lunes

CUANDO LAS LESBIANAS NO ÉRAMOS MUJERES de TERESA DE LAURETIS

Teresa de Lauretis

Hubo un tiempo, en un espacio discontinuo -un espacio que se dispersaba a través de los continentes- en que las lesbianas no éramos mujeres. No quiero decir que ahora las lesbianas sean mujeres, aunque algunas de ellas se piensen así, mientras que otras se nombran butch o femme, muchas prefieran llamarse queer o transgénero, y otras se identifiquen con masculinidades femeninas -existe una gran cantidad de opciones de autodenominación para las lesbianas hoy en día. Pero durante ese tiempo, lo que las lesbianas éramos era esa única cosa: no éramos mujeres. Y todo parecía tan claro, entonces. 


Sería quizás apropiado, en esta ocasión en la que nos encontramos para celebrar la obra de Monique Wittig, que yo relatara una historia, una ficción al estilo de Las guerrilleras, o una alegoría como la de Paris-la-Politique, o la versión de un poema épico como Virgile, non. La misma Wittig tiene ahora algo de leyenda. Pero no les contaré una historia - o, no exactamente una historia. Voy a reflexionar, retrospectivamente, sobre lo que su obra significó para mí en los años 80, cuando me encontraba trabajando en estudios feministas y lésbicos, y la forma en que todavía intersecta las cuestiones más críticas que me preocupan ahora.


En los 80, la lectura de Wittig y las pocas pero maravillosas e intensas conversaciones que tuve con ella en el norte de California, me llevaron a comenzar el proyecto de escribir teoría lésbica, como algo diferenciado de la teoría feminista. La distinción me resultó clara luego de leer tres textos cruciales: "El pensamiento heterosexual", "No se nace mujer", y El cuerpo lesbiano. En retrospectiva, me parece que de esos trabajos emergió una nueva figura - una figura conceptual - que se encontraba encapsulada en la afirmación "las lesbianas no son mujeres" . Esa afirmación, aunque generalmente malentendida y criticada desde distintas posiciones, sin embargo encendió la imaginación y, en realidad, desde el punto de vista ventajoso de hoy en día, ha demostrado ser profética: como dije hace un momento, las lesbianas de hoy en día somos muchas otras cosas -y solo raramente, mujeres. Pero, en ese tiempo, la afirmación "las lesbianas no son mujeres" tenía el poder de abrir la mente y hacer visible y pensable un espacio conceptual que hasta entonces había resultado impensable, precisamente, por la hegemonía del pensamiento heterosexual -así como el espacio llamado “punto ciego" queda invisibilizado en el espejo retrovisor de un automóvil por el marco o el chasis del mismo automóvil. La escritura de Wittig abrió un espacio conceptual, virtual, que había sido cancelado por todos los discursos e ideologías de derecha y de izquierda, incluyendo el feminismo. 


En ese espacio conceptual virtual, se me apareció una clase diferente de mujer, si es que puedo decir tal cosa retomando el título de un libro que leíamos en aquella época . La llamé el sujeto excéntrico . Porque, si las lesbianas no son mujeres, y aún así las lesbianas son, como yo, carne y sangre, seres que piensan y escriben, que viven en el mundo y con quienes interactúo cada día, entonces las lesbianas son sujetos sociales y, con toda probabilidad, también sujetos psíquicos. Llamé a ese sujeto excéntrico no solo en el sentido de desviarse de la senda convencional, normativa, sino también ek-céntrico en el sentido de que no se centraba en la institución que sostiene y produce la mente hétero, es decir, la institución de la heterosexualidad. En realidad, esa institución no prevé un sujeto tal y no podría contemplarlo, no podría visualizarlo.

Lo que caracteriza al sujeto excéntrico es un doble desplazamiento: primero, el desplazamiento psíquico de la energía erótica hacia una figura que excede las categorías de sexo y género, la figura que Wittig llamó “la lesbiana”; segundo, el auto-desplazamiento o la desidentificación del sujeto de los supuestos culturales y las prácticas sociales inherentes a las categorías de género y sexo. Así es como Wittig definía a esa figura:


Lesbiana es el único concepto que conozco que está más allá de las categorías de sexo (mujer y hombre), porque el sujeto designado (lesbiana) no es una mujer ni económicamente, ni políticamente, ni ideológicamente. Lo que constituye a una mujer es una relación social específica con un hombre, una relación que implica obligaciones personales y físicas y también económicas (“asignación de residencia”, trabajos domésticos, deberes conyugales, producción ilimitada de hijos, etc.), una relación de la cual las lesbianas escapan cuando rechazan volverse o seguir siendo heterosexuales.


Rechazar el contrato heterosexual, no sólo en las propias prácticas de vida sino también en las propias prácticas de conocimiento -lo que Wittig llamó una “práctica subjetiva, cognitiva”- constituye un desplazamiento epistemológico ya que cambia las condiciones de posibilidad del conocer y del conocimiento, y esto constituye una transformación de la conciencia histórica.


La conciencia de la opresión -escribió Wittig-, “no es sólo una reacción (una lucha) contra la opresión: supone también una total reevaluación conceptual del mundo social, su total reorganización con nuevos conceptos, desarrollados desde el punto de vista de la opresión… llamémosla una práctica subjetiva, cognitiva. Este movimiento de ida y vuelta entre los dos niveles de la realidad (la realidad conceptual y la realidad material de la opresión, que son, ambas, realidades sociales) se logra a través del lenguaje”. 


El trabajo del lenguaje en ese movimiento de ida y vuelta está inscripto ya en el título del ensayo que Wittig escribió en 1981. “No se nace mujer”. Si la filósofa de Beauvoir había dicho: “No se nace mujer, se llega a serlo” (y lo mismo, a su modo, había dicho Freud), la escritora Wittig decía: “no se nace mujer” (el énfasis es mío). Casi las mismas palabras, pero tanta diferencia en el significado – sin mencionar la diferencia sexual. Al desplazar el énfasis de la palabra nacer a la palabra mujer, la cita que Wittig hace de la frase de de Beauvoir invoca o parodia la definición heterosexual de mujer como “el segundo sexo”, desestabilizando su significado y, al mismo tiempo, desplazando sus efectos.


Un movimiento tal conlleva un desplazamiento y un autodesplazamiento: dejar o abandonar un lugar que es conocido, que es un “hogar” -físicamente, emocionalmente, lingüísticamente, epistemológicamente- y cambiarlo por otro que es desconocido, que no es familiar ni emocionalmente, ni conceptualmente; un lugar desde donde hablar y pensar son, en el mejor de los casos, tentativos, inciertos, no-autorizados. Pero la partida no es una elección, ya que en primer lugar, no es posible vivir allí. Por lo tanto todos los aspectos del desplazamiento, desde lo geopolítico a lo epistemológico, a lo afectivo, son dolorosos y arriesgados, ya que conllevan un constante ir y venir, una redefinición de las fronteras entre cuerpos y discursos, identidades y comunidades. Al mismo tiempo, sin embargo, permiten una reconceptualización del sujeto, de las relaciones de la subjetividad con la realidad social, y una posición de resistencia y agencia que no es exterior sino que, más bien, es excéntrica al aparato sociocultural de la institución heterosexual.

Recuerdo haber pensado, en ese momento, que la posibilidad de imaginar un sujeto excéntrico constituido mediante el desplazamiento y la desidentificación estaba de algún modo relacionada con la des-localización geográfica -la de Wittig, de Francia a los Estados Unidos, la mía propia, de Italia a los Estados Unidos. Sólo tiempo después descubrí que una concepción similar del sujeto estaba surgiendo en la teoría postcolonial, que sería articulada por Homi Bhabha en su noción de hibridación cultural y en los recientes estudios sobre el sujeto trasnacional7 . Sin embargo, ya entonces, en los 80, noté el parentesco de la “lesbiana” de Wittig con otras figuras de sujetos excéntricos que surgían de los escritos de mujeres o lesbianas de color, como Trinh T. Minh-ha, Gloria Anzaldúa, Barbara Smith, y Chandra Mohanty. Podría afirmar, por lo tanto, que los escritos críticos de Wittig anticiparon algunas de las cuestiones que enfatiza el feminismo postcolonial actual. 


Con de Beauvoir y con otras feministas de nuestra generación, de Francia, Italia, Gran Bretaña y América, Wittig compartía la premisa de que las mujeres no son un “grupo natural” cuya opresión sería consecuencia de su naturaleza física sino, más bien, una categoría social y política, un constructo ideológico y el producto de una relación económica. Muchas de nosotras, en ese tiempo, compartíamos una comprensión marxista de la clase y un análisis materialista de la explotación, aunque en Europa esa comprensión precedió al feminismo en tanto que en América angloparlante, a menudo, fue posterior y resultó de los análisis feministas del género. No es necesario que les hable sobre la teoría del feminismo materialista, ya que algunas de quienes la articularon con mayor claridad están presentes en esta sala . Sólo diré que la definición de la opresión de género como categoría política y subjetiva – a la que se llega desde el punto de vista específico de las oprimidas, en la lucha, y como forma de conciencia – era diferente de la categoría económica, objetiva, de explotación. Y que la redefinición era también compartida por otras en América del Norte, como el grupo de feministas negras de la Colectiva del Río Combahee, para quienes la opresión de género era indisociable de la dominación racista.


Pero Wittig fue más allá: si las mujeres son una clase social cuya condición específica de existencia es la opresión de género, y cuya conciencia política les permite un punto de vista, una posición de lucha, y una perspectiva epistemológica basada en la experiencia, entonces lo que Wittig vislumbró como objetivo del feminismo era la desaparición de las mujeres (como clase). Una paradoja curiosa ha ocurrido en la historia del feminismo durante los últimos treinta años en relación a esta idea. Volveré a ella en un momento, pero antes permítanme continuar con mi argumentación Para poder imaginar cómo serían los sujetos femeninos en esa sociedad sin clases (es decir, sin géneros), Wittig no propuso un mito o una ficción, sino que se refirió a la existencia real de una “sociedad lesbiana” que, aunque marginalmente, funcionaba de una forma autónoma respecto de las instituciones heterosexuales. En este sentido, afirmaba, las lesbianas no son mujeres: “rechazar convertirse en (o seguir siendo) heterosexual ha significado siempre, conscientemente o no, negarse a convertirse en una mujer, o en un hombre. Para una lesbiana esto va más lejos que el mero rechazo del papel de ‘mujer’. Es el rechazo del poder económico, ideológico y político de un hombre”. Bueno, la frase “sociedad lesbiana” causó gran escándalo. La tomaron como descriptiva de un tipo de organización social, o como un proyecto de sociedad futurista utópica o distópica como la de las amazonas en Las Guerrilleras, o las comunidades femeninas imaginadas por Joanna Russ en su novela de ciencia ficción El hombre hembra. Tildaban a Wittig de utopista, de esencialista, de separatista dogmática, incluso de “idealista clásica”. La gente decía: no puedes ser marxista y hablar de una sociedad lesbiana. Sólo es posible hablar de una sociedad lesbiana desde la perspectiva política liberal de la libre elección, según la cual cualquiera es libre de vivir como desee, y eso -por supuesto- es un mito del capitalismo.


En efecto, Wittig movilizó tanto el discurso del materialismo histórico como el discurso del feminismo liberal, en una interesante estrategia: uno contra el otro y cada uno en contra de sí mismo, demostrando que ambos resultaban inadecuados para concebir al sujeto en los términos del feminismo materialista. Para lograr esto, afirmaba, el concepto marxista de conciencia de clase y el concepto feminista de subjetividad individual deben articularse en conjunto; esta unión es lo que Wittig llamaba una “práctica subjetiva, cognitiva”, que implica la reconceptualización del sujeto y las relaciones de la subjetividad con lo social desde una posición que es excéntrica a la institución de la heterosexualidad y, por lo tanto, excede su horizonte discursivo-conceptual: la posición del sujeto lesbiana. Aquí, entonces, está el sentido en que Wittig proponía la desaparición de las mujeres en tanto clase como objetivo del feminismo


Llegaron críticas desde todos los sectores del feminismo, incluyendo muchos sectores de lesbianas. Por ejemplo, las lesbianas que querían reclamar la feminidad para las mujeres y revalorizar los rasgos de nutrición, compasión, ternura y cuidado en igualdad con los llamados rasgos de género masculinos; éstas eran las mismas críticas que condenaban el ya famoso libro El cuerpo lesbiano de Wittig -por lo que llamaban su violencia. Llegaron críticas de quienes querían promover una cultura de mujeres concebida no como clase sino como comunidad de mujeres identificadas con mujeres, y de quienes promovían la idea de un “continuum lesbiano”, al que cualquier mujer que hubiera rechazado o resistido la institución del matrimonio -por la razón que fuese-, tenía derecho a pertenecer y a ser considerada lesbiana sin importar su elección, comportamiento o deseo sexual. Y también llegaron críticas de quienes, por el contrario, consideraban que la sexualidad y el deseo eran centrales para la subjetividad lesbiana, pero sostenían que la heterosexualidad necesariamente define a la homosexualidad y dicta también las formas de sexualidad lésbica y gay, sin importar cuán subversivas o paródicas éstas sean. 


Estas críticas no pudieron ver que la “lesbiana” de Wittig no era solamente un individuo con una “preferencia sexual” personal, o un sujeto social con una prioridad simplemente “política”, sino que era el término o la figura conceptual que definía al sujeto de una práctica cognitiva y de una forma de conciencia que no son originarias, universales o coextensivas con el pensamiento humano, como hubiese dicho de Beauvoir, sino históricamente determinadas y asumidas subjetivamente; un sujeto excéntrico instituido en un proceso de lucha e interpretación; de traducción, detraducción y re-traducción (como podría decir Jean Laplanche); una reescritura del yo en relación con una nueva comprensión de la sociedad, la historia, la cultura.


Del mismo modo, sus críticas no entendieron que la “sociedad lesbiana” de Wittig no describía una colectividad de mujeres gay, sino que era el término que refería a un espacio conceptual y experiencial forjado en el campo social, un espacio de contradicciones, en el aquí y ahora, que requerían ser afirmadas y no resueltas. Cuando ella concluía “Somos nosotras quienes debemos asumir la tarea de definir al sujeto individual en términos materialistas”, ese nosotras no eran las mujeres privilegiadas de de Beauvoir, “mejor situadas para dilucidar la situación de la mujer”. El nosotras de Wittig era el punto de articulación a partir del cual repensar el marxismo y el feminismo; era -o así me lo parecía-, el término para un modo particular de conciencia feminista que, en ese momento histórico, sólo podía existir como conciencia de algo más; era la figura de un sujeto que excede sus condiciones de sujeción, un sujeto que excede su construcción discursiva, un sujeto del cual sólo sabíamos lo que no era: no-mujer. Releamos la segunda oración de El cuerpo lesbiano: “’Lo que aquí ha sucedido, ninguna lo ignora, no tiene hasta ahora nombre”


Como ya mencioné, hay una curiosa paradoja en la historia del feminismo de los últimos 30 años, con respecto al llamado a la desaparición de las mujeres que hace Wittig. Porque, en cierto sentido, las mujeres han desaparecido del léxico corriente de los estudios feministas, al menos en el mundo angloparlante. Esto comenzó a fines de los 80, a partir de la política de la identidad y de la creciente participación de mujeres de color, lesbianas y heterosexuales, en estudios académicos, cuando la palabra mujeres comenzó a ser sometida a la misma crítica que había desmantelado la noción de Mujer (con mayúscula, la mujer) a principios de los 80. En los 90, entonces, hablar de mujeres sin adjetivar el término con modificadores geopolíticos de raza, etnia, u otros, era dar por sentado una opresión común e igualitaria basada en el género o el sexo, que dejaba de lado formas concomitantes de opresión basadas en diferencias raciales, étnicas, de clase, etc. 


La noción de diferencia sexual fue especialmente enfocada y descartada -no sin buenos motivos- por inadecuada, insuficiente, eurocéntrica y clasista. Más aún, en la versión del feminismo postestructuralista que se popularizó dentro de la teoría queer y el feminismo académico (donde el término “postestructuralista” hace referencia casi exclusivamente a la influencia de los primeros trabajos de Foucault y Derrida), las mujeres son entendidas como simulacros del imaginario social, sin sustancia física o psíquica inherente: las mujeres, como el género, la sexualidad, el sujeto y el cuerpo mismo, según esta mirada, son constructos discursivos, sitios de convergencia de los efectos performativos del poder. Desde esta perspectiva, conceptos tales como el de “práctica cognitiva, subjetiva” de Wittig o la noción de experiencia, central para la teoría feminista de los 70 y los 80, habían sido rechazados por esencialistas, naturalizantes, ideológicos o lo que es peor, por humanistas -lo cual, en el contexto de la tendencia “posthumanista” o postmoderna de los años 90, era definitivamente un término descalificador. Por lo tanto, de algún modo, podría decirse que las mujeres han desaparecido.


La paradoja es la siguiente: Wittig, que había sido justamente la primera en proponer la desaparición de las mujeres, fue arrojada al campo esencialista, anticuado, o humanista. En palabras de una filósofa feminista postestructuralista, “Wittig aboga por una posición más allá del sexo que vuelve su teoría un humanismo problemático basado en una problemática metafísica de la presencia”. La frase “metafísica de la presencia”, un signo de la influencia de los primeros trabajos de Jacques Derrida, es recurrente en El género en disputa de Judith Butler (1990), el libro que llamó la atención de lectoras no lesbianas y no feministas sobre Wittig – y por esa razón me referiré aquí brevemente a él. 


Comercializado como intervención feminista en el campo de la filosofía francesa, el libro fue ampliamente citado y traducido, y se convirtió en un texto autorizado dentro de los estudios de género y la teoría queer. Su extensa discusión de la obra de Wittig en el contexto disciplinar de la filosofía posicionó efectivamente a Monique Wittig como teórica feminista francesa (junto con las dos cuyos nombres circulaban ampliamente en las universidades norteamericanas: Luce Irigaray y Julia Kristeva). No obstante, Butler objetó la posición radical de Wittig, que malinterpretó como un “prescriptivismo separatista” – como si Wittig hubiese argumentado que todas las mujeres debían convertirse en lesbianas, o que sólo las lesbianas podían ser feministas.


Al igual que las otras críticas, Butler no comprendió el carácter teórico, figurativo de la “lesbiana” de Wittig y su valor epistemológico. Siendo el sujeto de una práctica cognitiva basada en la experiencia del propio cuerpo, del propio deseo, de la propia desidentificación conceptual y psíquica del pensamiento hétero, la “lesbiana” de Wittig era muy consciente del poder del discurso para configurar la propia realidad social y subjetiva (y, agregaría, psíquica): “Si los discursos de los sistemas teóricos modernos y de las ciencias sociales ejercen un poder sobre nosotras, es porque trabajan con conceptos que nos tocan muy de cerca”, decía Wittig en “El pensamiento heterosexual” (pág.51 de la traducción al español).


Butler, no obstante, se refirió al sujeto lesbiana de Wittig en términos de “sujeto cognitivo”, dotándolo de fuertes connotaciones cartesianas, y echó su teoría en el basurero de filosofías superadas y descartadas: para quien lee El género en disputa, Wittig aparece como una existencialista que cree en la libertad humana, una humanista que asume la unidad ontológica del Ser antes del lenguaje, una idealista disfrazada de materialista, y lo más paradójico de todo: una colaboradora involuntaria con el régimen de normatividad heterosexual. Esto, en mi opinión, da cuenta del relativo desprecio o condescendencia hacia la obra de Wittig por parte de los estudios queer y de género hasta el momento. Es decir, hasta la renovada atención prestada al trabajo de Wittig por parte de una nueva generación, la que hoy nos trajo hasta aquí, y que quizás pueda reabrir otro espacio virtual de pensamiento y escritura lesbianas. 


Porque me gustaría destacar que la originalidad conceptual y la importancia radical de la teoría de Wittig se inscriben en su obra de ficción antes que en “El pensamiento heterosexual”: en Las guerrilleras, la figura de la lesbiana como sujeto de una práctica cognitiva, que habilita la reconceptualización de lo social y del conocimiento mismo desde una posición excéntrica a la institución de la heterosexualidad, aparece en la práctica de la escritura como conciencia de la contradicción (“el lenguaje que hablas está hecho de palabras que te están matando”); una conciencia de escribir, vivir, sentir y desear en la no-coincidencia de experiencia y lenguaje, en los intersticios de la representación, “en los intervalos que los amos no han podido llenar con sus palabras de propietarios”. Y está también aquí en la primera página de El cuerpo lesbiano.


Una de las primeras en captar esto fue Elaine Marks quien, en su ensayo de 1979 “Lesbian Intertextuality” [“Intertextualidad lesbiana”], escribía:“En El cuerpo lesbiano Monique Wittig ha creado, a través del uso incesante de la hipérbole y del rechazo a emplear códigos corporales tradicionales, imágenes lo suficientemente provocadoras como para no ser reabsorbidas por la cultura literaria masculina.” De hecho, el tópico del viaje en la ficción de Wittig se corresponde con su viaje formal como escritora. Ambos son viajes sin destino fijo, sin final, más un auto-desplazamiento que a su turno desplaza a las figuraciones textuales de las mitologías clásica y cristiana, a los héroes homéricos y a Cristo, en los géneros literarios occidentales, y los reinscribe de otra manera: La divina comedia (Virgil, non) y Don Quijote (El viaje sin fin), la épica (Las guerrilleras), la lírica (El cuerpo lesbiano), la Bildungsroman (El Opoponax), el diccionario enciclopédico (Borrador para un diccionario de las Amantes), y más tarde la sátira (Paris-la-politique), el manifiesto político y el ensayo crítico (El pensamiento heterosexual). 


En El cuerpo lesbiano, la odisea del sujeto y/o es un viaje al interior del lenguaje, al interior del cuerpo de la cultura occidental, una temporada en el infierno. “Lo que aquí ha sucedido, ninguna lo ignora, no tiene hasta ahora nombre.” Aquí refiere al mismo tiempo a los eventos que se describen en el relato y al proceso de su inscripción, al proceso de escritura: el desmembramiento del cuerpo de la mujer miembro a miembro, órgano por órgano, secreción a secreción, es al mismo tiempo la deconstrucción término a término del cuerpo anatómico femenino tal como es representado o cartografiado por el discurso patriarcal. El viaje y la escritura ignoran el mapa, exceden las palabras del amo para exponer los intervalos, los vacíos de representación, y penetran en los intersticios del discurso para re-imaginar, re-aprender, re-escribir el cuerpo en otra economía libidinal. Y aún así, el viaje y la escritura no producen un mapa alternativo, un cuerpo femenino completo, saludable, coherente o una narrativa teleológica del amor entre mujeres con un final feliz, hasta que la muerte nos separe. Por el contrario, la muerte es asumida en el cuerpo lesbiano, se inscribe en él desde el principio. “Despídete m/i muy hermosa”: “Lo que aquí ha sucedido” es la muerte, la lenta descomposición del cuerpo, el hedor, los gusanos, el cráneo abierto… La muerte está aquí y ahora, porque es la inseparable compañera y la condición misma del deseo. 


Una y otra vez, a lo largo de estos años, he vuelto a este texto extraordinario que no se deja leer de una vez, que se resiste a ser “consumido” de una vez y para siempre. Que el libro trata del deseo (deseo no fálico, esto es seguro) siempre resultó claro para mí. Si el Orlando de Virginia Woolf ha sido considerado la carta de amor más extensa de la historia (a Virginia Sackville-West), El cuerpo lesbiano, pensaba, podría ser considerado el poema de amor más extenso de la literatura moderna. Pero lo que sólo más tarde se me ha aparecido con claridad es que El cuerpo lesbiano no trata sobre el amor; es una extensa imagen poética de la sexualidad, un canto o un fresco vasto, brutal y estremecedor, seductor y atemorizante. 


Permítanme aclarar: no me refiero a la sexualidad en el sentido foucaultiano de una tecnología que produce el “sexo” como la verdad de sujetos burgueses adecuados. Me refiero al sentido de la concepción freudiana de sexualidad como el impulso psíquico que irrumpe en la coherencia del yo; un principio de placer que se opone, desarma, resiste o compromete la lógica del principio de realidad, es decir, la lógica simbólica del nombre del padre, la familia, la nación, y todas las demás instituciones de la sociedad que se basan en la macroinstitución, y la presunción, de la heterosexualidad. Freud vio que estas dos fuerzas, el principio de placer y el principio de realidad, estaban activas de modo concurrente en la psiquis, y en guerra entre sí. Cuando más tarde las reconfiguró en una escala que trascendía lo individual, llamó a una Eros y a la otra pulsión de muerte. Pero es esta última, la pulsión de muerte, y no el Eros platónico, el agente de disrupción, desvinculación, negatividad, y resistencia que había identificado primero en la pulsión sexual: es la pulsión de muerte, y no Eros, lo que está asociado de forma más cercana y estructural con la sexualidad en la metapsicología freudiana, en su teoría del psiquismo.


Esta batalla entre dos fuerzas psíquicas es lo que ahora veo en el texto de Wittig: su inscripción del enigma de la sexualidad y del deseo no fálico, no edípico. Y esto es quizás lo que siempre ha provocado mi fascinación por El cuerpo lesbiano y mi necesidad de volver a él una y otra vez: el enigma que el texto propone y el enigma que el texto es. 



Trabajo escrito para y presentado en el Coloquio “Autour de L’œuvre Politique, Théorique et Littéraire de Monique Wittig” [“En torno a la obra política, teórica y literaria de Monique Wittig”], bajo la dirección de Marie-Hélène Bourcier y Suzette Robichon, Paris, 16-17 de junio 2001. 


Podeís leer el texto completo en este enlace


Traducción: gaby herczeg, 2014 


Este texto fue publicado por Bocavulcaria ediciones