¿La escuela reproduce conductas homófobas o transfóbicas?
Tenemos una visión todavía idealizada del colegio, como
un espacio para el aprendizaje de los niños, como si fuera realmente un
espacio de libertad. No se trata simplemente de que el colegio
reproduzca conductas homófobas, transfóbicas o estereotipos machistas,
sino que es una de las instituciones claves donde se lleva a cabo el
proceso de normalización de género o de sexualidad. Y éste es un proceso
violento. Curiosamente dos de los espacios más violentos, el doméstico y
el colegio, son aquellos que están más idealizados en nuestro
imaginario como espacios de protección de la infancia. Hay que
desmitificar estos espacios. En los años 60 se inicia una crítica, desde
los movimientos feministas, homosexuales y más tarde movimientos
transsexual y transgénero, de la violencia inherente a estos espacios
pedagógicos, pero hay todavía mucho trabajo por hacer.
Hoy la institución colegio está en una crisis profunda. Por una parte,
la transformación neoliberal ha supuesto un derrumbe de una institución
que era fundamentalmente pública y vinculada a la regulación estatal.
Nos encontramos por tanto en una situación inédita. Por una parte,
tenemos que defender la institución colegio, como un derecho universal,
pero al mismo tiempo, necesitamos criticar las violentas normas de
género y sexuales en las que históricamente se apoya.
¿Y se está abordando este problema?
Hay ya mucha gente que está llevando a cabo esta crítica, pero
necesitamos hacer visibles estas luchas y establecer alianzas. En el
contexto actual del Estado español hay en cierta forma un retorno a los
valores normativos, que son invocados en algunas ocasiones por la
iglesia católica. El colegio es también espacio de fabricación de la
identidad nacional, de normalización racial y religiosa… Necesitamos un
colegio más abierto a la crítica, porque ¿qué significa una pedagogía
que no acepta la crítica?
Tendríamos que hacer una
marea de colegios para pensar colectivamente cómo queremos ser educados y
educar a nuestras generaciones futuras. Nos falta creatividad,
imaginación política cuando pensamos en el colegio. Me gustaría que
hubiera un colegio que fuera suficientemente plástico, capaz de trabajar
con la riqueza de todas las subjetividades posibles.
¿Cuál ha sido su experiencia en la escuela?
Yo crecí en un colegio católico de Burgos sólo para niñas, en el que yo
era un caso de fracaso escolar. Gracias a una profesora que tenía un
hijo autista y montó un grupo de ocho personas con una educación
experimental, con una atención personalizada, de mucho respeto, yo pude
salir adelante. Esa experiencia me cambió radicalmente la vida, no sólo
porque en el colegio tradicional hubiera fracasado a nivel académico,
sino también porque quizás no hubiera sobrevivido.
¿Lo que hacen falta son experiencias como esa?
Ese ideario de género, sexual, nacional, no se acaba en el instituto,
se sigue reproduciendo. En el Programa de Estudios Independientes del
MACBA que dirigí hasta el año pasado me sorprendía ver a mis alumnos,
que estaban en nivel de doctorado, y que eran sociólogos o psicólogos
pero nunca habían estudiado nada de feminismo ni de luchas
anticoloniales. Reivindico la posibilidad de crear una red de colegios,
institutos, pero también de centros de formación universitaria, donde se
estudien el conjunto de tradiciones de resistencia minoritaria que han
hecho posible construir una sociedad más democrática. Necesitamos una
pedagogía radical para tiempos de crisis que nos ayude a construir un
ciudadano crítico. Esta debería ser la tarea del colegio y no tanto la
de reproducción.
Es crítico con el modelo de escuela inclusiva por el que se viene luchando desde hace unos años.
Hay iniciativas tanto pedagógicas como políticas muy respetable de
aquellos que trabajan con una voluntad de crear una escuela inclusiva,
pero somos muchos los que venimos de movimientos minoritarios y
criticamos la idea de inclusión, porque supone tolerar al otro e integrarlo con la condición de que sea marcado como otro.
Esto es lo que Foucault llamaba la “exclusión incluyente.” Uno de los
grandes problemas de la escuela inclusiva es que el otro queda como una
nota a pie de página en una escuela que no cambia. Se sigue practicando
la misma pedagogía: se añade simplemente una silla para el “diferente”,
el “discapacitado”, pero no se pone en cuestión la epistemología
normativa de la escuela.
Lo radical sería hacer una
crítica a la norma como eje de la pedagogía, hacer una pedagogía
anti-normativa, en vez de incluir al que es diferente. En el caso de las
normas de género y sexuales, no se trata de “incluir” al niño
homosexual o transexual, sino de cuestionar la norma heterocentrada y
machista del colegio que hace que toda disidencia de género y sexual sea
percibida como patológica.
El modelo de escuela inclusiva no evita un caso como el de Alan.
El caso de Alan no es puntual ni es único, es uno entre tantos. Ahora
se está hablando más de los casos de jóvenes trans, pero en el caso de
niños y niñas queer, niños afeminados, niñas masculinas, niños y niñas
son objeto de acoso y vejaciones. ¿Qué significa hacer una escuela
inclusiva con una norma heterocentrada? Hace falta una pedagogía radical
que incluya la increíble heterogeneidad de todos los alumnos. No se
trata de incluir al que es diferente, sino de crecer en un ámbito
pedagógico en el que la heterosexualidad no es la norma.
Lo que me asusta con el planteamiento inclusivo son los tratamientos
excesivamente patologizantes o médicos de la diferencia: reducir la
inclusión a la silla de ruedas o la transexualidad a disforia de género.
El problema no es ese, el problema es la arquitectura no accesible y la
normativa de género. Ahí está la diferencia entre una pedagogía
inclusiva y la pedagogía crítica. Y no hablo de acabar con toda
disciplina, sino de pensar colectivamente como construir un conjunto de
contra-disciplinas críticas.
¿Hay escuelas que apuesten por un modelo así?
Como profesor en la New York University he tenido la suerte de conocer y he tenido alumnos que han estudiado en el instituto Harvey Milk.
Me contaban su experiencia, la sensación de libertad, de por fin llegar
a un lugar donde no tenías que sentirte diferente, fuera de un ámbito
heteronormativo en el que tenías que explicar quién eras.
Pero son muy pocos los que tienen acceso a un colegio de este tipo.
Es un caso experimental, colegios singulares que pueden servir en un
caso de emergencia para alguien que está sufriendo una situación de
violencia. Yo defiendo más bien la creación de una red de colegios
transfeministas y queer. No hablo de colegios que salgan de la nada,
sino de colegios que ya existen, que salgan, por así decirlo,
políticamente del armario, que digan que el alumno tiene derecho a
experimentar con su propia subjetividad, colegios que se declaren
abiertamiente no-heteronormativos y feministas, colegios donde los
alumnos tengan derecho a procesos de cambio sin ser objeto de violencia
por utilizar códigos masculinos o femeninos, que no se castigue al niño
que con 7, 12 o 16 años se pone una falda. Lo pedagógico debería ser
trabajar con esta plasticidad que es la base de la creatividad y la
transformación social.
¿Entonces su propuesta es que los colegios den un paso adelante en defensa de un nuevo modelo?
Me parecería maravilloso que hubiera un conjunto de colegios que
apostaran por una pedagogía queer y dijeran que apuestan en su
currículum por una educación feminista. ¿Qué significa esto? Invocar las
tradiciones feminista, anticolonialista, … Ahí radica el único cambio
político en el que creo realmente. ¿Dónde están los cuerpos pedagógicos,
las escuelas, los institutos, que decidan dar un paso al frente y decir
que quieren constituir una red de colegios transfeministas y queer? A
veces pasa por incluir en el currículum pequeños elementos que puedan
hacer que se hablen de las cosas que no se hablan. Y si hay esta red
podemos organizar, por ejemplo, toda una serie de talleres de formación.
Por ejemplo, en mi docencia de historia y teoría feminista en la
universidad París VIII-Saint Denis en Francia yo incluí una serie de
talleres de género en los que los alumnos y alumnas hablaban de su
experiencia de normalización y experimentaban encarnando roles
masculinos o femeninos. Era mucho más difícil hablar con los alumnos
chicos, que creían que las cuestiones de feminismo y sexismo no les
afectaban, hasta que se daban cuenta de que también se les estaba
imponiendo un determinado modelo de masculinidad. Pero en el caso de las
alumnas chicas, resultaba sorprendente ver que la mayoría de ellas
hablaban de ser objeto de violencia.
La realidad es que la mayoría de docentes no ha oído hablar de teoría
queer. ¿No les queda muy lejos esta propuesta de una red de escuelas
transfeministas y queer?
Lo que no me creo
es que los docentes no experimentan cotidianamente los efectos de la
violencia sexual y de género en el colegio, porque son absolutamente
transversales. Un docente que esté atento es consciente que hay alumnos
que son objeto de vejación constante, la niña gorda, el tonto de la
clase, el niño afeminado, la marimacho… Cualquier docente es consciente
de que es urgente, que hay que actuar, que lo que ha pasado con Alan
está pasando constantemente en todos los ámbitos de la educación. No
puede ser como hasta ahora un acto heroico de un profesor aislado que
decide incluir un tema en su trabajo pedagógico, tiene que ser una tarea
colectiva.
La cuestión es que para llevar a cabo
esta crítica el docente también tiene que criticar su propio modelo de
género. En Francia, donde he trabajado más, hasta los años 80 una
persona abiertamente homosexual no podía ser docente. Esto revela el
alto grado de normalización heterocentrada de la escuela. También
requiere un examen de autocrítica de los docentes y un examen de sus
propias ideas heterosexistas o machistas.
Todo esto choca con un modelo escolar muy concreto. Lucas Platero nos recordaba en una entrevista que desde la educación infantil el currículum evalúa si los niños y niñas pueden identificar su género y el de otros.
En lugar de un espacio de reproducción de la norma hay que pensar la
escuela como un espacio de crítica. Puedes explicar que la sociedad
funciona según estas normas, pero que dentro de este espacio nos vamos a
permitir cuestionar esta norma para imaginar otras formas menos
violentas de vivir. En mi caso la escuela permitió crear un mundo que
era disidente con respecto a mi propia educación familiar, mis padre
pudieron acceder a muy poca educación, y en cambio yo me convertí en un
ávido lector, algo que no me aportaba mi entorno familiar. El colegio
debería ser un espacio de disidencia crítica, un espacio experimental.
Luego sería ideal que el parlamento funcionara de la misma manera, que
todas las instituciones pudieran funcionar de este modo, en lugar de
como dispositivos de reproducción de la violencia. ¿Cómo se hace? Que el
conjunto de profesores que no quieren seguir reproduciendo este tipo de
normas sociales y de género se unan para pensar cómo hacerlo de otra
manera. Que den un paso adelante para elaborar una pedagogía queer. Es
utópico, pero no imposible. Si no queremos que el caso de Alan se
repita, no hay tiempo que perder, lo imposible es hoy lo necesario.
Entrevista compartida de Eldiario.es