Estarán de acuerdo conmigo en que la vida sexual de un ciudadano de occidente consiste (independientemente de su orientación sexual) en un 90 por cierto de material discursivo (imágenes o relatos, ya tengan estos entidad física o simplemente mental) y (con suerte) un 10 por cierto de eventos (dejando al margen la calidad de estos). Además, como el nada feminista Guy Debord anticipó, en la sociedad del espectáculo este material discursivo crece exponencialmente y desplaza de forma progresiva al cada vez más huidizo evento. Luchar por la “liberación sexual” implica, por tanto, un doble trabajo no sólo de emancipación práctica sino también discursiva. Una revolución sexual es siempre una transformación del imaginario, de las imágenes y de los relatos que movilizan el deseo.
De ahí que las batallas sexopolíticas del último siglo se hayan librado sobre todo en el ámbito de la redefinición de nuestra cacharrería (o, si prefieren, del dispositivo, en la jerga postestructuralista) sexo-discursiva. Los cambios de lenguaje, de la representación y de la pornografía han transformado nuestras modos de desear y amar. Aunque el feminismo y los movimientos de minorías sexuales han cuestionado el imaginario sexual moderno dominante, su representación de un cuerpo blanco, sano, válido, delgado, activo, autónomo y reproductivo ha contribuido también a eclipsar otras formas de opresión sexual.
Así, por ejemplo, sexo y discapacidad continúan siendo conceptos antagónicos en las narraciones médicas y mediáticas. El cuerpo discapacitado ha sido representado como a-sexual y no-deseable, y cualquier expresión de su sexualidad, patologizada o reprimida. En los últimos años, sin embargo, ha surgido un movimiento handiqueer que hibrida los recursos críticos de las políticas de emancipación de minorías y las estrategias de producción de placer y visibilidad de los movimientos queer y post-porno.
Surgida de este nuevo activismo, la película Yes, We Fuck, dirigida por Antonio Centeno y Raúl Morena, acaba de ganar el premio al mejor documental en el X Porn Film Festival de Berlín 2015. Yes, We Fuck narra el encuentro y el trabajo conjunto de Post-Op, un grupo de artistas postporno (formado por Urko y Majo) y de los activistas de la asociación Oficina de Vida Independiente de Barcelona en 2013. El paisaje de la sexualidad diversa-funcional está hecho de cuerpos que se excitan con las prótesis, se corren sin erección y en los que toda la piel, sin jerarquías genitales, es una superficie erótica.
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Imagen del documenta del documental Yes, We Fuck,de Antonio Centeno y Raúl Morena. |
Como los movimientos feministas, pero también de minorías sexuales y raciales, el Movimiento de Vida Independiente emerge en los años 60 a través de un proceso similar de ruptura epistemológica y politización del cuerpo. Aquí la figura política central es el enfermo-investigador-activista que, desplazando los saberes hegemónicos del médico, del sociólogo y del asistente social, reclama producir y colectivizar conocimiento a partir de su experiencia compartida del diagnóstico y el tratamiento como discapacitado. En The Body Silent,publicado en 1978, Robert F. Murphy politiza su experiencia como enfermo con un tumor en la columna vertebral que le paraliza. “Mi tumor es mi amazonas”, escribe. El objetivo de Murphy no es simplemente narrar la enfermedad desde el punto de vista del enfermo, sino elaborar un saber crítico sobre la diferencia corporal que resista a los procesos de exclusión, discriminación y silenciamiento impuestos al cuerpo considerado como discapacitado. Al mismo tiempo se crean en distintos lugares de Europa y Estados Unidos los “centros de vida autónoma” que luchan por la des-medicalización, des-patologización y des-institucionalización de los sujetos considerados como discapacitados.
Del mismo modo que el movimiento queer rechaza la definición de la homosexualidad y la transexualidad como enfermedades mentales, el Movimiento de Vida Independiente rechaza la patologización de las diferencias corporales o neurológicas. Allí donde el movimiento queer o black analiza y deconstruye los procesos sociales y culturales que producen y estabilizan las relaciones de opresión sexuales, de género y raciales, el movimiento por la diversidad funcional muestra que la discapacidad no es una condición natural, sino el efecto de un proceso social y político de dis-capacitación. El mundo sonoro no es mejor que la sordera. La vida bípeda, vertical y móvil no es una vida mejor sin la arquitectura que la posibilita. Estos movimientos critican los procesos de normalización del cuerpo y de la sexualidad que tienen lugar en la modernidad industrial, con sus imperativos de producción y reproducción de la especie. No se trata de hacer una mejor taxonomía de la deficiencia, ni de demandar una mejor integración funcional del cuerpo discapacitado, sino de analizar y criticar los procesos de construcción de la norma corporal que discapacitan a algunos cuerpos frente a otros. No necesitamos mejores industrias de la discapacidad, sino arquitecturas sin barreras y estructuras colectivas de capacitación.
En su más reciente trabajo Yo me masturbo, el colectivo de Vida Independiente reclama, para las personas con diversidad funcional motora, el derecho a la asistencia sexual como condición de posibilidad de acceso a su propio cuerpo para masturbarse o para tener relaciones sexuales con otros cuerpos. “Nos han exiliado de nuestro propio cuerpo, tenemos que recuperarlo. Reivindicarlo para el placer es lo más subversivo y transformador que podemos hacer”, señala Antonio Centeno. Yes, We Fuck y Yo me masturbo son ejemplos de la creación de una red de alianzas de disidencia somatopolítica transversal que ya no funciona de acuerdo a la lógica de identidad, sino a lo que podríamos llamar —con Deleuze-Guattari— la lógica del assemblage, del ensamblaje o de la conexión de singularidades. Una alianza de cuerpos vivos y rebeldes contra la norma.
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