Eso coreábamos unas cuantas en las manifestaciones contra la guerra y en la manifestación del orgullo del año 2003.
Lo gritábamos, y lo gritamos, bien alto, porque sabemos que nuestros cuerpos son políticos.
Nuestros cuerpos son discursos, no son más que aquellos lugares materiales de «articulación productiva de poder y saber».
Escupimos sobre el neoliberalismo que tan bien ha simulado recibirnos en sus espectáculos insertos en la matriz heterosexual —«rejilla de inteligibilidad cultural a través de la cual se naturalizan cuerpos, géneros y deseos» (Judith Butler, 1990/2001: 38)— insomne e imposible
Decimos que NO queremos ser parte de las fronteras de occidente; por eso vomitamos sobre la carta de guerra del 29 de enero de 2002 en la que, por primera vez, George W. Bush pronunció la frase «El eje del mal» ante los miembros del Congreso y el Senado, el Estado Mayor, el Tribunal Supremo y el Gobierno de EE UU. En su discurso anunció que: «Peligros sin precedentes se ciernen sobre el mundo civilizado», puesto que existen «regímenes que han estado silenciosos desde el 11 de septiembre, pero conocemos su naturaleza verdadera», aunque «no tenemos intención de imponer nuestra cultura, siempre defenderemos la libertad y la justicia».
La fuerza performativa de semejante discurso, validada por tan «altas instituciones», que bajo la cobertura de la doble moral perpetúa astronómicos intereses económicos, produce exterminios y cicatrices sobradamente conocidos por todas.
Nosotras, inapropiables, saboteadoras del sexo jurídico, guerrilleras de los cuerpos medicalizados, terroristas del deseo psiquiatrizado, resistimos, trans-formamos.
Sabemos que bajo el triunfante discurso de libertad y de justicia occidental subyacen las formas más refinadas, pero no por ello menos acres y atroces, de homofobia, transfobia, sexismo y racismo.
Para una profundización sobre la sexualidad entendida como objeto de saber y dispositivo de poder véase Michael Foucault (1976/1998) Historia de la Sexualidad. Manifestación del «orgullo», pancarta de GtQ, Madrid, 2 de julio, 2005. al 11-M, el campo de batalla político-institucional fingía de nuevo estar polarizado en torno a dos posiciones claramente distinguibles.
Para la «izquierda» oficial, la encarnación del mal llegó a estar representada por el «trío de las Azores»; y cómo no, volvimos a encontrarnos con el mismo imaginario trasnochado de una militancia pseudomarxista, fálica y edípica que era incapaz de mirar más abajo de su propio ombligo: no nos pillaba de nuevas, pero nos resultaba cuanto menos ofensivo tener que afrontar las miradas de desaprobación cuando gritábamos frases como «¡El eje del mal es heterosexual!» o «La sexualidad de Aznar francamente me da igual», mientras el resto de la manifestación se giraba, clavaba sus ojos en nuestros cuerpos y profería: «¡Con este gobierno vamos de culo!»; «¡Aznar, hijo de puta!»; «¡Aznar maricón!» y otras tradicionales lindezas profundamente arraigadas en el imaginario heterosexista.
Con oraciones como «Con este gobierno vamos de culo» nos estaríamos situando dentro de una gran paradoja política: según los manifestantes, resultaba que el gobierno de Aznar no sólo institucionalizaba el placer anal, sino que semejante placer era central para la ejecución de su política neoliberal.
Mientras, nosotras alzábamos nuestros culos en contra del militarismo y del capitalismo («Placer anal contra el capital»). Fueron frases como «Aznar, hijo de puta» las que hicieron que una asociación de trabajadoras del sexo reaccionara y acudiese a las concentraciones sosteniendo una pancarta en la que declaraban que Aznar no era hijo suyo. Dentro de este marco de manifestaciones contra la guerra, veíamos a dos tíos disfrazados de Bush y Aznar, o de Bin Laden y Sadam Hussein, Blair mediante —la lectora puede componer la representación siguiendo cualquier tipo de combinación pueril con estos cinco elementos—, simulando que estaban follando, que uno le daba por culo a otro, etc... Lejos de proclamar una mariconalización del mundo como marco perfecto para acabar con la guerra («¡Guarras sí, guerras no!»), no sólo reiteraban la apelación a un marco homoerotizado (en este caso, la guerra), siguiendo los preceptos de la heterosexualidad obligatoria, sino que además calificaban las prácticas homoeróticas como abyectas.
Este ridículo imaginario presente en la mayoría de la izquierda concluye con el siguiente dilema lógico-moral como corolario: o la homosexualidad —en su límite superior— equivale a muerte, puesto que su traducción inmediata es la perpetuación de la maquinaria de guerra neoliberal; o —en su límite inferior— una escenificación homoerótica es una carnavalada, un simulacro, esto es, algo que no tiene correlato en la realidad. ¿Por qué la masculinidad sólo puede ser ironizada cuando se presenta en «entredicho»? Como señala Judith Halberstam: «Existe una resistencia de la cultura hegemónica a aceptar la masculinidad (blanca) en términos de performance.
Así, históricamente se ha concebido la feminidad como una representación (como una mascarada), sin embargo se ha negado u obviado la posibilidad de que la masculinidad se pudiera representar (identificándola como una identidad no performativa o antiperformativa)».
El eje del mal es heterosexual Felix Guattari (1977) dedica un exquisito y cuidado análisis al estudio de semejante espécimen en «Micropolítica del fascismo» en La revolución moléculaire, Recherches, 1977.
En el resumen de la conferencia Nuevas subculturas performativas: dykes, transgéneros, drag kings, etc. que ofreció Judith Hallbestram en la sede de La Cartuja (Sevilla) de la Universidad Internacional de Andalucía el sábado 22 de marzo de 2003. Putas y maricones, de nuevo situadas como otras inapropiadas con las que comparar: el «otro mal».
El milagro homosexual que logra reunir a todas las religiones y de forma puntual detiene el choque de civilizaciones en una alianza homófoba: «Por eso cabe calificar de milagrosa la alianza sellada por las máximas autoridades cristianas, musulmanas y judías, que se han unido en una cruzada contra los homosexuales (...) los homosexuales han conseguido lo que parecía imposible: armonía y concordia interreligiosa (...) viejos rivales que hoy se transforman en aliados ante un común enemigo: el desfile gay en Jerusalén» (El País, 1 de abril de 2005: 8). Pero la homofobia también se convierte en arma de guerra.
La violación de mujeres como botín de guerra, se ha refinado en su versión del siglo XXI: torturemos con «el mayor malpara un musulmán», una mujer soldado blanca estadounidense ordenando prácticas homosexuales a presos iraquíes.
Pero, por otro lado, la soldado England aparece masculinizada, una no- mujer, una mujer-mujer estadounidense nunca habría hecho algo así, y la prensa busca en un pasado marginal y marimacho la causa de tales comportamientos monstruosos; las bolleras respiramos ¿aliviadas?: está embarazada.
En este contexto surge el grito de «el eje del mal es heterosexual». ¿Es acaso una frase humillante? Si fuera así es que ha sido capaz de recrear y movilizar los mismos contextos de autoridad en los que se produjo «el eje del mal», ¿de verdad hemos sido capaces de crearlos?
Sólo un apunte, si convenimos con Austin que los enunciados performativos, a pesar de no ser ni verdaderos ni falsos, pueden ser inadecuados o desafortunados, no bastaría con la enunciación de ciertas palabras sino que estas tendrían que emitirse siempre en las condiciones adecuadas.
Para alcanzar un enunciado performativo exitoso —o «feliz» en términos de Austin—, este debe ser reconocido, para lo que se necesita que sea emitido en condiciones determinadas por aquellas personas conferidas con la autoridad requerida, esto es, que se atenga y reproduzca el ordenamiento en el que está inscrito — sus fórmulas ritualizadas, sus expresiones de autoridad, etc.—.
Usar la homosexualidad como expresión del mal —recurso de la izquierda y de la derecha, de oriente y de occidente, de diferentes religiones— sitúa el insulto en la «homosexualidad» para denigrar al otro.
Entonces ¿qué resulta tan perturbador de añadir el calificativo «heterosexual» a la expresión «el eje del mal»? En principio, no serviría para ofender pues en nuestra sociedad la heterosexualidad no funciona como insulto, sino como requerimiento de normalidad. Añadido al «eje del mal», no hace más que marcar lo nunca marcado, la heterosexualidad, para decir lo obvio: que las posturas del «eje del mal» —ya sea en la versión trío de las Azores o en la versión que Bush creó en su estrategia mundial antiterrorista de guerra preventiva—, partieron de una heterosexualidad obligatoria y militantemente homófoba.
Si es así, ¿por qué sorprende o incluso se interpreta como ofensiva? En este caso la carga del insulto no se encontraría en la «heterosexualidad», sino en el «eje del mal», de tal forma que lo que no es sino expresión de una evidente alianza homófoba que califica a los componentes concretos del «eje del mal».
Las ideas de J. L. Austin (1962/1988) sobre el interés de estudiar el lenguaje corriente se cuentan hoy entre las más destacadas dentro de la lingüística y de la filosofía del lenguaje, su teoría sobre los actos del habla y en concreto los enunciados performativos será retomada por la teoría queer. El eje del mal es heterosexual interpretado como una descalificación general a la heterosexualidad reconvertida en el mal por excelencia.
Parece que hemos conseguido cambiar sujeto y objeto en las interpelaciones con legitimidad. Nosotras, que «afirmamos sin exagerar que en la mayoría de los países del mundo gays, lesbianas y transexuales son discriminados, encarcelados, torturados y/o asesinados», partimos de este axioma tautológico y lo hacemos retorcerse sobre sí mismo, proponiendo esta pequeña subversión.
Tal aserción no responde a una demonización de los heterosexuales, sino que su fin es manifestar nuestro rechazo a la «matriz heterosexual» como régimen político dictatorial.
Parafraseando a Foucault, «el poder es un campo múltiple y móvil de relaciones de fuerza donde se producen efectos de dominación de largo alcance pero nunca completamente estables».
No pretendemos plantear la guerra como una barbarie derivada de una esencia heterosexual, lo que denunciamos es un régimen heterosexual que aterroriza cualquier otra forma de sexo/género/deseo que no se ajuste a sus imposibles criterios normativos: «Porque deseamos la liberación universal del deseo gay, que sólo se podrá realizar cuando se haya desmoronado vuestra identidad hetero.
No estamos combatiendo contra vosotros, sino contra vuestra “normalidad”. (...) Pasar a nuestra parte significa tomar por el culo, literalmente, y descubrir que es uno de los placeres más bellos. Significa unir tu placer al mío sin vínculo castrante, sin matrimonio. Gozar sin Norma, sin ley» (Mario Mieli, 1979: 291-292).
Sea como fuere, con este título nos movemos en las contradicciones que supone habitar simultáneamente la deconstrucción y la hiperidentidad contingente que nombra —nunca de forma clónica— para reconstruir, como mecanismo de resistencia, y para abrir espacios de disidencia, reflexión y acción política.
Artículo compartido de Burgos Digital. Redactado por Grupo de Trabajo Queer