“Escribo como hablo” me dijo, una vez, Itziar Ziga en una entrevista a propósito de su libro “Transfeministas: una estirpe maldita”, editado por Txalaparta, donde analizaba figuras tan diversas como Silvia Rivera, Valerie Solanas o Louis Michel, unidas por un mismo espíritu de combate. Trataba así de explicar algo la buena acogida que alcanzaron sus primeros libros, como “Devenir perra” o “Un zulo propio”, que repercutieron con fuerza en un amplió grupo de lectores y lectoras, no únicamente de pelaje feminista.
En “La feliz y violenta vida de Maribel Ziga” la autora recuerda su compleja vida junto a su querida madre, una mujer carente de prejuicios, sin grandes oportunidades laborales, que sufrió malos tratos por parte de su marido. El momento de la muerte de su madre, que falleció en un hospital escuchando a Jimmy Somerville, tras un largo deterioro físico en su hogar, le abre a Ziga un espacio de reflexión y creación sobre la vida de esa mujer inmensa y también sobre la suya propia, contraponiendo y a la vez fusionando épocas, lugares de tránsito y personalidades diferentes.
La autora, entre Iruñea y Donosti, recuerda a su hermana y su relación con su “ama” que enseguida la catalogó , sin moralismos, como una muchacha “juerguista, bisexual y respondona” se acaba convirtiendo en una inmersión de los laberintos de la violencia de género, su historia y sus formas de perpetuación desde la medieval “caza de brujas” hasta las formas más actuales, sutiles o violentas, de acoso, desprecio y humillación.
Pero la época en la que Itziar y su hermana volvían a casa temiendo por la integridad física de su madre, casada con un “macho maltratador”, al que intentan comprender sin mucho éxito, es la época franquista, cuando el divorcio estaba prohibido y las víctimas eran doblemente estigmatizada. Cuando, tras un largo periplo de temor y golpes, su madre se deshace de su esposo, para el que tiene que trabajar dentro y fuera del ámbito doméstico, la autora no se ha librado de las pesadillas de la violencia heteropatriarcal que, en uno de sus muchos arrebatos de ironía, compara con las viejas películas de terror y zombies que veían por televisión. Pero ya desde entonces las mujeres, con mayor o menor fortuna, encontraban apoyo unas en otras, en vecinas, compañeras de clase y la llegada del feminismo a la vida de la autora supone un cambio decisivo y terapéutico sobre todo aquello que ha vivido en el miedo y el ocultamiento. Visitando las primeras librerías LGTB de Bilbao en busca de apoyo y frecuentando los primeros grupos de mujeres, la autora nos embarca en un periplo que no deja de ser una liberadora “toma de conciencia”, un viaje interior en el que la propia narradora nos acerca a sus propios enfrentamientos con machos maltratadores, en el transcurso de noches etílicas.
Ziga denuncia la alianza de los poderes eclesiásticos, médicos, judiciales y policiales a la hora de infravalorar la violencia o el estigma que sufren muchas mujeres, entre las que se encontró su propia madre, una luchadora y vividora nata que transitó de unos refugios a otros, en compañía de sus dos hijas. Esta escritora, sin pelos en la lengua y de pluma afilada, no abandona los recuerdos tiernos o líricos de su entorno juvenil ni de una mujer intrépida sometida a los dictados de su tiempo y a la herencia del heteropatriarcado.
Ziga, una periodista poco convencional que transita por los terrenos de la literatura feminista y queer, cuestiona cosas como la institucionalización del “amor romántico”, la masculinidad dominante y la evidente desigualdad salarial entre hombres y mujeres, sin dejar de cuestionar la arbitrariedad de ambas categorías. Será gracias a la ayuda de su amiga transexual Verónica Arauzo y de los primeros grupos de empoderamiento femenino cuando comprenda que no debe aceptarse ningún tipo de violencia, física o psíquica, y que ésta, en muchas ocasiones, viene motivada por una organización heteropatriarcal de los afectos y los roles sexuales.
Una hermosa, lúcida y estremecedora mirada al difícil periplo vital de su madre, que a pesar de su mente abierta, también fue educada, como muchas mujeres de su generación, en la renuncia y el sometimiento. La autora confiesa que no le resulta más difícil escribir sobre el estigma de “puta” que sobre el de “víctima” (indirecta) de violencia de género, lo que no deja de ser para ella una lacra estructural que marca, de un modo un otro, la vida de muchas mujeres de generaciones diferentes.