran a las mujeres como objetos de apetito sexual carentes de contexto emocional, sin significado ni personalidad individuales, esencialmente como mercancía sexual para el consumo de hombres. (La llamada pornografía lesbiana, creada para la mirada voyeur masculina, carece también de contexto emocional y de personalidad individual). El mensaje más pernicioso que difunde la pornografía es que las mujeres son la presa sexual natural de los hombres y Ies encanta, que son congruentes la sexualidad y la violencia y que, para las mujeres, el sexo es esencialmente masoquista, la humillación placentera, y el abuso físico, erótico. Pero al lado de este mensaje va otro que no siempre es reconocido: que la sumisión obligada y el uso de la crueldad, si se producen dentro de la pareja heterosexual, son sexualmente «normales», mientras que la sensualidad entre mujeres, incluidos el respeto y la reciprocidad eróticas, son «raras», «enfermizas», y o realmente pornográficas o no muy excitantes comparadas con la sexualidad del látigo y de la humillación. La pornografía no se limita a crear un clima en el cual resultan intercambiables el sexo y la violencia; amplía la gama de conductas consideradas aceptables para los hombres en la relación heterosexual, conductas que una y otra vez despojan a las mujeres de su autonomía, dignidad, potencial sexual, incluido el potencial de amar y ser amadas por mujeres en la reciprocidad y la integridad.
En su excelente estudio Sexual Harassment of Working Women: A Case of Sex Discrimination, Catharine A. MacKinnon configura la interconexión entre la heterosexualidad obligatoria y la economía. En el capitalismo, las mujeres son segregadas horizontalmente por género y ocupan una posición estructuralmente inferior en el lugar de trabajo. Esto no es nada nuevo, pero MacKinnon plantea la pregunta de por qué, aunque el capitalismo «requiera que un grupo de individuos ocupe puestos de poco prestigio y bajo salario... , esas personas tienen que ser biológicamente mujeres», y señala que «el hecho de que los dadores de empleo hombres no suelan contratar a mujeres cualificadas, a pesar de que podrían pagarles menos que a los hombres, sugiere que hay en juego algo más que el beneficio» Cita gran cantidad de material que prueba que las mujeres no sólo están segregadas en empleos mal pagados del sector servicios (como secretarias, criadas, enfermeras, mecanógrafas, telefonistas, cuidadoras de criaturas, camareras) sino que «la sexualización de la mujer» es parte del trabajo. Es esencial e intrínseca a la realidad económica de las vidas de las mujeres la exigencia de que las mujeres «venderán atractivo sexual a los hombres, que tienden a detentar el poder económico y la posición para imponer sus preferencias.» Y MacKinnon demuestra que «el acoso sexual perpetúa esa densa estructura que mantiene a las mujeres a disposición de los hombres en la parte más baja del mercado laboral. Convergen dos fuerzas de la sociedad norteamericana: el control viril de la sexualidad de las mujeres y el control del capital sobre la vida laboral de la fuerza de trabajo.» De esta manera, en el lugar de trabajo las mujeres están a merced del sexo como poder en un círculo vicioso.
Económicamente discriminadas, las mujeres, ya sean camareras o profesoras, tienen que aguantar el acoso sexual para conservar su empleo y aprenden a comportarse de un modo dócil y gratamente heterosexual porque descubren que este es su verdadero mérito para tener el empleo, sean las que sean las características de su puesto de trabajo. Y, observa MacKinnon, la mujer que resiste demasiado decididamente las insinuaciones sexuales en el lugar de trabajo es acusada de «seca» y asexuada, o de lesbiana. Esto plantea una diferencia específica entre las experiencias de las lesbianas y las de los hombres homosexuales. Una lesbiana, parapetada en su lugar de trabajo a causa de los prejuicios heterosexistas, se ve obligada a algo más que a negar la verdad de sus relaciones externas o su vida privada. Su puesto de trabajo depende de que finja ser no simplemente heterosexual, sino una mujer heterosexual en términos de atuendo y del rol femenino y deferente exigido a las «verdaderas» mujeres.
MacKinnon plantea preguntas radicales sobre la diferencia cualitativa entre acoso sexual, violación y coito heterosexual ordinario. («Según dijo un acusado de violación, no había usado «más fuerza que la habitual entre hombres durante los preliminares»). Critica a Susan Brownmiiler por separar la violación del curso normal de la vida diaria y por su premisa incuestionada de que «la violación es violencia, el coito es sexualidad,» lo cual separa totalmente la violación de la esfera sexual. Y, lo que es más importante, sostiene que «sacar la violación del dominio de «lo sexual», situándola en el dominio de «lo violento», permite estar en contra de ella sin cuestionar hasta qué punto la institución de la heterosexualidad ha definido la fuerza como una parte normal de «los preliminares». «Nunca se pregunta sí, en condiciones de supremacía masculina, tiene sentido la noción de «consentimiento».
El hecho es que el lugar de trabajo, entre otras instituciones sociales, es un lugar en el que las mujeres han aprendido a aceptar la violación por los hombres de sus confines psíquicos y físicos a cambio de supervivencia; donde las mujeres han sido educadas -tanto por la literatura romántica como por la pornografía- a autopercibirse como presa sexual. Una mujer que quiera eludir esas agresiones casuales junto con la discriminación económica, es fácil que recurra al matrimonio como forma de protección deseada, sin llevar al matrimonio ni poder económico ni social, de modo que se incorpora a esta institución desde una posición también desventajosa. Por último, pregunta MacKinnon:
¿Y si la desigualdad fuera intrínseca a las concepciones sociales de la sexualidad masculina y femenina, de la masculinidad y de la feminidad, del erotismo y del atractivo heterosexual? Los incidentes de acoso sexual sugieren que el propio deseo sexual masculino puede ser excitado por la vulnerabilidad femenina... A los hombres les parece que pueden aprovecharse, de modo que Toh quieren, y lo hacen. El análisis del acoso sexual, precisamente porque los episodios parecen un lugar común, obliga a afrontar el hecho de que la relación sexual se da normalmente entre desiguales económica (y físicamente)... el requisito aparentemente legal de que la violación de la sexualidad de las mujeres quede fuera de lo corriente para que sea castigada, contribuye a evitar que las mujeres definan las condiciones corrientes de su propio consentimiento.»
Dada la naturaleza y el alcance de las presiones heterosexuales -la «erotización cotidiana de la subordinación de las mujeres», como lo pone MacKinnon- yo cuestiono la perspectiva más o menos psicoanalítica (sugerida por autores como Karen Horney, H. R. Hayes, Wolfgang Lederer y, más recientemente, Dorothy Dinnerstein) de que ¡a necesidad masculina de controlar sexualmente a las mujeres proceda de algún primigenio «miedo a las mujeres» de los hombres, y de insaciabilidad sexual de las mujeres. Parece más probable que los hombres realmente teman no que se (es impongan los apetitos sexuales de las mujeres o que las mujeres quieran ahogarlos y devorarlos, sino que a las mujeres les fueran ellos del todo indiferentes, que a los hombres se les permitiera el acceso sexual y emocional -y, por tanto, económico- a las mujeres sólo en las condiciones impuestas por las mujeres, quedándose si no en la periferia de la matriz.
Los medios para garantizar el acceso sexual masculino a las mujeres han sido recientemente objeto de rigurosa investigación por parte de Kathleen Barry. Ha aportado datos amplios y estremecedores de la existencia, a muy gran escala, de esclavitud femenina internacional, la institución que antes se conocía como «trata de blancas» pero que de hecho ha incluido siempre, e incluye en este preciso momento, mujeres de todas las razas y clases sociales. En el análisis teórico que deriva de su investigación, Barry pone en relación todas las condiciones impuestas en que las mujeres viven sometidas a hombres: prostitución, violación marital, incesto padre-hija y hermano-hermana, maltrato de mujeres, pornografía, dote marital, venta de hijas, purdah y mutilación genital. Considera que el paradigma de la violación -en el que la víctima de la agresión sexual es hecha responsable de su propia victimizaciónlleva a la racionalización y a la aceptación de otras formas de esclavitud en las que se dice que la mujer ha «elegido» su destino, lo ha adoptado pasivamente, o se lo ha buscado perversamente con su conducta ruda o procaz. Por el contrario, sostiene Barry, «la esclavitud sexual de las mujeres está presente en TODAS las situaciones en las que las mujeres o las niñas no pueden cambiar las condiciones de su existencia; donde, al margen de cómo llegaron a esas condiciones, sea por presión social, dificultades económicas, error de confianza o ansia de afecto, no pueden salir; y donde están sometidas a violencia y explotación sexual.» Aporta una amplia gama de ejemplos concretos, no sólo de la existencia de un difundido tráfico internacional de mujeres, sino también de cómo funciona -ya sea en forma de una rubia pasada por el «tubo de Minnesota», de chicas del medio Oeste que se escapan de casa para irse a Times Square, o de compraventa de jóvenes rurales pobres de Latinoamérica o del Sudeste de Asia, o proporcionando maisons d'abattage a trabajadoras emigrantes en el distrito dieciocho de París. En vez de «acusar a la víctima» o de intentar diagnosticarle una supuesta patología, Barry enfoca con claridad la patología misma de la colonización sexual, la ideología del «sadismo cultural» representada por la industria pornográfica y por la identificación generalizada de las mujeres como «seres primariamente sexuales cuya responsabilidad es el servicio sexual de los hombres.»
Barry configura lo que ella llama una «perspectiva de dominio sexual» a través de cuya lente el abuso sexual y el terrorismo de los hombres contra las mujeres han sido hechos casi invisibles, tratándolos como algo natural e inevitable. Desde este punto de vista, las mujeres son consumibles mientras puedan ser satisfechas las necesidades sexuales y emocionales del varón. El objetivo político de su libro es sustituir esta perspectiva de dominio por una medida universa! de libertad básica para las mujeres, libertad de la violencia específica de género, de las restricciones de movimientos y del derecho masculino de acceso sexual y emocional. Como Mary Daly en Gyn/ Ecology, Barry rechaza las racionalizaciones estructuralistas y otros relativismos culturales de la tortura sexual y de la violencia contra las mujeres. En el primer capítulo, pide a quienes la lean que rechacen toda escapatoria fácil en la ignorancia y la negación. «La única manera de salir del escondite, de quebrar las defensas que nos paralizan, es saberlo todo, todo el alcance de la violencia sexual y del dominio de las mujeres... Sabiendo, afrontándolo directamente, podremos aprender a trazar la vía de salida de esta opresión, imaginar y crear un mundo que excluya la esclavitud sexual.»
«Sólo cuando nombremos la práctica, cuando le demos su definición y forma conceptual, cuando ejemplifiquemos su vida en el tiempo y en el espacio, quienes son sus víctimas más evidentes podrán nombrar o definir su experiencia.»
Pero las mujeres son todas, de modos distintos y en grados distintos, sus víctimas; y parte del problema de nombrar y de conceptualizar la esclavitud sexual de las mujeres es, como lúcidamente lo ve Barry, la heterosexualidad obligatoria. La heterosexualidad obligatoria simplifica la tarea del rufián y proxeneta en los círculos mundiales de prostitución y de «locales eróticos», mientras que, en la intimidad de la casa, le lleva a la hija a «aceptar» el incesto/violación por su padre, a la madre a negar lo que sucede, a la esposa maltratada a seguir con un marido que abusa de ella. «Amistad y amor» es una táctica básica del rufián, que se dedica a llevar al proxeneta para que madure a la chica desorientada o a la que se escapa de casa. La ideología del amor romántico heterosexual, que fe han hecho brillar desde la infancia los cuentos de hadas, la televisión, el cine, la publicidad, las canciones populares, los cortejos nupciales, es una herramienta en las manos del rufián que no vacilará en utilizar, como demuestra Barry. La indoctrinación infantil de las mujeres en el «amor» como emoción puede ser, en general, un concepto europeo; pero una ideología más universal habla de la primacía y de lo incontrolable del impulso sexual masculino. Esta es una de las muchas reflexiones que ofrece la obra de Barry:
«Mientras los adolescentes aprenden cuál es su poder sexual a través de la experiencia social de su impulso sexual, las adolescentes aprenden que el lugar del poder sexual es masculino. Dada la importancia que se fe da al impulso sexual masculino en la socialización tanto de niñas como de niños, la temprana adolescencia es, probablemente, la primera fase significativa de identificación masculina en la vida y en el desarrollo de las niñas... Cuando la chica joven se va dando cuenta de sus propios y crecientes deseos sexuales... se aleja de sus relaciones con amigas, hasta entonces primordiales. Al pasar a un plano secundario, al disminuir su importancia en su vida, su propia identidad asume también un papel secundario y se identifica cada vez más con lo masculino.»
Tenemos todavía que preguntarnos por qué algunas mujeres nunca se alejan, ni siquiera temporalmente, de sus «relaciones hasta entonces primordiales» con otras mujeres. Y ¿por qué se da la identificación con lo masculino -la configuración de los propios vínculos sociales, políticos e intelectuales con hombres -entre sexual- mente lesbianas de toda la vida? La hipótesis de Barry nos lanza a nuevas preguntas, pero aclara la diversidad de formas en que se presenta la heterosexualidad obligatoria. En la mística del impuso sexual masculino que todo lo puede y todo lo conquista, del pene- con-vida-propia, se enraíza la ley del derecho sexual masculino sobre las mujeres, que justifica, por una parte, la prostitución como presupuesto cultural universal y, por otra, defiende la esclavitud sexual dentro de la familia con el pretexto de la «intimidad familiar e irrepetibilidad cultural». El impulso sexual masculino adolescente, que, como les enseñan tanto a las como a los jóvenes, cuando se dispara no puede ni hacerse responsable de sí mismo ni aceptar un no como respuesta, se convierte, en opinión de Barry, en la norma y razón de la conducta sexual masculina adulta: una condición de desarrollo sexual atrofiado. Las mujeres aprenden a aceptar como natural la inevitabilidad de este «impulso» porque lo reciben como dogma. De ahí, la violación marital; de ahí, la esposa japonesa que hace resignadamente la maleta de su marido para que se vaya a pasar un fin de semana en los burdeles kisaeng de Taiwán; de ahí, el desequilibrio de poder, tanto psicológico como económico, entre marido y mujer, empleador y trabajadora, padre e hija, profesor y alumna.
«El efecto de la identificación con lo masculino consiste en:
«hacer propios los valores del colonizador y participar activamente en el proceso de la propia colonización y de la del propio sexo... La identificación con lo masculino es el acto mediante el cual las mujeres colocan a los hombres por encima de las mujeres, ellas incluidas, en cuanto a credibilidad, categoría e importancia en la mayoría de las situaciones, sin considerar la calidad relativa que las mujeres puedan aportar a la situación... La interacción con mujeres es vista como una forma inferior de relación a todos los niveles.»
Lo que merece un análisis más profundo es la doblez de pensamiento en que caen muchas mujeres y de la que ninguna mujer está jamás libre del todo: a pesar de las relaciones mujer-con-mujer, de las redes femeninas de apoyo, de la confianza y aprecio que se sienta por un sistema de valores femenino y feminista, la indoctrinación en la credibilidad y prestigio masculinos pueden aún provocar acomodos en el pensamiento, cancelaciones de sentimientos, castillos en el aire, y una profunda confusión intelectual y sexual. Cito aquí una carta que recibí el día en que estaba escribiendo este párrafo: «He tenido muy malas relaciones con los hombres; ahora estoy metida en una separación muy dolorosa. Estoy intentando encontrar mi fuerza entre las mujeres; sin mis amigas, no podría sobrevivir.» ¿Cuántas veces al día dicen las mujeres palabras como éstas, o las piensan o las escriben, y cuántas veces se reinstaura la sinapsis?
Barry resume así sus resultados:
«Teniendo en cuenta el desarrollo sexual atrofiado que se entiende que es normal en la población masculina, y teniendo en cuenta la cantidad de hombres que son rufianes, proxenetas, miembros de bandas esclavistas, funcionarios corruptos que participan en este tráfico, propietarios, gestores, empleados de burdeles y de instalaciones de habitaciones y de diversión, proveedores de pornografía, asociados con la prostitución, con el maltrato de mujeres, corruptores de menores, perpetradores de incesto, chulos {servicio completo) y violadores, una no puede no quedarse momentáneamente boquiabierta ante la enorme población masculina dedicada a la esclavitud sexual de las mujeres. La enormidad del número de hombres dedicados a estas prácticas debería motivar la declaración de una situación de emergencia internacional, de una crisis en la violencia sexual. Pero lo que debería de ser motivo de alarma es, en cambio, aceptado como relación sexual normal.»
Susan Cavin, en una tesis rica y provocadora, aunque altamente especulativa, sugiere que el patriarcado llega a ser posible cuando la banda femenina originaria, que incluye a las criaturas pero excluye a los adolescentes varones, es invadida y dominada numéricamente por hombres; que la violación de la madre por el hijo, y no el matrimonio patriarcal, se convierte en el primer acto de dominio masculino. El primer paso, o palanca, que hace posible que esto ocurra, no es un simple cambio de la tasa de masculinidad; lo es también el vínculo madre-hijo, manipulado por los adolescentes varones con el fin de seguir estando dentro de la matriz después de la edad de exclusión. Se utiliza el afecto materno para imponer el derecho masculino de acceso sexual que, sin embargo, a de ser sustentado a partir de entonces por la fuerza (o mediante el control de la conciencia), puesto que el vínculo adulto originario profundo es el de la mujer hacia la mujer. Considero esta hipótesis extremamente sugerente, puesto que una forma de falsa conciencia que contribuye a la heterosexualidad obligatoria es el mantenimiento de una relación madre-hijo entre mujeres y hombres, incluida la demanda de que las mujeres proporcionen solaz maternal, nutran sin cuestionar nada y muestren compasión hacia sus acosadores, violadores y agresores (además de hacia los hombres que pasivamente las vampirizan).
Pero sean cuales sean sus orígenes, cuando miramos dura y claramente el alcance y el nivel de elaboración de las medidas diseñadas para mantener a las mujeres dentro de un contexto sexual masculino, resulta inevitable preguntarse si la cuestión que las feministas tienen que plantearse no es la simple «desigualdad de género» o el dominio masculino de la cultura o los meros «tabús contra la homosexualidad», sino la imposición sobre las mujeres de la heterosexualidad como medio de garantizar el derecho masculino de acceso físico, económico y emocional. Uno de muchos mecanismos de imposición es, evidentemente, el hacer invisible la posibilidad lesbiana, un continente sumergido que se asoma fragmentario de vez en cuando a la vista para ser hundido de nuevo. La investigación y la teoría feministas que contribuyen a la invisibilidad o a la marginación del lesbianismo trabajan de hecho contra la liberación y la potenciación de las mujeres como grupo.
El supuesto de que «la mayoría de las mujeres son heterosexuales por naturaleza» es un muro teórico y político que bloquea el feminismo. Sigue siendo un supuesto sostenible en parte porque la existencia lesbiana ha sido borrada de la historia o catalogada como enfermedad, en parte porque ha sido tratada como excepcional y no como intrínseca, en parte porque reconocer que, para las mujeres, la heterosexualidad puede no ser en absoluto una «preferencia» sino algo que ha tenido que ser impuesto, gestionado, organizado, propagado y mantenido a la fuerza, es un paso inmenso a dar si una se considera libre e «innatamente» heterosexual. Sin embargo, no ser capaces de analizar la heterosexualidad como institución es como no ser capaces de admitir que el sistema económico llamado capitalismo o el sistema de castas del racismo son mantenidos por una serie de fuerzas, entre las que se incluyen tanto la violencia física como la falsa conciencia. Para dar el paso de cuestionar la heterosexualidad como «preferencia» u «opción» para las mujeres -y hacer el trabajo intelectual y emocional que viene después- se requerirá una calidad especial de valentía en las feministas heterosexualmente identificadas, pero creo que los beneficios serán grandes: una liberación del pensamiento, un explorar caminos nuevos, el desmoronarse de otro gran silencio y una claridad nueva en las relaciones personales.
Traducción de María-Milagros Rivera Garretas. De Adrienne Rich, Compulsory Heterosexualíty and Lesbian Existence, en Ead., Blood, Bread, and Poetry. Selected Prose 1979-1985. Nueva York y Londres: Norton, 1986,23-75. Escrito Inicialmente en 1978 para el número de «Signs» sobre Sexuality, este articulo fue publicado en esa revista en 1980. En 1982, Antelope Pubtications lo reimprimió como parte de una serie de cuadernos feministas. La introducción fue escrita para ese cuaderno.
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