Lucas R. Platero |
La transexualidad es cada vez más visible en nuestra sociedad y lo es de una manera distinta, más positiva, que hace tan sólo unas décadas. Cada vez más ámbitos públicos, como pueden ser los medios de comunicación, las políticas o las manifestaciones culturales, dan cabida a referencias a la transexualidad, que amplían y a veces son una alternativa a lo que se afirma en los manuales psiquiátricos, los anuncios de contactos o el mundo del espectáculo. Por poner un ejemplo, los medios se hacían eco de las palabras de la actriz Angelina Jolie en los premios Kid’s Choice Awards de 2015, “different is good” - decía refiriéndose a su hijo John, que se convertía en el centro de atención de las revista del corazón. Medios que han recogido la salida del armario trans* de la famosa exatleta norteamericana Caitlyn Jenner, así como mostraban el éxito de la actriz Laverne Cox, popular por su aparición en la serie de TV Orange is the New Black, por nombrar sólo algunas personas trans*. Sin embargo, esta presencia creciente contrasta con el desconocimiento que tiene la mayoría de la población de las necesidades y problemas cotidianos a los que nos enfrentamos las personas trans* de todas las edades, así como aquellas que no cumplen con las normas de género binarias. Además, si nos fijamos en estas mismas noticias, es frecuente que cuando se habla de Cox o de Jenner se enfatice su belleza, la perfección de sus cuerpos y se señale que “no les nota”, subrayando su capacidad para “pasar”. Esta espectacularización trans* también tiene por contrapartida la ausencia de los cuerpos e identidades menos privilegiadas y normativas, que sólo son concebibles como problemáticos. Este es el caso de la criminalización de la también norteamericana Cece McDonald, una mujer trans* negra que vivió un ataque tránsfobo y racista del que se defendió, motivo por el que fue acusada de asesinato en 2012. Este contraste dibuja dos ámbitos simultáneos y necesariamente conectados: aquellas noticias que presentan una cara amable de una sociedad que exhibe la transexualidad como una muestra de aceptación de la diversidad, y frente a ésta, la ausencia e invisibilidad de otras realidades menos noticiables. Quizás porque aluden a personas trans* que están en una situación de desventaja, en la encrucijada de la clase social, la raza, la diversidad funcional, entre otras vivencias interseccionales.
Parece que lo trans* está de moda. La multinacional H&M (con su línea Other Stories) lanzaban recientemente una campaña publicitaria con modelos trans*, que se suman a la trayectoria de modistos como Jean-Paul Gaultier, Marc Jacobs o Jurgen Teller, que presentaron en la pasarela las bellezas andróginas y trans* de Andreja Pejić o Erika Linder, entre otras modelos. Como señalaba recientemente el activista catalán Pol Galofre, esta hipervisibilidad trans* no se corresponde con un cambio en las políticas corporativas de estas empresas para incluir a las personas trans* y ni siquiera mejoran las condiciones laborales de las personas que elaboran la ropa que comercializan.
Lo cierto es que lo trans* está en todo tipo de manifestaciones culturales, más allá de las producciones alternativas que alcanzan ámbitos más mainstream, como son las series de televisión, el teatro, la literatura o el cine. Estas producciones no siempre son protagonizadas por personas trans* de carne y hueso, sino que a menudo son contadas por quienes creen saber cómo son estas experiencias, marginando la posibilidad de conocer a artistas trans*. Esta mirada crítica es vital para poder poner en perspectiva la importancia de los cambios que suceden. De hecho, el momento actual es un campo de batalla de fuerzas cruzadas, con iniciativas (ya sean más o menos transgresoras, son siempre minoritarias) que se enfrentan a una resistencia para que las cosas sigan como siempre, discriminando a las personas trans* y aquellas que se atreven a romper con las normas de género. Precisamente en el verano de 2015 hemos asistido a un incremento de la violencia vinculada con los roles de género, con una sangría de muertes de mujeres y sus hijos por parte de sus parejas y exparejas, al tiempo que ataques tránsfobos y homófobos. Esta violencia no ha recibido atención por parte de las instituciones y habitualmente se presenta como hechos aislados, ligados a individuos problemáticos sin entender la importancia del contexto actual y de la interconexión entre estas manifestaciones de violencia.
Este es el contexto clave donde se inscriben los derechos de las personas trans*, en el que surge el libro del profesor y activista trans* Dean Spade, Una vida normal. Violencia administrativa, políticas trans críticas y los límites del derecho. Publicado originalmente a finales de 2011 en EEUU, coincide con la promoción de leyes sobre la no discriminación y de delitos de odio en algunos estados, mientras que se produce una importante visibilidad en los medios, como hemos visto. En el Estado español, la publicación de Una vida normal llega en un momento similar, en el que las personas trans* se están haciendo más visibles en todos los ámbitos de la sociedad, pero con un contexto bastante diferente. Haciendo un repaso rápido e incompleto, Mar Cambrollé y Carla Antonelli son visibles en el ámbito de la política; Bibiana Anderson y Antonia San Juan son ampliamente reconocidas como artistas, al tiempo que en la escena más alternativa, triunfan Viruta FTM y Alicia Ramos. La televisión pública ha producido un documental sobre la infancia y juventud trans*, titulado El sexo sentido (2014), que ha tenido un impacto positivo al difundir y sensibilizar sobre una realidad cambiante, en la que el apoyo de las familias a sus criaturas trans* conforma un movimiento social incipiente. Se publican todo tipo de libros que abordan cuestiones trans*; surgen líneas editoriales trans* como la liderada por Edicions Bellaterra en la que se enmarca este libro; se producen algunos estudios y se celebran eventos culturales con temática trans*. Un buen ejemplo sería como el llamado “Octubre Trans”, que enmarca acciones por la despatologización de la transexualidad en grandes ciudades, o el Orgullo Trans celebrado en Sevilla (2015). En Barcelona, la organización Cultura Trans celebra cada junio el Trans-Art Cabaret, aunando activismo y arte… Una presencia trans* que es inconcebible sin tener en cuenta el legado del movimiento trans*. No siempre se recuerda que las personas trans* han estado presentes en los movimientos sociales desde sus inicios, luchando por la “liberación homosexual” y el fin de la ley de peligrosidad y rehabilitación social (1970), los derechos de las trabajadoras sexuales, el acceso a la sanidad y a los tratamientos necesarios, los derechos sexuales y reproductivos… Una aportación clave de este movimiento y que fue considerada una idea radical y utópica, liderada por un puñado de activistas en los años 2000, fue afirmar que la transexualidad no es una enfermedad. En muy poco tiempo esta idea empieza a ser parte del sentido común de una parte creciente de nuestra sociedad, que reclama derechos y cambios de mentalidad.
Esta conciencia activista tiene un reflejo creciente en las políticas públicas, con la promoción de leyes específicas en algunas comunidades autónomas. Este es el caso de las leyes que promueven la no discriminación en algunas comunidades autónomas como Navarra, País Vasco, Andalucía, Galicia, Cataluña, Canarias y Extremadura, así como también se está produciendo una movilización por una ley integral a nivel estatal. Estas leyes suponen un reconocimiento formal de la transexualidad, enfrentándose a importantes problemas de implementación cuando tratan de ir más allá de una presencia simbólica. Son pequeños pasos que contrastan con el legado de nuestro pasado, cuando las personas trans* eran consideradas “vagas y maleantes”, o “peligrosas sociales” bajo la dictadura de Franco, siendo señaladas además como pecadoras por la iglesia y desviadas por la medicina. Paulatinamente, la consecución y reconocimiento de algunos sujetos situados en los márgenes de la sociedad, como las mujeres, los gays y las lesbianas y otros grupos minorizados, ha facilitado que se conciba que las personas trans* somos parte de una ciudadanía que es discriminada, cuyos derechos hay que garantizar, si bien aún persiste la idea de que existe un trastorno psicosocial o biológico que causa la transexualidad.
Dean Spade parte de su experiencia como profesor de derecho en la Universidad de Seattle y como activista trans*, fundador del Sylvia Rivera Project, un colectivo que ofrece apoyo legal a las personas trans* con menos recursos. Experiencias que posibilitan que Spade imagine un futuro posible para los derechos trans*, con una conciencia crítica sobre la vida de las personas trans* más vulnerables, inspirándose en la aportación de la lucha de los movimientos sociales norteamericanos de los años 60 y 70. Dirá que desde entonces, estos movimientos han sufrido un importante retroceso, especialmente por la represión estatal y también por el desplazamiento causado por las organizaciones sin ánimo de lucro, cuyas reivindicaciones se han ido suavizado, al ser dirigidas por donantes ricos y ser entidades profesionalizadas, en lugar de ser lideradas por activistas de base. Hechos que ahora se recuerdan como el legado del movimiento LGTBQ, como los disturbios de la cafetería Compton’s y Stonewall Inn a finales de los sesenta, que fueron liderados por mujeres trans* negras y trabajadoras del sexo, se convierte en un pasado simbólico que contrasta con un modelo conservador actual, que utiliza la lógica descafeinada de la igualdad de oportunidades. Esta actitud de “ya no existe la desigualdad”, porque no existe la esclavitud o la discriminación legal a las mujeres o las personas afroamericanas en los EEUU, impide tener una conciencia de los problemas específicos a los que se enfrentan hoy las personas trans* tampoco permiten entender plenamente su legado histórico. Este proceso, dirá Dean Spade, supone un distanciamiento con un pasado reciente, donde gays, prostitutas y travestis eran “aliados naturales”, un proceso de olvido que no es exclusivo del contexto norteamericano. En el Estado español las luchas más visibles, como el matrimonio entre personas del mismo sexo, divide a la población entre aquellos gays y lesbianas que pueden beneficiarse de estos derechos y aquellos a quienes estos derechos, no les cambia sus condiciones de vida precaria.
El giro conservador actual que se observa en los movimientos sociales se hace patente en las luchas que se promueven, que en EEUU son: la inclusión en el ejército, el matrimonio entre personas del mismo sexo y la legislación antidiscriminatoria y sobre los delitos de odio. Luchas que se plantean mientras tiene lugar un retroceso en los programas de bienestar social, el aumento de encarcelaciones por uso y menudeo de drogas, refuerzo de las leyes migratorias y el aumento de la desigualdad económica, que podrían entenderse como problemas distintos a los derechos trans*. O bien, se pueden conceptualizar como las condiciones estructurales que hacen que algunas personas trans* vivan una vulnerabilidad extrema. De esta manera, Spade plantea la pregunta de si quienes lideran los movimientos gays y lésbicos en Norteamérica, que a menudo son abogados con unas condiciones vitales privilegiadas, están pensando en las necesidades y experiencias de las personas LGTBQ migrantes, de color, con diversidad funcional, indígenas o pobres. O si bien las luchas que lideran están basadas en sus propias necesidades, cuestión que ya apuntaba Erving Goffman en Estigma (1963).
Con Una vida normal, Dean Spade nos manda mensajes claros y rotundos que nos ayudan a pensar sobre cómo imaginamos el futuro de los derechos de las personas trans*. Plantea que las luchas trans* van más allá de lo que hemos venidos considerando como problemas directamente ligados al hecho de ser trans*, como pueden ser en el Estado español el reconocimiento del cambio de nombre y sexo en la documentación, el acceso a tratamientos sanitarios específicos, la no discriminación en todos los ámbitos sociales o las acciones específicas de empleo. Spade nos pide que pensemos en los derechos trans* dentro de un marco amplio de luchas sociales, desafiando la idea de “una única lucha” y vinculados a movimientos que luchan por los derechos de las personas migrantes, la pobreza, la desigualdad de género, el antimilitarismo y la abolición de las prisiones. Introduce la pregunta de si las estrategias de éxito para los movimientos de lesbianas y gays son útiles para las personas trans*. Si beneficiarían a las personas trans* sin trabajo, privadas de libertad o aquellas menores de edad, por mencionar sólo algunos ejemplos. Trae a la discusión la experiencia de movimientos sociales norteamericanos, como el afroamericano y el feminismo, que a pesar conseguir que las mujeres y las personas afroamericanas sean reconocidas e incluidas formalmente por la ley, dicho reconocimiento no ha conseguido erradicar el racismo o el sexismo. Spade afirma que lo que dice la ley sobre no discriminar y ser igualitarios no impacta necesariamente en las oportunidades vitales de las personas más vulnerables. Es decir, nos avisa de que las leyes no siempre consiguen transformar nuestra sociedad, ni siquiera consiguen hacer lo que dicen que hacen: acabar con la discriminación. Es más, dirá que si como movimientos sociales pedimos más leyes antidiscriminatorias y más leyes sobre los crímenes de odio, reforzaremos un sistema jurídico y penal que de entrada causa un gran sufrimiento en las personas trans* más vulnerables. Por eso nos llama a transformar las relaciones de poder de la sociedad y para ello proponer recurrir al conocimiento producido por los movimientos sociales (las teorías críticas sobre la raza, el anticapitalismo, antirracismo, los estudios críticos sobre la diversidad funcional, los feminismos y la teoría queer). Serán estas fuentes las que plantean que la desigualdad y el poder no funciona como dice la ley, que no se trata de que haya unas personas malas, y otras, que son unas pobres víctimas, sino que la transfobia está construida sobre unas normas sociales e instituciones que tienen funcionamientos cotidianos y lógicas bien asentadas. Normas que construyen categorías binarias y que convierten en rutina la organización social entre los que están dentro y fuera de las normas sociales.
Propone que en lugar de pedir leyes sobre la igualdad, nos fijemos en la “gobernanza administrativa”, es decir, en cómo las instituciones ordenan y clasifican a las personas de formas aparentemente banales. Estas clasificaciones son las que producen significados concretos y las que tienen un impacto sobre las personas trans*. Spade se fija especialmente en tres cuestiones: 1) las normas que rigen los documentos identificativos, 2) la segregación por sexo en los espacios institucionales y 3) el acceso a los tratamientos sanitarios para la reafirmación del sexo de una persona. No es que Spade no crea en la “reforma jurídica”, en promover cambios en las leyes, sino que nos advierte que la ley no es como creemos y que no tiene los efectos que deseamos, por lo que nos pide que pensemos bien qué leyes queremos cambiar e incluso que pensemos en qué otras cosas se pueden hacer además de cambiar o promover leyes.
Sin datos y atrapados en la diada víctima/agresor
No existen estudios a gran escala en el Estado español que muestren las condiciones concretas de vida de las personas trans*, pero sabemos que están dramáticamente marcadas por las dificultades para enfrentarse a un sistema médico, que dice que tenemos que ser españolas y mayores de edad para poder demostrar que tenemos un trastorno de disforia de género y que hemos de modificar nuestros cuerpos para poder acceder a un cambio de nombre y sexo. Este enfoque médico y legal invisibiliza las muchas dificultades a las que nos enfrentamos las personas trans*, que incluyen problemas de rechazo para entrar y mantenerse en el mercado laboral; dificultades para contar con unos apoyos vitales, como son la familia y los entornos sociales más próximos; la salida prematura de los estudios que puedan favorecer una mejor inserción laboral; el rechazo social y el coste personal para las personas trans* y sus familias; o la dificultad para concebir el hecho trans* en la infancia y la juventud, entre otros. Para muchas personas trans*, la vida se convierte en un cálculo de riesgos que dictamina cómo y cuándo hacen su transición, cómo enfrentarse a la búsqueda de empleo o cómo mostrarse ante los demás, enfrentándose al temor tangible de perder su apoyo o su afecto, o ser el centro de sus cotilleos.
Los datos existentes sobre las condiciones de vida de las personas trans* en los EEUU señalan problemas endémicos, como son el desempleo, dejar tempranamente la escuela, tener unas reducidas opciones laborales y una alta tasa de trabajo sexual, un alto índice de consumo de drogas y de VIH/SIDA, un número importante de jóvenes sin hogar… Problemas a los que los movimientos sociales tienen que enfrentarse con propuestas concretas, siendo capaces de imaginar soluciones que no siempre han de limitarse a cambios legales. Las organizaciones sin ánimo de lucro que imitan la experiencia del movimiento gay y lésbico tienden a apoyar la promoción de leyes antidiscriminatorias y sobre los crímenes de odio, con una lógica implícita que se basa en que existe alguien que discrimina intencionalmente, de manera que la responsabilidad de tal hecho es individual, dentro de una diada víctima/ agresor. Spade argumenta que la discriminación contra las personas trans* es estructural y que surge de barreras que parecen banales, como las categorías y los requisitos administrativos, típicos de recursos clave como los programas sociales de vivienda, educación, sanidad, empleo, documentos identificativos, etc. Las personas estamos ordenadas y categorizadas por estos sistemas administrativos de control, usando la terminología foucaultiana, típicos de las prisiones, albergues, centros para personas sin hogar, centros de empleo, escuelas, hospitales, etc. que se gobiernan a través del binarismo de género, y que por tanto, impactan negativamente en las personas trans*. Serán estas barreras, más que las personas particulares, las que discriminan, las que causan la transfobia.
En el Estado español, estas situaciones cotidianas a las que se refiere podrían ser por ejemplo las interacciones para las que existe el requisito de mostrar un DNI (un libro de familia o una partida de nacimiento) en el que hay una foto, un nombre y una casilla sobre el sexo, que cuando no son congruentes a ojos de un tercero producen exclusión. Para las personas trans*, hechos cotidianos como pagar con tarjeta, matricularse en un colegio o instituto, que te pare la policía en un control rutinario, se pueden convertir en situaciones potenciales de violencia. O dicho más sencillamente, participar de las instituciones básicas de socialización, como la escuela, los recursos de ocio y tiempo libre o del barrio, ir al centro de salud, supone hacer una inmersión en el binarismo de género, que potencialmente generará problemas a las personas trans* de todas las edades. Aunque una persona trans* en concreto tenga menos problemas para acceder a los baños o no sea tan discriminada en su centro de trabajo porque tiene un diagnóstico médico o está en una escuela con un protocolo que justifica esa aceptación, cabría preguntarse si no se necesitan cambios más amplios a nivel social y que no pasen necesariamente por este señalamiento patologizante de un sujeto de alguna manera defectuoso, mientras la institución y su funcionamiento permanece intactas.
La resistencia trans*, tal y como la concibe Dean Spade, tiene que ver con pensar cuidadosamente en los cambios que le pedimos a la ley, al papel que queremos que tengan instituciones y el Estado (que él llama alternativas a la reforma legal). La pregunta que nos tendremos que hacer es qué impacto tendrá una política determinada sobre las personas trans* más vulnerables y si no empeorará sus condiciones de vida. Spade toma una idea clave del feminismo, las políticas y las leyes no son nunca neutrales, siempre tienen efectos deseados y no deseados sobre las personas, por lo que es vital hacer cierta evaluación previa, o ex ante, de qué hará tal ley o protocolo por las personas, en lugar de dedicar toda la energía sólo a evaluar qué dice la ley que hará. Esta llamada nos haría plantearnos en qué se traducen algunas de las propuestas del movimiento trans* en el Estado español, como por ejemplo, las dificultades de implementación de algunas de las leyes antidiscriminatorias que tanto esfuerzo han costado aprobar, por ejemplo en Andalucía o Cataluña. O por ejemplo, si tomamos las iniciativas de aprobar protocolos de actuación para las escuelas para facilitar la inserción de la infancia y juventud trans* ¿tienen esos protocolos efectos no deseados? ¿se pueden hacer cambios en todas las escuelas que faciliten la participación del alumnado, al tiempo que beneficien a quienes son trans* o rompen las normas de género? ¿estará justificado hacer cambios sin estos protocolos?
Spade propone una repolitización de la política trans*, que parta de un modelo de organizaciones de base, con una organización colectiva hecha con aportaciones de sus miembros, más que con filántropos que donan fondos y dictan el rumbo de las organizaciones; o en nuestro caso, sin contar con las subvenciones estatales, o no sólo con ellas. Apuesta por la experiencia de colectivos norteamericanos que se financian a través de actividades, ofrecen servicios directos de apoyo donde las personas adquieren una conciencia de la situación a la que se enfrentan, en lugar ser simplemente sujetos de una política de servicios. La propuesta es implicar directamente a las personas en las decisiones que determinan sus vidas, facilitando que se conviertan en líderes. Este es el ejemplo vivido por Dean Spade en el colectivo Sylvia Rivera Project, así como el practicado en el Miami Workers Center.
La imposibilidad como estrategia de resistencia
Habitualmente tanto las vidas de las personas trans* como este tipo de propuestas son tachadas de imposibles. Inconcebibles. Incómodas. Inapropiadas. Fuera de lugar. Será precisamente esta conciencia de ser tachados de personas imposibles lo que permite ir más allá de los límites que se podrían fijar bajo una mirada más normativa y neoliberal. Establecer lazos fuertes y duraderos con otros movimientos sociales y grupos discriminados, igualmente señalados como imposibles e incómodos, permite hacer cosas inesperadas.
Con todo lo que ya sabemos gracias a los movimientos sociales, parece imposible hacer una lucha que sea sobre una única fuente de discriminación, como es una lucha basada sólo en ser trans*, o el mérito individual (tener o no un informe de disforia de género, por ejemplo), sin fijarnos en el contexto estructural que nos rodea. Supone reconocer las muchas condiciones vitales que afectan a las personas trans* y generar alianzas con otros movimientos. Una propuesta concreta directamente extraída de esta experiencia es contribuir a generar liderazgos de aquellas personas sobre las que la transfobia impacta más brutalmente. Es una tarea necesariamente trans*formadora, y es la única forma de cambiar las expectativas de vida de las personas trans*.
Spade dirá que necesitamos una política trans* basada en la práctica y el proceso, más que sobre una lucha o demanda concreta que conseguir. Utiliza la teoría crítica sobre la raza, la interseccionalidad (Crenshaw, 1989) y la convergencia de intereses (Bell, 1996), utilizando la autorreflexión propia de las teorías queer y antirracistas. Por eso, su propuesta no se trata tanto de hacer “una política trans* que consiga la igualdad trans*”, sino pensar cómo nos atraviesan algunas cuestiones clave, como son la legislación sobre la inmigración, la propia estructura jurídica o la criminalización de los movimientos sociales. Esto es especialmente relevante en el contexto del Estado español, donde la situación que nos depara la ley mordaza, las reformas del sistema penal y migratorio castigan especialmente a una ciudadanía que necesita protestar para no seguir perdiendo derechos, dividiéndonos entre una ciudadanía decente y otra que se caracteriza por ser incómoda e imposible, condenada a la criminalización. El poder disciplinario del Estado dicta unas normas que delimitan “el buen comportamiento y una forma de ser apropiada”, que imposibilita la mera existencia de un sujeto trans* atravesado por experiencias como la migración, la exclusión social, la etnicidad o la edad, cuestiones de las que no podemos escapar. Así, este libro puede ser una buena herramienta para ayudarnos a conciliar nuestras experiencias y necesidades personales, que son interseccionales, con unas políticas trans* que vayan más allá de lo esperado, que sería limitarnos a pedir “lo nuestro”, olvidándonos que lo nuestro también son las necesidades de las personas trans* gitanas, las que viven en pueblos pequeños, aquellas que son muy jóvenes o son ancianas, quienes no cuentan con el apoyo de sus familias o las que están privadas de libertad en los CIEs, los centros de menores o las cárceles.
“Una vida normal” es un texto clave, no sólo en los estudios trans, sino en la producción del conocimiento propio de los movimientos sociales, y que al tiempo, apela al conocimiento académico. Ya por su segunda edición, Dean Spade nos pregunta ¿cuáles son los límites de la estrategia de reclamar derechos al Estado? y ¿cómo puede aprender el movimiento trans* de otras luchas? Propone que pensemos en cuál es el papel que queremos conceder a las leyes y las políticas en la lucha trans*, llamándonos a desconfiar, ya que no suelen ofrecer solución a los problemas cotidianos de transfobia. Afirma que las estrategias que sólo buscan la inclusión y la aceptación de las personas trans*, suponen cierta “cooptación” y neutralización de los movimientos sociales. Sugiere que nos hagamos unas preguntas sencillas ¿a quién beneficia esta ley, plan o programa? ¿excluye a alguien? Al cambiar una ley, ¿estamos cambiando las condiciones de vida de todas las personas, o sólo las de algunas personas? Nos invita a considerar los peligros y oportunidades que ofrece la ley, cuestionado su efectividad. Esta tarea requiere estar en constante reflexión, evaluando nuestras propuestas.
Por otra parte, “Una vida normal” alude a cierta idea de futuro y de éxito en la que la utopía juega un papel importante (Edelman, 2005; Halberstam 2011). Si las vidas de las personas trans* son tachadas de imposibles de antemano, necesitamos precisamente de la utopía para poder plantear un horizonte de lo que deseamos, que pueda escapar del aquí y el ahora, para poder soñar con un futuro distinto, mejor y nuevo (Muñoz, 2009). Esta necesidad de proyección choca con la transnormatividad, que fijan un camino y un trayectoria determinada como deseable para las vidas de las personas trans* y por tanto, nos obliga a cumplir con cierta idea de normalidad, moldeada por los marcos legales y médicos existentes. ¿Lo que buscamos es que se olvide que somos trans*? ¿hay una única manera de ser trans*? ¿todas las personas trans* tenemos que sentir un “cuerpo equivocado”? ¿“es obligatorio tener un fuerte sentimiento de malestar corporal”? ¿es inherente a las vivencias trans* cuestionar las normas de género dominantes?
Spade nos pide volver a la inspiración de los movimientos sociales de los años 60 y 70 para ser capaces de imaginar que nos gobernásemos colectivamente, valorando la interdependencia y la diferencia. Supone concebir una lucha por la abolición de la pobreza y las prisiones, así como de las leyes de inmigración. Supone poder apostar por una salud universal y una autodeterminación de las personas con respecto a sus vidas, sin tener que afirmar que estamos enfermas o somos erróneas. Nos llama a una resistencia trans* que se dirija a las necesidades de aquellas personas tildadas como imposibles, como la infancia trans*, las personas migrantes trans* o gitanas trans*. Un activismo que no se conforme con que la ley deje de llamarnos vagos, maleantes o disfóricos; cuyas estrategias no se basen en que algunos sujetos trans* merecen derechos porque cumplen de algunos requisitos, mientras que otros no los pueden o quieren cumplir. Implica concebir que algunas instituciones pueden simplemente dejar de existir, ¿somos capaces de concebir que las Unidades de Trastornos de la Identidad de Género dejasen de regular el acceso a los tratamientos que algunas personas trans* necesitamos? O simplemente, ¿somos capaces de concebir que las UTIGs dejasen de existir? ¿o que el Registro Civil permitiese el cambio de nombre de las personas sin reclamar un informe de disforia de género y del endocrino? ¿podemos imaginar que cualquiera pudiera cambiar de nombre, simplemente porque lo desea? ¿pueden nuestros movimientos sociales imaginar más estrategias de transformación social que no sea pedir más leyes? ¿son las leyes la única estrategia para mejorar nuestras vidas?
Esta proyección de futuro utópico supone no sólo tener una conciencia de que las vidas trans* están atravesadas por el género, la sexualidad, la raza, la clase social, la capacidad y otras situaciones clave que habitualmente quedan diluidas por un lánguido etcétera, sino también implica que necesitamos de movimientos sociales que se atrevan a pedir lo que ahora parece imposible.
No podemos pedir menos, nos va la vida ello.
BIBLIOGRAFÍA
Bell, Derrick (1980). Brown v. Board of Education and the Interest-Convergence Dilemma. Harvard Law Review, 93: 518-524.
Crenshaw, Kimberlé (1991), Mapping the Margins: Intersectionality, Identity Politics, and Violence against Women of Color, Stanford Law Review, 43 (6), pp. 1.241-1.299 (Publicado en castellano en Platero, R. L. (2012) Intersecciones. Cuerpos y Sexualidades en la Encrucijada. Barcelona: Bellaterra).
Edelman, Lee (2005). No Future: Queer Theory and the Death Drive. Durham: Duke University Press.
Goffman, Ervin (1963). Stigma. Notes on the management of spoiled identity. Englewood Cliffs, N.J.: Prentice-Hall
Halberstam, Judith (2011). The queer art of failure. Durham & London: Duke University Press
Muñoz, José E. 2009. Cruising Utopia: The Then and There of Queer Futurity. New York: New York University Press.
Spade, Dean (2015). Una vida normal. Violencia administrativa, políticas trans críticas y los límites del derecho. Barcelona: Bellaterra.