Le veo por primera vez subiendo las cuestas del barrio de Beyoğlu en Estambul. Tiene el pelo sucio y oscuro y está herido en el cuello. Le sigo, pero me esquiva, camina sin pararse, sin mirar a nada o a nadie. Sube por Firuzaga. Un vendedor ha extendido allí sus alfombras cubriendo completamente la carretera. Parece no importarle que los transeúntes e incluso los coches circulen sobre ellas. La calle es un salón a cielo abierto. Si los pasajes parisinos eran para Benjamin un espacio exterior que se curvaba sobre sí mismo para devenir interioridad burguesa, aquí sucede lo contrario. La alfombra es un hogar bidimensional que se despliega sobre el asfalto instalando una hospitalidad tan intensa como precaria. Pero, ¿para quién? ¿Quién es recibido y quién es expulsado? ¿Cuál es el pueblo que tiene derecho al hogar? ¿Cómo redefinir el demos más allá del domos?
Con el cansancio de la subida dormito caminando y sueño que aquellas alfombras son mi casa y que ese extraño que avanza herido es mi perro. Nos acostaríamos juntos y yo pasaría la tarde acariciándolo. Pero él no se detiene. Lleva un crotal de plástico amarillo sobre la oreja: número 05801. Un signo de trazabilidad que señala que ha sido reconocido como animal vagabundo y esterilizado. Le sigo del otro lado de la plaza Taksim, hacia Tarlabaşı y Mete. En tan sólo cien metros hemos pasado de las calles en las que las mujeres visten chador a otras en las que trabajadoras transexuales semidesnudas ejercen la prostitución. Aunque esos dos estatutos de la feminidad parezcan opuestos, no son sino dos modalidades (resistencia mimética y subordinación subversiva) de la supervivencia en el capitalismo neoliberal: aquí entran en alianza inesperada la definición teológica de la soberanía masculina y la producción farmacopornográfica del deseo y la sexualidad. La artista y activista Nilbar Gures me contará que cada mes asesinan al menos a una mujer transexual sin que la policía lleve a cabo la menor encuesta.
Entre la gente y los coches de Taksim pierdo de vista al vagabundo y continúo solo el recorrido de museos y galerías previsto por la Bienal de Arte de Estambul. Arter, el Colegio Griego, el Italiano, The House Hotel Galatasaray, el Museo de Arte Moderno… La organización de la Bienal nos lleva en barco desde el puerto de Kabataş hasta Büyükada, una de las islas Princesa, antiguos enclaves griegos, hoy convertidos en destinación veraniega para las clases turcas acomodadas. Navegando sobre el Bósforo tengo la impresión de entrar por la arteria aorta en el corazón del mundo. El latido de la urbe es la sístole y la diástole del planeta. El calor húmedo se convierte en bruma y desdibuja los contornos de la costa interminable de una ciudad de 16 millones de habitantes. La guía de la Bienal, este año dirigida por Carolyn Christov-Bakargiev, anuncia un compromiso activo con las políticas feministas y ecologistas. Sin embargo, al llegar a la isla, lo que sorprende es el estado famélico de los cientos de caballos uncidos a carros retro-kitsch que suben a los turistas hasta el monasterio y los miradores. Adnan Yıldız, curador y activista turco, me explica que cada verano los caballos son sacrificados o mueren de hambre en los establos vacíos de la isla —no resulta rentable alimentarlos fuera de temporada—.
Más tarde, otro barco lleva a algunos coleccionistas y patronos desde Büyükada a Sivriada, la pequeña isla en la que Pierre Huyghe expone su instalación. Allí están los ancestros de nuestro perro vagabundo. En 1910, en el proceso de modernización de Estambul, más de 50.000 perros fueron capturados y abandonados en la isla. Sin agua ni comida, los perros fueron condenados a comerse unos a otros, antes de morir. Dicen que los aullidos se oyeron durante semanas. Lo que me sorprende no es que fueran deportados (la exclusión es una de las más ancestrales técnicas necropolíticas), sino que, al escuchar sus lamentos, nadie fuera capaz de volver a salvarlos.
Inesperadamente, al salir de un taxi colectivo que me deja en la plaza Taksim, vuelvo a ver al mismo perro herido, 05801. Le sigo de nuevo, esta vez me lleva hasta el parque Gezi, donde se reúne con otros perros marcados como él. El pueblo de los vagabundos esterilizados. Cada uno de ellos es el final de una larga historia de supervivencia. El final. Más tarde, la artista Banu Cennetoğlu me explicará que cada noche el parque se llena de miles de refugiados humanos que, como los perros, vienen a dormir allí. Hay alrededor de un millón y medio de refugiados cruzando Estambul hacia Europa. Erdoğan aspiró primero a captar a algunos como mano de obra pauperizada y a transformarlos en rehenes electorales a los que se les daba asilo a cambio de voto. Pero la presión demográfica es considerada excesiva y ahora Turquía quiere ser simplemente un enorme pero rápido puente Bósforo, un gran pasillo en el que el refugiado pierde toda condición de ciudadano político mientras transita desde Asia hasta Europa convertido en perro vagabundo.
En el parque Gezi pierden sentido los conceptos centrales de la política occidental (soberanía, moneda, Estado) y, contra Platón y su República, resurge Diógenes el Cínico, el filósofo de los perros, como nueva figura de la política-mundo. Desafiando las clasificaciones gubernamentales que regulaban la antigua Grecia, cuando Alejandro pregunta a Diógenes de qué ciudad era originario, éste le responde: “Yo soy un ciudadano del mundo (kosmopolitès)”. Frente a los poderes de la ciudad ateniense, Diógenes, desnudo y durmiendo en una tinaja, escoge el parlamento de los perros; frente a la ley del más fuerte afirma la fuerza de la risa; frente al derecho cívico de la guerra, apuesta por la pereza y la masturbación. Oponiéndose al mismo tiempo al comunitarismo eurocéntrico de Hegel y al cosmo-colonialismo humanista de Kant, Diógenes nos invita a un cosmopolitismo materialista, irreverente y animista en el que el viviente (poco importa que sea humano o perro) considerado como cuerpo es ya desde siempre sujeto de una ciudadanía mundial.
La intensidad y la violencia de los movimientos migratorios planetarios exige hoy y con urgencia el paso a una nueva ciudadanía-cuerpo-alfombra que se oponga y transgreda las leyes del los Estados-nación en los que rige la ciudadanía-capital-tierra. Este cambio de estatuto nada tiene que ver con la forma o la cuantía de la ayuda humanitaria. Si el neoliberalismo ha abatido las fronteras económicas es necesario ahora derribar las políticas. Si no somos capaces de esta transformación, la Comunidad Económica Europea será para los refugiados una isla Sivriada donde, sin reconocimiento político y sin soporte material, estén destinados a comerse a sí mismos antes de morir.
Artículo compartido de el Estado Mental