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FEMINISMO Y ANTIESPECISMO por CATIA FARIA


Los días 3 y 4 de octubre tuvo lugar el Vegan Fest Alacant, un evento que ha conseguido, sin precedentes en el Estado español, reunir a miles de personas relacionadas con el veganismo y, en diferentes formatos y medidas, comprometidas con la defensa de los animales no humanos.


A pesar de la gran adhesión al evento, la edición de este año no ha tenido lugar sin obstáculos. La organización del Vegan Fest se vio obligada a retirar su campaña publicitaria debido a la enorme polémica que generó en las redes sociales –tal y como explicó en detalle Paula González en este mismo blog.

Independientemente de otras razones por las que la campaña puede no haber sido la más acertada para el público al que se dirigía, la presión social e institucional que ha sufrido el Vegan Fest para la retirada de su  cartel más controvertido (un cartel que presentaba una imagen de una zorra acompañada de la cita "Todas las tías son unas zorras", acusado, groseramente, de sexismo) no deja lugar a dudas.La llamada lucha por la justicia social, por más progresista que se figure, se sigue nutriendo de la ignorancia y de la inmoralidad.

Ignorancia por dos motivos. En primer lugar, porque hay una diferencia fundamental entre usar lenguaje sexista y mencionar lenguaje sexista. En la oralidad esta diferencia es normalmente evidente. En la lengua escrita, sin embargo, la diferencia se señala entrecomillando una frase para identificar aquellos enunciados a los que nos queremos referir sin que eso implique suscribir su contenido. De hecho, este es el recurso lingüístico del que disponemos precisamente para denunciar todas las formas de lenguaje discriminatorio. Por ejemplo, si queremos denunciar la actitud discriminatoria que subyace a la frase “todos los musulmanes son terroristas”, es necesario mencionar la frase sin que la estemos usando y, en ese sentido, reforzando la actitud islamofóbica que buscamos denunciar. En caso contrario, estaría incurriendo yo misma, con mi mención ahora, en una discriminación. Esto es, evidentemente, absurdo.

Pero, del mismo modo, también es absurdo acusar de sexista un cartel que menciona la frase “Todas las tías son unas zorras” precisamente para denunciar el uso sexista (y especista) del lenguaje. Si cada vez que se mencionara el lenguaje sexista se estuviera incurriendo en una instancia de sexismo, las feministas que trabajan sobre sexismo en el lenguaje serían las más sexistas de todas.

En segundo lugar, la ignorancia de la crítica está presente en el profundo desconocimiento de cómo las diferentes formas de discriminación a menudo se intersectan, en particular el sexismo y el especismo –justamente lo que el cartel del Vegan Fest pone de manifiesto– y de cómo un análisis feminista que siga obviando esta realidad seguirá siendo inevitablemente incompleto.

Esto nos lleva al meollo de la cuestión. No se trata de una insuficiencia cognitiva de las feministas, en particular. Se trata de un fallo moral más gravemente enraizado en las mentes humanas, en general, y también presente en las feministas. Hablamos del especismo. Consideremos, de nuevo, la frase “Todas las tías son unas zorras”. ¿Por qué la analogía resulta indignante? En primer lugar, evidentemente, porque “zorra” denota coloquialmente a una mujer con un comportamiento sexual activo, juzgado como reprobable en un contexto de opresión patriarcal. Pero, sobre todo, la analogía ofende (y busca hacerlo) porque se está comparando a las mujeres con un animal no humano. Es decir, en un contexto especista, con un individuo sin consideración moral. Sobran los ejemplos de la utilización de este recurso especista en los discursos discriminatorios y de ofensa en general.


Discriminación

Sin embargo, una vez hayamos entendido que los otros animales son moralmente considerables, es decir, que son individuos con intereses en vivir y disfrutar de sus vidas que deben ser respetados, podremos comprender que sexismo y especismo son formas de discriminación igualmente injustificadas. A la hora de considerar los intereses de los individuos, la especie a la que pertenecen es un atributo tan irrelevante como lo es el sexo. Ninguno de ellos condiciona su igual capacidad para sufrir y disfrutar, y para así poder ser dañados o beneficiados por lo que les ocurre.

Por esta razón, la indignación feminista no debe estar dirigida a la percepción de las mujeres como animales sino a la desconsideración de todos los individuos con intereses propios que deben ser respetados, humanos y no humanos. Actuar de otra forma es violar un principio básico de la ética, de acuerdo con el cual intereses iguales deben ser igualmente considerados. Es decir, es incurrir, de forma flagrante, en una forma de discriminación –el especismo.

Desafortunadamente, ser víctima de un tipo de discriminación (ej.: sexismo) no impide cometer a su vez actos discriminatorios (ej.: especismo). El feminismo interseccional lleva tiempo llamando la atención hacia el carácter injustificadamente exclusivista del “feminismo blanco occidental” o hacia las actitudes transfóbicas en el seno del movimiento. Pero, de igual modo, es necesario entender que si nos oponemos a una forma de discriminación (ej.: si somos feministas), necesariamente debemos oponernos a todas las demás discriminaciones y no sólo cuando las afectadas resultan ser miembros de la especie humana.

Igualdad

No obstante sus múltiples variaciones, los feminismos teóricos y militantes presentan un mínimo común denominador: la preocupación por la igualdad entre sexos [1]. La búsqueda de la igualdad, sin embargo, no sólo implica considerar de forma igual los intereses de individuos de diferentes sexos. En un contexto de desigualdad estructural, igualar exige siempre favorecer a las que están peor. Un ejemplo sencillo ayuda a clarificar. Si tenemos 3 cupcakes (veganos) para distribuir entre 3 individuos, no discriminar implica un reparto de cupcakes sin atender a factores irrelevantes como el sexo de los individuos. Sin embargo, para que el reparto sea justo no es suficiente con distribuir los cupcakes de forma no discriminatoria. Es necesario repartirlas de la forma más igualitaria posible. Y para igualar la situación de estos individuos necesitamos conocer su situación de partida: ¿cuántos cupcakes han comido ya? Si Pedro ha comido 2, Ana ha comido 1 y Sara ninguna, igualar la situación de Pedro, Ana y Sara no supone dar 1 solo cupcake a cada una. Ello reforzaría la desigualdad de partida entre ellas. Por el contrario, igualar supone dar 2 magdalenas a Sara, 1 a Ana y ninguna a Pedro.

La justicia en el mundo real exige un razonamiento similar. La única diferencia es que, en vez de magdalenas, lo que se reparte son oportunidades, recursos y bienestar. Es cierto que las mujeres han sido (y siguen siendo) desfavorecidas en este reparto frente a los hombres. Pero, sin embargo, hay un grupo extenso de individuos que ha sido todavía más desfavorecido que las mujeres: los animales no humanos. Así, la preocupación (típicamente feminista) por la igualdad necesariamente nos obliga a considerar a los demás animales y a favorecer sus intereses, ya que son ellos los que se encuentran comparativamente peor.

Opresión

Hay todavía razones adicionales para que, en cuanto feministas, seamos particularmente conscientes de la injusticia que padecen los animales no humanos. Ello se debe a que el sexismo y el especismo se manifiestan mediante patrones opresivos de jerarquía y dominación semejantes y, a menudo –como lo evidencia el lenguaje–, ambas formas de discriminación se hallan conectadas.

La opresión a la que están sujetas las mujeres en el contexto de la cultura patriarcal se puede sintetizar bajo tres ejes fundamentales: objetualización, subordinación y abuso. La objetualización consiste en la percepción de las mujeres como desposeídas de intereses propios que deben ser respetados. De este modo son transformadas en objetos de trabajo, de reproducción y de consumo (erótico). Paralelamente, los otros animales son objetualizados, lo que supone la desconsideración de sus intereses más básicos en no sufrir y en disfrutar de sus vidas. En la misma sociedad patriarcal, los animales son considerados objetos al servicio del ser humano en prácticamente todos los ámbitos de su actividad. También ellos, de forma sistemática e institucionalizada, pero infinitamente más brutal, son convertidos en objetos de trabajo, de reproducción y de consumo.

Más allá de estos paralelismos, ambas opresiones a menudo se intersectan. La intersección se constata sobre todo en la forma como sexismo y especismo juegan un papel fundamental en la construcción de la masculinidad patriarcal. La construcción de la identidad masculina, basada en la dominación, la fuerza física y sexual, la competitividad, la caza o el consumo de carne, ha sido (y sigue siendo) una gran fuente de opresión y desigualdad para mujeres y no humanos. La intersección puede ser también observada en la representación de las mujeres y de los no humanos en ámbitos como la publicidad, donde la animalización del cuerpo de las mujeres y la erotización del cuerpo de los animales es un recurso excesivamente frecuente [2].

Claramente, la objetualización de los individuos conlleva su subordinación a un opresor, lo que fácilmente conduce al abuso. Una vez objetualizados los individuos, sus intereses son ignorados o desatendidos y, con ello, su voz y poder político silenciados. Así controlados, los individuos se encuentran a merced de los intereses del opresor, estando totalmente desprotegidos frente al abuso –la violencia física y sexual. Esta dinámica, lugar común en el diagnóstico feminista de la realidad patriarcal, resulta particularmente evidente en el caso no humano. Evidentemente, el abuso de los otros animales por parte de los seres humanos sólo es una pequeña manifestación del especismo, del mismo modo que el abuso y la violencia machista lo es respecto del sexismo. El problema moral reside, más bien, en la consideración invariablemente desfavorable que sufren los animales no humanos por motivo de su especie. La manifestación más extrema de esta realidad puede ser observada en la completa subordinación de sus intereses más fundamentales en vivir, no sufrir y en disfrutar de sus vidas a la satisfacción de los intereses humanos más triviales, ya sean económicos, de consumo o de otro tipo. Además, y contrariamente a las demás víctimas de discriminación, la posibilidad de hacer valer su voz es inexistente para los animales no humanos. Nos toca a todas nosotras –privilegiadas (y privilegiados) por especie– defenderles.

Feminismo antiespecista

Hace más de dos siglos, el traductor británico Thomas Taylor escribía en tono satírico Vindicación de los derechos de las bestias, como respuesta a la publicación de Vindicación de los derechos de la mujer de Mary Wollstonecraft. Allí se preguntaba: si las mujeres tienen derechos, ¿por qué no también los animales? Efectivamente, una puede hoy presentar fuertes razones por las que esa pregunta no es una reducción al absurdo del feminismo. La discriminación y la opresión están injustificadas, tanto si afectan a humanos como a no humanos. En lo que es moralmente relevante (en la capacidad para sufrir y disfrutar de sus vidas) animales humanos y no humanos son iguales. La lucha por la igualdad, consecuentemente feminista, es, así, necesariamente antiespecista.


[1] Se podría decir que ciertas corrientes feministas no están preocupadas por la igualdad, en particular, el feminismo de la diferencia. Sin embargo, creo que sería errado considerar que el feminismo de la diferencia rechaza la igualdad (de consideración y de reparto) entre mujeres y hombres, aunque sí es cierto que rechaza la igualdad sexual (a lo que muchas llamarían de género). Así lo parece manifestar Victoria Sandón de León, la conocida feminista de la diferencia española, en el siguiente pasaje de ¿Qué es el feminismo de la diferencia?: “Lo contrario de la igualdad no es la diferencia, sino la desigualdad. Hemos contrapuesto igualdad a diferencia cuando en realidad no es posible conseguir una verdadera igualdad sin mantener las diferencias”. Así, las feministas de la diferencia defienden la igualdad entre mujeres y hombres, aunque no que las mujeres se hagan iguales a los hombres.

[2] Así lo evidencia Carol J. Adams, en su célebre The Sexual Politics of Meat (“La política sexual de la carne”), libro inaugural sobre el tema que verá, por fin, la traducción al castellano, veinticinco años después de su publicación en inglés.


Artículo compartido de El diario.es