¿Quiénes protestan? ¿Por qué protestan? ¿Desde dónde y cómo? ¿Quiénes nos faltan? ¿Por qué decimos que ellos nos faltan ellos y no otros? ¿Qué cuerpos tienen derecho a vivir, existir políticamente y cuáles no? ¿Qué cuerpos merecen ser llorados? ¿Por qué reconocemos a unos y a otros no? Estas son algunas de las preguntas que propone Judith Butler en su conferencia magistral sobre Vulnerabilidad y Resistencia, que impartida el 23 de marzo de 2015 en en México haciendo una obligada referencia al caso de Ayotzinapa. Esta columna comenta y desarrolla algunos de los puntos de Butler en su conferencia para poder conectarlos con otros ejemplos reales, tangibles y mesoaméricanos. Si Ayotzinapa ejemplifica el problema vulnerabilidad-resistencia, este texto busca proponer ejemplos locales que encarnen la solución.
Judith Butler empieza a plantear estas preguntas en Violencia, luto y política (2006) y Performatividad, precariedad, y políticas sexuales (2009) y Marcos de Guerra, del mismo año, en donde dedica un capítulo a hablar de la supervivencia, la vulnerabilidad y los afectos.
Hacer estas preguntas es preguntar por la razón de la protesta. El grito de una protesta masiva es poderoso porque es una demanda que nace de “las carencias”, una demanda por la “infraestructura” (las condiciones mínimas para tener una vida que valga la pena vivir, pero también institucionalidad, condiciones básicas de subsistencia, infraestructura física provista desde lo público…), y el pedido por lo habitable. La calle y el espacio público no son lugares neutros que compartimos todos y donde la acción política se da en igualdad de condiciones -como quedó muy claro cuando la administración local usó el zócalo de México como parqueadero exclusivo. Para que una “movilización” sea posible es necesario primero poderse mover y tiene que haber un espacio que se pueda ocupar. Para que un cuerpo pueda moverse necesita una superficie y necesita un medio que le permita transportarse en esas superficies. Butler señala que no en vano los desaparecidos estudiantes de la escuela de Ayotzinapa estaban recaudando dinero para viajar a D.F. (pedían por las condiciones materiales para su movilización).
De la misma manera, los cuerpos no existen en el vacío sino que son entidades relacionales, un cuerpo está determinado por su relación con los otros y con el espacio. ¿Quién lo quiere? ¿Quién lo extraña? ¿Quién lo llora? ¿Cómo son las condiciones de donde habita? Un cuerpo también esta definido por sus límites; no solo la piel, también los límites de su movimiento y los límites de sus alcances políticos. Todos estos límites que van demarcados por las “carencias”, y las carencias determinan la vulnerabilidad. De esta manera, la identidad se construye en negativo, viene siendo la declaración de un “otro”.
En el mundo contemporáneo decir “población vulnerable” se ha convertido en un eufemismo para referirnos a las pobres, las niñas, las ancianas, las negras, las pardas, las marginadas, y todos esos grupo poblacionales. Uso el plural en femenino pues, si bien estos grupos están compuestos por hombres y mujeres, están altamente feminizados (desde lo semántico y desde la apabullante realidad de que la mayoría de las personas pobres y desprotegidas del mundo son mujeres). En el mundo en que vivimos, uno construido con lógicas patriarcales y neoliberales, la vulnerabilidad es propia de “lo femenino” (de manera simbólica, pero también de manera muy real y tangible).
Es también en una sociedad patriarcal donde se piensan resistencia y vulnerabilidad como opuestos. Una de las razones por las que muchas mujeres son reacias a asumirse feministas es que no quieren reconocerse como “víctimas”. Dentro de esa lógica (binaria, patriarcal, ya saben) podemos llegar a creer –como lo explica Butler- que ser vulnerables nos quita la posibilidad de agencia, y claro, todo el mundo prefiere verse a sí misma como “actor”, como un sujeto con agencia, y no como un sujeto (a veces objeto) sobre el que las acciones recaen.
Hay entonces algo riesgoso y cierto en reclamar a las mujeres como vulnerables. Decir que las mujeres estamos definidas por nuestras vulnerabilidades puede leerse como que apelamos a una protección patriarcal o paternalista. Sin embargo, más allá de “lo que creamos” o “lo que parezca”, es muy real que la vulnerabilidad está repartida de manera desigual y esto hace que algunas poblaciones resulten “injuriables”, “desechables” y como resultado no importa que los crímenes en su contra queden en la impunidad, y se asume que no merecen reparación. Esto es parte de lo que sucede con las mujeres y es palplable en la impunidad casi absoluta de los feminicidos en Latinoamérica.
Nuestros cuerpos están inscritos en un contexto de vulnerabilidad, en las familias (y esto es más evidente entre los más pobres) los bienes están escriturados a nombre del hombre, que es quien gana más (o todo el ingreso familiar). A las niñas les dan menos comida que a los niños, les quitan tiempo de juego para que colaboren con el trabajo doméstico, y esta práctica después se traduce en que aunque las mujeres salgan a trabajar pagan un impuesto invisible con la doble jornada laboral del trabajo doméstico que realizan en la casa.
Estas desigualdades en los núcleos familiares se traducen en lo profesional y educativo, y por eso las mujeres terminamos aceptando que nos paguen menos que a nuestros colegas hombres. Las mujeres también somos tratadas como objetos o sujetos pasivos, musas y mozas, y todo esto le sucede a todas las mujeres en mayor o menor medida sin importar cultura, o clase social –aunque ambas son factores determinantes para el grado de desigualdad y su evidencia. Estas vulnerabilidades no se viven de manera general u homogénea y tienen en su interior una serie de discriminaciones interseccionales que agravan la vivencia de la vulnerabilidad. Un hombre pobre y sin educación es vulnerable, pero una mujer pobre y sin educación es más vulnerable aún, y lo mismo sucede con la raza y la orientación sexual: no es lo mismo que ser negro que ser negra, ser homosexual hombre que lesbiana. Sabemos los nombres de los 43, pero no de las miles de mujeres desaparecidas en México.
Ahora, la vulnerabilidad no es una condición irremediable. El truco, como ya lo señalaba Butler en sus textos del siglo XX, está en que no hay nada que sea esencial a un género o un sexo, pues todas estas son construcciones culturales y hacen parte de un performance que cada individuo realiza a lo largo de su vida. Por eso, decir que los cuerpos de las mujeres son “vulnerables” no es decir que sus cuerpos son “débiles” (de hecho, los cuerpos de las mujeres son ante todo poderosos). Sin embargo, la gran mayoría de las veces, la vulnerabilidad no es una decisión del sujeto. Antes de decidir “quiénes queremos ser” ya somos algo, ya jugamos un papel, y los niños en el patio de las escuela nos gritan nuestras vulnerabilidades con extrema franqueza “raro, loca, negra, gordo”. La identidad es un performance que parte de una postura frente a unas condiciones determinadas previamente.
Pero reconocerse vulnerable es también un gesto activo. En ese -poderosísimo- reconocimiento se subvierte el rol de la vulnerabilidad. Lo conceptualmente revolucionario de la propuesta de Butler es que propone la vulnerabilidad como potencia, como fuerza, y que señala que los cuerpos vulnerables pueden ser fuertes al unirse en solidaridad. Al decir, “yo soy Ayotzinapa” se está reconociendo una vulnerabilidad y empatizando con ella, y desde ahí se construye comunidad, tejido social, una sociedad civil unida que al final es la única y verdadera resistencia frente a los grandes poderes y su violencia. Así, la protesta necesita de la vulnerabilidad, una que no sea vergonzante, y es desde la vulnerabilidad desde donde se pueden resistir a las estructuras patriarcales.
Conferencia de Judith Butler, Vulnerabilidad y Resistencia impartida el 23 de marzo de 2015 en Sala Nezahualcoyotl, UNAM. Audio Original. México
Resumen de la conferencia por Catalina Ruiz-Navarro y publicado en la web SinEmbargo