Addendum: Sobre el lenguaje y las prácticas antiespecistas
Este ensayo utiliza el término
“vegano” - en algunas partes puntuales - no sin reservas. Reconozco que el
veganismo, tal como ha sido promovido desde el Norte Global, ha sido
históricamente blanco, cisnormativo, colonial y profundamente individualista. Muchas
veces, esta narrativa se ha desvinculado de las luchas colectivas,
invisibilizando las prácticas ancestrales y situadas de pueblos indígenas y
comunidades racializadas que ya cultivaban modos de existencia basados en
respeto, no opresivos y justos con los demás animales y la tierra —sin
necesidad de nombrar esas prácticas como “veganismo”.
Asimismo, cabe afirmar que reconozco
que no todos los antiespecismos son veganismos, ni todos los veganismos son
antiespecistas. Aunque a menudo se entrelazan, el Veganismo[1],
en su forma más difundida y dominante, puede limitarse a una elección de
consumo individual que evita productos de origen animal, sin necesariamente
cuestionar las estructuras de poder que sostienen la opresión animal. Los
antiespecismos, en cambio, son críticas políticas amplias al sistema que
jerarquiza las vidas en función de la especie y la colonialidad, y que se
entretejen con otras formas de opresión como el racismo, el capacitismo y el
LGBTIodio. Es decir, existen formas de veganismo que no enfrentan estas
estructuras, y también antiespecismos que, aunque no sean estrictamente veganos
en su práctica cotidiana, están comprometidos con una desestabilización radical
de las lógicas que legitiman la dominación humana sobre los demás animales.
En sintonía con el Queer Vegan Manifesto, afirmo que “no
queremos ser veganes aceptables”. Mi ética no se construye desde el consumo ni
desde la pureza moral, sino desde la rabia, la ternura y la resistencia.
Prefiero hablar de alimentación
antiespecista o veganismo como una práctica ética, política y situada, profundamente afectada por las
condiciones materiales, las desigualdades coloniales y las genealogías
disidentes que nos atraviesan. No pretendo imponer una única manera de vivir,
sino abrir un espacio de imaginación colectiva para otras formas de habitar,
cuidar y resistir.
En este sentido, cabe marcar que
este ensayo está escrito desde quien soy: una persona anarquista, no binaria,
lesbiana,, neurodivegente, habitando los bordes entre Brasil y Argentina. Hablo
desde un cuerpo entendido como zona de intervención política, donde se cruzan
luchas, disidencias y memorias; una escritura situada que no busca neutralidad,
sino compromiso con formas de vida que desafían la norma y abren espacio para
otros futuros posibles.
Finalmente, destaco que uso de la
"e" como forma de desobediencia lingüística, como una ruptura con las
estructuras del lenguaje que normalizan la violencia del binarismo. Como señala
Vir Cano, el lenguaje es un campo de disputa política y afectiva y no
nombrarnos es también una forma de borrarnos. Por eso, el uso de la
"e" no pretende ser neutral ni universal, sino una estrategia situada
de insurgencia cuir. Es una grieta en la gramática de lo posible, una forma de
afirmar que nuestras existencias no caben en las reglas impuestas por un idioma
que fue hecho para excluirnos.
1. Introducción: Naturista, disidentes, indomables
Mi abuela me llamaba “naturista”. No
lo decía con desprecio, pero tampoco con comprensión. Era su forma de nombrar
aquello que no entendía del todo, es decir, mi forma de comer, de sentir, de no
encajar. En su boca, la palabra se cargaba de una ternura desajustada, como
quien señala a alguien que eligió vivir en el margen del mundo, más cerca de
los pájaros y de las plantas que de las personas.
Con los años, entendí que esa
extranjería no era individual. No era sólo mía. Era una marca que compartía con
otros cuerpos que, como yo, han sido leídes como anormales, desviades,
salvajes. Mirha-Soleil Ross, desde su
militancia trans y antiespecista, lo dijo con una lucidez rabiosa: “Somos la
escoria. Los residuos del género, del deseo y del sistema alimentario. No
queremos encajar. Queremos vivir.”
Vivir como una persona cuir y
antiespecista en Latinoamérica es transitar un campo minado. Aquí, donde la
carne es símbolo de ascensión social y la domesticación de los cuerpos es parte
de la construcción de nación, nuestras elecciones ético-políticas no son leídas
como éticas, sino como traiciones. Comer sin carne, amar fuera de la
normatividad de género, vivir indomesticades: todo eso se vuelve una amenaza al
orden que sostiene al cishetero-patriarcado, al especismo, al Estado y al
colonialismo.
Desde el principio, supe que mi
alimentación antiespecista o mi veganismo no era solo una decisión personal.
Era una disidencia encarnada. Dejar de comer animales desató debates familiares
y llevó a un replanteo de determinados valores. Mis xadres, por ejemplo,
tiempos y debates después, se sumaron a esta práctica.
Pero todo esto asume otra proporción
cuando reconocemos que la carne no es solo alimento: es un rito. Una forma de
afirmar jerarquías —de clase, de género, de especie. Aquí, en el Sur global,
donde la Modernidad llegó como imposición colonial y racializada, comer carne
también se vuelve un gesto aspiracional. No se trata solo de saciar el hambre:
se trata de aproximarse a esa categoría de vidas consideradas legítimas,
valiosas, no matables.
Porque en la arquitectura
moderna-colonial, no todas las vidas importan igual. No todas son llorables,
protegibles o dignas de duelo. Solo ciertos cuerpos —blancos, cisgénero,
cuerdos, sin discapacidad, heterosexuales, masculinos, propietarios y consumidores—
han sido reconocidos históricamente como portadores de Humanidad plena o como
vidas que merecen existir, ser defendidas, ser narradas.
Comer carne, en este contexto, se
convierte en un intento cotidiano de inscribirse en esa zona de reconocimiento.
Una forma de distanciarse de la precariedad, del hambre, de la animalización y
del riesgo constante de ser una vida descartable.
Y aquí hay un matiz fundamental: no
es lo mismo tener el derecho a consumir carne y decidir no ejercerlo, que nunca
haber tenido ese derecho. Para muches, el acceso a la carne representa la
posibilidad material y simbólica de pertenecer, de no ser les siempre
hambrientes, les siempre excluides, les siempre pobres. La carne aparece como
pasaporte ontológico hacia el terreno de quienes pueden elegir, de quienes no
están condenades de antemano a la escasez y a la vulnerabilidad.
Por eso cuestionar el consumo de
carne (o de productos de origen animal) no puede reducirse a una ética
individual del consumo. Implica desmontar las estructuras que producen y
distribuyen la vulnerabilidad; implica interrogar quién tiene derecho a elegir
y quién nunca lo tuvo. La crítica antiespecista, entonces, no puede ignorar
estas historias de desigualdad de clase - y por ende, de raza. Pero eso no
significa romantizar la violencia estructural especista ni aceptar como
inevitable el consumo de cuerpos no humanos. Incluso pues desde los márgenes
también han emergido formas de resistencia que cuestionan tanto el especismo
como el racismo, el clasismo y el colonialismo.
Existen veganismos populares, de
favela, de periferia, que no son copia del Veganismo blanco de clase
media-alta, sino construcciones situadas, forjadas desde otros modos de habitar
la escasez y de politizar las prácticas cotidianas. Prácticas cotidianas que
redefinen el antiespecismo no desde el privilegio de quien siempre pudo elegir,
sino desde la urgencia de crear formas de vida más justas en contextos de
vulnerabilidad.
Teóricas como Aph y Syl Ko han
señalado con contundencia que la animalización y la deshumanización son ejes
centrales del racismo Moderno - y que cualquier proyecto de liberación animal
que no enfrente estas violencias cruzadas está condenado a reproducirlas. Para
ellas, no se trata solo de dejar de comer animales, sino de desmontar la lógica
colonial que produce cuerpos matables, ya sean humanos o no humanos.
Y el reverso también es cierto para
las hermanas Ko: no basta con luchar contra el racismo si no se cuestiona el
especismo y la producción sistemática de vidas no humanas como vidas
disponibles para el sufrimiento y la muerte. Porque el mismo aparato que
animaliza a las personas racializadas es el que deshumaniza a los animales,
reduciéndolos a mercancía, recurso o carne.
Para Aph y Syl Ko ambas violencias
son hijas del mismo proyecto moderno-colonial que decide quién merece vivir y
quién puede ser exterminado. Por eso, una ética antiespecista que quiera ser
verdaderamente emancipadora tiene que ser, a la vez, antirracista,
anticapitalista y decolonial. Solo así podremos imaginar formas de existencia
que no se sostengan en la producción de cuerpos sacrificables.
Así, mientras unas personas comen
carne para afirmar su pertenencia lo que llamamos de humanidad, otras optan por
rechazarla como un acto de ruptura con el sistema que siempre las quiso fuera
de esa categoría. Así nacen veganismos o alimentaciones antiespecistas que
nacen de la pobreza, del dolor, pero también de la dignidad y de la
desobediencia.
Y creo que reconocer estas tensiones
no es relativizar la violencia contra los animales, es politizarla. Es entender
que la lucha contra el especismo también es una lucha contra el racismo
estructural, el capitalismo y la colonialidad.
Pero en medio de todo esto, lo que
puede sentir es que hay algo que late en los márgenes. Algo que no puede ser
completamente disciplinado. Como escribimos junto a Anahí Gabriela González en Alianzas Salvajes, nuestras resistencias
nacen del exceso…Las alianzas disidentes no se forjan desde la adecuación, sino
desde el deseo radical de no ser domesticades.
Este ensayo no pretende ofrecer una
receta universal. Nace desde una historia encarnada, desde la contradicción de
vivir en un territorio donde lo cuir y lo no humano han sido sistemáticamente
desechados. Desde una voz que no busca representar a todes, pero sí resonar con
quienes se sienten fuera de lugar. Porque cuando el mundo te dice que no
perteneces, une empieza a tejer sus propias alianzas: con les animales, con la
tierra, con otres monstruos que también eligieron la indocilidad.
2. El binarismo moderno-colonial: Humane / No humane
Salir del género normativo es,
también, salir de la especie. Esta afirmación de Gabriel Giorgi, atraviesa mi
experiencia de vida y orienta mi práctica política. No se trata de una
metáfora, sino de una constatación: las fronteras entre lo humano y lo animal
han sido históricamente trazadas al mismo tiempo que las fronteras del género.
Lo que no encaja en el binario hombre/mujer —lo cuir, lo trans, lo no binario,
lo marica, lo torta— ha sido expulsado también del reino de lo humano legítimo.
Lo que no entra en el marco de lo masculino, blanco, heterosexual, funcional y
propietario es arrojado al borde de lo animal.
María Lugones lo articula con una
lucidez devastadora: la Modernidad no solo impuso una jerarquía entre razas,
sino también una lógica de género que despojó de humanidad a quienes no eran
europeos blancos. Para ella, el sistema moderno-colonial creó una dicotomía
fundacional entre “lo humano” y “lo no
humano”, asignando el privilegio de la subjetividad únicamente a ciertos
cuerpos. La mujer negra, la indígena, el cuerpo trans, el animal —todes fueron,
y son, habitantes de ese ‘no humano’ que sirve de abono al proyecto
civilizatorio.
Ese binarismo no es solo conceptual,
es práctico. Fue sobre esa base que se justificó la esclavización, la
colonización, la violación, el ecocidio y el matadero. Las vidas que no eran
reconocidas como plenamente humanas podían ser sacrificadas sin culpa, sin
duelo, sin consecuencia. Donna Haraway, en When
Species Meet, nos recuerda que la frontera entre humano y animal no es una
línea natural, sino una trinchera epistemológica que legitima formas de
violencia normalizadas. Lo cuir y lo animal —ambos leídos como cuerpos sin
lugar o relegados a lugares de producción de muerte— se han convertido en
objetos de corrección, domesticación o exterminio.
Desde mi vivencia, no puedo separar
mi alimentación antiespecista o mi veganismo de mi identidad cuir. Ambas son
rechazos activos a esta jerarquía fundacional. Cuando rechacé la carne, no sólo
dejé de consumir animales, sino que dejé de consumir una narrativa que me decía
que para ser alguien —para ser plenamente humane— tenía que participar del
ciclo de dominación. Y cuando asumí mi identidad no binaria, no sólo me rebelé
contra el sistema de género, sino que me salí conscientemente del espacio de lo
humano hegemónico. Me convertí, para muches, en un monstruo.
Pero como afirma Paul Preciado, “los
monstruos no son errores de la naturaleza; son errores del régimen
epistemológico que quiere clasificarlo todo.” Desde esa monstruosidad, desde
esa desobediencia, empiezo a tejer otro tipo de política, una política de las
alianzas salvajes. Porque no quiero ser reconocide por el sistema; quiero
destruirlo.
La animalización ha sido una
estrategia recurrente para justificar la violencia contra cuerpos cuír, trans,
racializades y discas. En el archivo colonial, las personas racializadas eran y
aún son tratadas como bestias. En el presente, las personas trans seguimos
siendo patologizadas como “errores biológicos”. La misma lógica que permite que
los animales sean explotados en nombre de su “naturaleza inferior” es la que
permite que se nos margine en nombre de una “naturaleza normal”.
Estas narrativas, fundadas en una
biologízación colonial, sostienen una ficción de orden. Se dice que las mujeres
cis son “naturalmente” maternales, que las personas cuír estamos “contra
natura”, y que los animales existen “para” ser domesticados, consumidos o
sacrificados. Como explicamos con Anahí (en Davidson y González (2022)), el
antiespecismo cuir (o transfeminista) parte de un rechazo a la naturalización
de las jerarquías. No queremos un lugar en el mundo tal como está, sino la
posibilidad de habitar mundos otros, donde lo viviente no esté subordinado a la
utilidad.
Cuestionar el binarismo humano/no
humano es cuestionar la base misma de la civilización moderna-colonial. Es
decir que lo que hemos llamado “humano” ha sido siempre una ficción violenta,
una máscara blanca (como diría Fanon) que oculta o justifica el despojo y
asesinato de tierras, cuerpos y vidas. En cambio, asumir la animalidad cuir es
elegir otro camino: uno que abrace la vulnerabilidad, la interdependencia, el
deseo fuera de norma.
Lo que se nos ha dicho que es desvío
—amar a otres sin permiso, rechazar el consumo de carne, vivir en los márgenes
del género— es, en realidad, una forma de sabiduría encarnada. Como escribe
Vinciane Despret, los cuerpos que se salen de las categorías son los que más
tienen para enseñarnos sobre cómo vivir. No desde el control, sino desde la
escucha. No desde la jerarquía, sino desde el vínculo.
Por eso, este ensayo no propone una
nueva norma, sino una ruptura. Una grieta. Una alianza entre cuerpos que han
sido expulsades del reino de lo humano. Cuerpos que el sistema no quiere, pero
que se niegan a desaparecer. Como hongos creciendo entre los escombros, como
abejas bailando en medio del humo, como animales que se escapan del matadero.
Desde allí, desde acá, desde esa
zona donde la especie y el género se deshacen, es que se vuelve posible pensar
otra política. Una política cuir, transfeminista, antiespecista y situada. Una
política que no necesita de categorías fijas, sino de compromisos vivos. Que no
pregunta “¿quién es humano?”, sino “¿quién resiste?”.
3. Masculinidad cárnica y lesbianismo no binario: comer o ser
devorade
Ser una persona no binaria y
lesbiana antiespecista no es una suma de categorías. Es un lugar encarnado de
tensión constante. Se trata de habitar un cuerpo que no cabe, que no encaja,
que se sale —del género, del deseo, del menú familiar. Es habitar un punto de
fuga donde las normas no se rompen con teorías, sino con decisiones pequeñas:
lo que como, cómo me visto, a quién amo, qué cuerpos decido cuidar y cuáles me
rehúso a devorar.
Desde que dejé de comer animales,
comprendí que ese gesto tocaba fibras profundas, tal cual mi salida del closet.
Mi alimentación antiespecista desató algo visceral. Como si al rechazar la
carne, estuviera renunciando no solo a un alimento, sino a un lugar simbólico
dentro del orden patriarcal. Y quizás era eso lo que estaba haciendo sin darme
cuenta.
Entiendo la masculinidad cárnica como el ritual que afirma la virilidad
dominante. Comer animales, especialmente carne, se ha convertido en una
extensión del poder cis-masculino, una forma de “comerse” el mundo, de
demostrar control, fuerza, poder. Al rechazarla, cuestionamos no solo el menú,
sino el mito entero de la masculinidad hegemónica.
En mi entorno, les lesbianas somos
leídes de forma ambivalente: o como seres dóciles y maternales —ligades a una
supuesta ética del cuidado natural— o como imitaciones fallidas de hombres, que
recuperan virilidad a través de gestos como levantar peso o comer carne. Ambas
narrativas —la lesbiana frágil y la lesbiana carnívora— comparten una necesidad
común: ubicarnos dentro de un marco binario, entendible, consumible.
Pero ser une lesbiane no binarie y
antiespecista desactiva esas narrativas. No soy frágil, pero tampoco replico el
gesto del macho hegemónico. No deseo consumir cuerpos —ni como símbolo, ni como
sustento. Mi rechazo a la carne es también un rechazo a la lógica del
sacrificio que ha sostenido el poder patriarcal-colonial, esa lógica que exige
que alguien muera, que alguien sangre, que alguien sea inferior para que otre
pueda afirmarse.
Aparte de esto, habitar una
identidad lesbiana y no binaria (de forma concomitante) en este contexto es, en
sí mismo, una forma de rechazar la coherencia sistémica que la
Modernidad-colonial espera de nosotres. Es negarse a ser legible bajo las
coordenadas binarias de género, de deseo, de Humanidad y de consumo. Es
resistir a esa arquitectura de sentido que solo reconoce como legítimas
aquellas existencias que encajan en sus categorías prediseñadas de lo que es un
cuerpo correcto, un deseo correcto, una alimentación correcta.
Ser lesbiane y no binarie no es solo una cuestión
identitaria para mi, sino que es una forma de disidencia ontológica. Un modo de
encarnar la interrupción, la desobediencia a un sistema que necesita clasificar
con cierta coherencia, jerarquizar y sacrificar para mantenerse en pie. Se
trata de una negativa encarnada a habitar los lugares de legibilidad que el
patriarcado, el cisheterosexismo y el especismo han diseñado para que existamos
de forma dócil o funcional.
En mi vida cotidiana, esa renuncia
no es siempre gloriosa. A veces es solitaria. A veces es contradictoria. Pero
también es profundamente afirmativa por que se trata de una forma de cuiridad
que no quiere consolidarse sobre la dominación, sino sobre la ternura y la
interdependencia. Es una cuiridad que no quiere hacer daño para sentirse
fuerte.
Judith Butler escribió que el género
es una performance, pero también una forma de resistencia. En mi caso, mi
performance de género no se limita a la ropa o a los pronombres, sino que se
extiende a cómo me alimento, cómo me vinculo, cómo elijo cuidar. Esa es mi
práctica cuir: no la de quien se reivindica como inocente, sino la de quien se
implica en los vínculos que desbordan toda categoría.
Desde esa cuiridad, me reconecto con
otres cuerpos indomables, ya sean animales, humanes, plantas, fantasmas.
Formamos alianzas que no caben en los pactos de ciudadanía o en las políticas
públicas. Alianzas salvajes, como las que nombramos junto a Anahí Gabriela
González, que se tejen en la fragilidad, en el deseo de habitar un mundo donde
ninguna vida sea sacrificable.
Creo que por eso, para mí, ser cuir
también es ser vegane. No son dos identidades separadas, sino dimensiones
entrelazadas de una misma ética encarnada. Mi performance de género no termina
en cómo me visto o cómo me nombro: se extiende hasta lo que decido comer,
cuidar y proteger. Mi rechazo a la carne, a la explotación animal, a la muerte
impuesta, es también una forma de decirle que no a la masculinidad hegemónica,
a la heterosexualidad obligatoria y a la colonialidad que marca qué cuerpos
deben vivir y cuáles pueden ser sacrificados.
La cuiridad lesbiana y no binaria,
entonces,es una otra cosa. Un modo
de ser que no se mide por la capacidad de control, sino por la potencia de
cuidar sin poseer. Una forma de sostener, de acompañar, de no devorar. Ser antiespecista es también una forma de
encarnar esa ternura activa. No desde la culpa, sino desde la elección. No
desde el privilegio, sino desde el compromiso. Porque si el sistema nos quiere
devorando o siendo devorades, lo que queda es decir que no. No a su virilidad. No a su cisgereneridad heterosexual. No a su
sacrificio. No a su humanidad domesticadora. Y desde ese “no”, seguir habitando
cuerpos que insisten en amar, alimentar y resistir sin reproducir la
colonialidad en su más cruda realidad.
4. La heterosexualización de la naturaleza y la animalidad cuir
Desde niñe, me enseñaron que la
naturaleza tenía orden. Que había machos y hembras. Que los machos eran activos
y las hembras pasivas. Que todo lo que vivía lo hacía con un único propósito:
reproducirse. Esa narrativa, repetida como axioma en los libros de ciencias
naturales, se convirtió en un guión silencioso que dictaba cómo debíamos ser:
binarios, heterosexuales, funcionales, útiles. Pero lo que la escuela llamaba
“naturaleza” no era naturaleza: era una pedagogía del poder y del orden.
La heterosexualización de la naturaleza ha sido uno de los
dispositivos coloniales más eficaces para normalizar la violencia de género, la
explotación animal y la jerarquización de los cuerpos. Como explica Myra Hird,
“el binarismo sexual y la heterosexualidad obligatoria no son productos de la
biología, sino formas específicas de interpretación política sobre lo
viviente.” En otras palabras, no es la vida la que es heterosexual, es el
régimen epistemológico que la narra.
Los discursos de la biología
colonial han funcionado, en muchas ocasiones, como legitimación del orden
cisheteropatriarcal. Y ese relato o esos discursos —construidos desde el
androcentrismo cisheterosexual occidental— fueron proyectados sobre plantas, hongos,
peces, reptiles, aves, mamíferos, como si la naturaleza misma exigiera
obediencia a la norma. Como si todo lo que se desviara fuera error, mutación,
aberración. Como si la vida necesitara permiso para existir.
Pero basta mirar con otros ojos para
que ese orden se desmorone.
En el reino de los hongos, el Schizophyllum commune —una especie que
vive en troncos podridos— presenta más de 28.000
tipos sexuales posibles. No es un error estadístico. Es una demostración de
que la diversidad no es la excepción, sino la base de la vida.
Entre los peces, especies como los
lábridos y los peces payaso cambian de función sexual a depender de su entorno
y la necesidad del grupo. No hay identidad sexual fija: hay transformación, hay
proceso. Los bonobos utilizan el sexo como lenguaje social, sin atarlo a la
reproducción.
La propia Biología, cuando se
entiende desde su epistemología más profunda, confirma esta materialidad de la
diferencia. Como señala José Luis Ferraro, la Biología es cuír porque se
fundamenta en —y por— la biodiversidad. No existe una forma única, estable o
normativa de ser cuerpo, lo que existe es la diversidad, la multiplicidad y la
indisciplina como bases sobre las cuales se construye las vidas.
Es decir, la Biología misma nos
ofrece una pedagogía material de la variación, del desvío y de la singularidad.
Una ciencia que, lejos de justificar la norma, la puede desestabilizar en su
raíz. Por eso, cuando digo que ser lesbiane y no binarie es parte de mi ética
alimentaria, de mi práctica antiespecista y de mi modo de estar en el mundo, no
lo digo como metáfora. Lo digo como afirmación material de una existencia que
elige habitar la variación, resistir la corrección y apostar por formas de vida
que no se subordinan al mandato de la coherencia normativa.
Los reptiles, en muchas especies, no
tienen su sexo determinado por cromosomas, sino por la temperatura de
incubación. En otras palabras: el género no está “dentro”, sino que se produce
en diálogo con el mundo. ¿No es eso lo que también ocurre con nuestras
identidades cuir?
Nada de esto es nuevo. Lo que es
nuevo es nuestra disposición a escucharlo.
Como dice Vinciane Despret, los
animales no sólo tienen comportamientos, tienen historias, tienen contextos,
tienen relaciones. Y si dejamos de mirarles con los ojos de la utilidad, si nos
atrevemos a verles más allá del lente productivista-colonial-racista-capacitista,
descubriremos una multiplicidad de existencias que resisten la traducción
binaria.
La cisheterosexualidad, entonces, no
es natural: es un proyecto colonial.
Un proyecto que transforma la diferencia en desviación y la pluralidad en
amenaza. Que patologiza los cuerpos cuir, que animaliza las sexualidades
disidentes, que legitima la exclusión con la excusa de que “así es la
naturaleza”. Pero la naturaleza nunca ha sido una. Como diría Anna Tsing, la
vida florece entre ruinas, en bordes, en alianzas precarias. La vida no pide
permiso. La vida se escapa.
La animalidad cuir es, en este contexto, una propuesta epistemológica.
No se trata sólo de decir que hay diversidad en los animales. Se trata de
cuestionar el aparato que clasifica, separa y normaliza. Se trata de recuperar
nuestra potencia de habitar lo indeterminado, lo informe, lo que no se deja
nombrar del todo. Es un gesto de reapropiación del margen. Es decir: si me llamás animal para excluirme, yo voy a
ser animal para resistir.
Como dice el Queer Vegan Manifesto, no queremos ser respetables. Queremos ser
inasimilables, desobedientes, bestiales. Porque en ese devenir bestia se abre
la posibilidad de una ética que no necesita dominar para amar. Una ética que no
sacrifica para sostenerse.
La naturaleza no es binaria. La vida
no es heterosexual. Y yo tampoco.
5. Conclusión: Cuanto más cuir, menos domesticades
Cuanto más cuir me reconozco, más
antiespecista me vuelvo. Y cuanto más antiespecista soy, más lejos estoy de la
noción de “Humano” que me fue enseñada como horizonte. Esta no es solo una
renuncia, ni un acto de autonegación. Es una afirmación radical: no quiero la
Humanidad que me ofrecieron - esa humanidad blanca, cisheterosexual, carnista,
racional, propietaria. Esa Humanidad está construida sobre cuerpos muertos,
sobre tierras saqueadas, sobre especies oprimidas. No necesito ser humane si
eso implica repetir sus jerarquías. Hago eco de las palabras de Mar Revolta: no
soy humane.
Y mirá que curioso… cuando me hice
vegane, muches me preguntaron si era cuir. Y cuando salí del clóset como
lesbiane o como persona no binarie, muches me preguntaron si era vegane. Como
si ambas decisiones fueran síntomas de una misma anomalía. Como si todo fuese
parte del mismo gesto de desviación. Y, para mi, lo son.
Porque ambas cosas fueron —y siguen
siendo— formas de rechazar la domesticación. De negarme a ocupar el lugar que
el sistema había reservado para mí: el de cuerpo disponible, dócil, consumible
o consumidor. Salir de la cisheterosexualidad fue el un quiebre. Dejar de comer
carne fue otro. Dos actos de fuga que se tocan, que se contaminan, que se
retroalimentan.
No es casualidad. Se trata de una
coherencia profunda, aunque no sea la coherencia que el sistema espera. Porque
si ya había dicho que no a la cis-heterosexualidad, ¿cómo iba a seguir diciendo
que sí al mandato de la violencia especista? Y al revés: cuando dejé de comer
animales, fue inevitable preguntarme por todas las otras formas en que mi
cuerpo había sido educado para obedecer.
Del mismo modo, muches compañeres
cuir llegan a los veganismos no solo por una preocupación ética hacia los
animales, sino como una prolongación de su propio proceso de emancipación.
Porque cuando te das cuenta de que tu cuerpo fue patologizado, corregido y
disciplinado para encajar, también te preguntas: ¿qué otros cuerpos están
siendo disciplinados y sacrificados para sostener esta norma? ¿A quiénes
estamos devorando para poder sentirnos parte? ¿Cuántos cuerpos están siendo
ofrecidos como tributo para que la cisheterosexualidad, el especismo, el
racismo y el colonialismo sigan funcionando?
Salir de uno de estos closets te
empuja, potencialmente, hacia el otro. Porque ambas salidas implican reconocer
que no queremos ocupar un lugar dentro del sistema de clasificación
colonial-patriarcal. Queremos desbordarlo. Queremos romperlo.
Por eso hablo de no ser humane. Se
trata de salir del clóset de la especie y eso, a su vez, es salir del clóset de
la cisheteronorma. Ambas operaciones están entrelazadas. Porque la misma lógica
que dice que les animales existen para ser comides es la que dice que los
cuerpos cuir existen para ser corregidos o eliminados. Porque en la base de
ambos discursos está el binarismo central de la Modernidad que María Lugones
desnudó: lo humano versus lo no humano
como frontera colonial del poder.
Entender esto fue doloroso. Implicó
ver cómo incluso dentro de los movimientos sociales, de los espacios
progresistas, de los feminismos, las prácticas antiespecistas eran presentadas
como un acto individual, apolítico, moralista. Como si no supiéramos que
nuestres cuerpos disidentes ya han sido usades como símbolo de desviación
animal. Como si no intuyeran que muches de nosotres no comemos carne porque
conocemos íntimamente el sabor de la exclusión.
El Queer Vegan Manifesto lo gritó: “No queremos ser parte del sistema.
Queremos destruir la domesticación.” Y eso es, también, lo que quiero. No una
inclusión respetable, sino una ruptura feroz. Porque no vine a negociar mi
lugar en el mundo. Vine a cultivarlo con otras vidas indomables.
Las alianzas salvajes, como las que tejemos en el margen con otres
animales, con compañeres cuir, con abueles que cuidan plantas, con niñes que
preguntan por qué comemos vacas y no perros, no son necesarimente alianzas
identitarias. Son alianzas de fuga. De deseo. De rebeldía compartida. Como
escribimos con Anahí Gabriela González, las alianzas salvajes no tienen
garantía de futuro, pero tienen presente. Tienen abrazo. Tienen complicidad en
el colapso.
No se trata de pureza. Ni de
coherencia perfecta. Se trata de implicación.
De desobedecer a los sistemas que nos clasifican. De abrir espacio a los
vínculos que cuidan sin querer devorar. Se trata de vivir como quien ya no
necesita ser domesticade para pertenecer.
Y esto no es un camino individual.
En Abya Yala, decir “no como animales” o “no encajo en el binario” no ocurre en
abstracto. Ocurre en medio del hambre, de la violencia patriarcal, de la herida
colonial que nunca cerró. Por eso, un antiespecismo cuir tiene que ser también
anticapitalista, antirracista y profundamente situado. No se trata de construir
utopías fuera del mundo, sino de sostener brechas dentro de ese mundo.
Aquí, en Latinoamérica, politizar la
alimentación y el género implica atravesar desigualdades concretas. Implica
hablar de territorio, de despojo, de necropolítica.
El Queer Vegan Manifesto lo gritó con la contundencia que necesitamos:
“No queremos ser parte del sistema. Queremos destruir la domesticación”. Y ese
grito sigue siendo una brújula potente. Pero desde el Sur Global sabemos que
desmantelar la domesticación aquí tiene matices y urgencias propias. Porque
aquí, el hambre es más que metáfora. La racialización del hambre, de los
cuerpos, de los deseos, es parte de la maquinaria que decide quién tiene
derecho a existir y bajo qué condiciones.
Por eso, un antiespecismo cuir tiene
que ser también anticapitalista, antirracista, decolonial y profundamente
situado. No se trata de construir utopías fuera del mundo, sino de sostener
brechas dentro de ese mundo. De habitar las grietas. De inventar prácticas
posibles donde nos han dicho que solo había carencia o muerte.
Al final, lo que deseo no es una
nueva identidad. Es una nueva práctica de existencia. Una forma de habitar el
mundo sin repetir sus jerarquías. Una ética que no se construya sobre la
negación de le otre, sino sobre el reconocimiento de que vivimos entrelazades.
Que resistimos en conjunto. Que no estamos soles.
Porque somos cuerpos indomables,
disidentes, inasimilables. Y no queremos más jaulas —ni de género, ni de
especie, ni de razón.
Este ensayo es una invitación. A
salir del clóset de la especie. A cuestionar prácticar políticas y
alimentarias. A dejar de buscar
pertenencia en una Humanidad que nos rechaza. A abrazar la animalidad cuir como
posibilidad política. A construir mundos donde vivir no sea un privilegio, sino
una fiesta feroz compartida. Como hongos que brotan entre ruinas. Como cuerpos
que aman sin permiso. Como alianzas salvajes en medio del colapso.
No queremos ser “humanes”, queremos
ser cuír.
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(También puedes citar: “The Coloniality
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