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CICATRICES DE LO REAL por MAURO CABRAL


Imagen: Del La Grace Volcano
 Su nombre, su apariencia, su estética; lo que es y lo que produce Del La Grace Volcano es un temblor en el corazón de eso que se percibe como lo real. Una sola de sus imágenes es capaz de derrumbar la tranquilizadora certeza de que en el mundo hay hombres y mujeres y a la vez alumbra otro, el mismo, donde los cuerpos se arrogan su propia belleza.

Lo he pensado y pensado. No hay otro modo de decirlo. Las fotografías de Del La Grace Volcano enloquecen a la gente. Lo sé porque las he mostrado durante años, en todas partes, y he visto cómo la gente las mira, y lo que le ocurre al mirarlas. Al exponerse al poder de esas imágenes la gente, simplemente, enloquece. Lo primero que se les desquicia es la mirada, y luego se les descoyunta el rostro entero. Podría decirse, por ejemplo, que la gente ve y no comprende lo que está viendo. Y que ese no comprender es la locura. Pero no. La locura es que, efectivamente, lo están viendo. Daría lo que fuera necesario dar por saber qué es lo que les pasa debajo de la ropa. Daría lo que fuera por verlo. Y ni que hablar por tocarlo.


Hay quienes creen que su trabajo es, en esencia, una suerte de oficio antropológico. Con eso quieren decir, básicamente, que su obra puede ser reducida a un registro comprometido, bello y audaz, de personas y modos de vida lejanos, ajenos, y tal vez hasta en peligro de extinción. Yo creo, sin embargo, que ni su trabajo como fotógrafo ni el trabajo de sus fotografías en la cultura pueden confundirse con la antropología visual de una realidad enloquecedora. Y es que –debe quedar claro desde un principio– Del no registra esa realidad: la produce. Más aún, la encarna.

Hay que hacer la prueba. Animarse a abrir alguno de sus libros. Atreverse a entrar en su página, a mirar de frente, en la oscuridad o con buena luz, una fotografía tras otra. Quizás, al principio, se instale el reconocimiento de una estrategia cultural y política habitual. Visibiliza. Pone ahí, al alcance de la vista y del tacto, la existencia terrible de un mundo escondido –la belleza desafiante de butches masculinas como ninguna, la extensión impensada de clítoris endurecidos por la testosterona, la espiral identitaria y expresiva de drag kings de todos los tamaños y todos los estilos, el resplandor oscuro del sadomasoquismo, de sus cultores, de sus objetos… Todo está ahí, por supuesto, pero ¿puesto? Nada de eso.

 La cámara de Del es una máquina del tiempo. Destroza instantes o, mejor dicho, la realidad como ilusión de un instante. ¿La masculinidad real? Mirá de nuevo. ¿Ese cuerpo, el de una mujer, el de un hombre, el de un ser humano? Mirá de nuevo. ¿Ese hueco, ese dedo, ese anillo, ese aro? Volvé a mirar. Te lo aseguro. En serio, te lo aseguro. Nada, pero nada, que puedas dar por dado y por sentado permanecerá quieto ante tu mirada una vez que te expongas al mundo tal y como él lo mira. Ante tus ojos verás desplegarse –eso también te lo aseguro– las tecnologías que incesantemente fabrican y sostienen la verosimilitud de tus ficciones más reales. Esa a la que llamás cuerpo. Esa, tan querida, a la que llamás la diferencia natural entre los sexos. Y ni que hablar de esa otra –pongámosle un nombre, pongámosle deseo.
Soy un sádico. Me encanta ver a la gente retorcerse, iluminada por el brillo incandescente de sus imágenes. Ver cómo las personas se enfrentan, por ejemplo, a la contundencia feroz del torso hermafrodita que Del retrata en blanco y negro. Y entonces las veo –cualquiera podría verlas– escarbar en la memoria, buscar, buscar… ¿dónde vieron, alguna vez, algo como eso? Y ¿a dónde podrían ir a buscarlo, esa misma tarde, para atrapar entre los dedos algo más que la superficie gozosa, pero plana y distante, de la foto? Las personas se retuercen, por ejemplo, ante las escenas que repiten, una y otra vez, un dilema que angustia y excita: cuerpos con tetas, barba y pijas que parecen artificiales y que sin embargo, al parecer, gozan –y no es que quienes las poseen gocen, es que las pijas, bueno… es lo que parece, ellas, gozan–. Se estrellan, las personas, contra los ejemplos y contraejemplos fotográficos de una masculinidad siempre múltiple y diversa –a un tiempo ridícula, solemne, imposible, difícil de creer cuando más creíble resulta, masculinidad recia o mariconcita, con y sin hormonas, con o sin pinchila, penetrada o sin penetrar, absurda cuando más auténtica, verdadera cuando más prostética.
Y él, claro. Él mismo. Cada autorretrato suyo desarma cualquier pretensión de certeza. Una y otra vez se trasviste de sí mismo, haciendo pasar su cuerpo bajo la lente de los años, de la androginia, de la futurología, de la masculinidad de los hombres y de la de las mujeres, de las conchas vueltas personalidad o vueltas vestido. Del diseña aquello que los y las mortales –jamás hermafroditas– dan en llamar naturaleza. Y hace de ese diseño su carne, su verdad y la del resto, la madre floreciente de todas las verdades, hasta que la siguiente fotografía trace la cicatriz de lo real en otro sitio. Al verlo transformarse, foto tras foto, aquello que se deshace no es, como podría pensarse, la materialidad de su existencia. Lo que se deshace, más bien, es aquella otra ilusión –la de la materialidad indudable del sentido de cualquier existencia.
Escribía Walter Benjamin: “Precisamente porque la autenticidad no es susceptible de que se la reproduzca, determinados procedimientos reproductivos, técnicos por cierto, han permitido al infiltrarse intensamente, diferenciar y graduar la autenticidad misma”. En una cultura enferma hasta la locura de anhelos de autenticidad, donde identidad se impone como el final y el principio, sus fotografías elevan a la carcajada hasta los modos más seriecitos de lo auténtico. Divierten. Emocionan. Confunden. Calientan. Liberan. Contaminan. Contaminan la mirada de quien las mira y, contaminándola, cambian para siempre el mundo en el que comienza a vivir quien ve aún antes de apartar la mirada.
“Como artista visual accedo a las tecnologías de género para amplificar antes que borrar los trazos hermafroditas de mi cuerpo. Yo me nombro a mí mismo. Un abolicionista del género. Algunas veces, un terrorista del género. Una mutación intencional, un intersex por diseño propio (como oposición explícita al diagnóstico), en busca de distinguir mi viaje de los miles que dibujan otrxs intersex que sufrieron sobre sus ‘ambiguos’ cuerpos mutilaciones y desfiguraciones en un intento erróneo de ‘normalización’. Creo en cruzar la línea tantas veces como sea necesario hasta construir un puente por el que todxs podamos caminar.” Así se define Del La Grace Volcano en su página web: www.dellagracevolcano.com

Artículo de Mauro Cabral. Publicado en Página 12