Sabemos por Kafka que la acusación hace el crimen y el castigo dibuja retrospectivamente la culpa. Hace unos días, el periódico ABC presentaba como “salvajes y depravados” al grupo de estudiantes que habrían “irrumpido en el templo de la Universidad Complutense”: “Un numeroso grupo de chicos y chicas” habría entrado en la capilla y “tras leer en voz alta sus críticas hacia la Iglesia Católica y proferir insultos contra el clero, varias de las jóvenes, rodeando el altar, se desnudaron de cintura para arriba entre los aplausos y vítores del resto de los gamberros. Una alumna, de Económicas que, rezaba en la iglesia, cuenta que dos de las gamberras, ya sin ropa, «hicieron alarde de su tendencia homosexual». La acción, calificada de « profanación » por el Arzobispado de Madrid y denunciada por el colectivo de extrema derecha Manos Limpias, podría ser juzgada como asalto contra un lugar de culto y conllevar la expulsión parcial o total de la universidad y penas de seis meses a seis años de prisión, según el Código Penal.
A la luz de lo ocurrido en Somosaguas, conviene recordar, como preámbulo a una posible discusión legal o ética de los hechos y antes de que la construcción mediática gane la batalla de la memoria, el nombre de un convicto ilustre. Me refiero al Marques de Sade. Algunos me tratarán de imprudente por evocar a Sade como referencia posible para un juicio que se anuncia ya suficientemente conflictivo. El temor de traer a Sade hasta la capilla de la Complutense surge precisamente del desconocimiento de los motivos que han construido su mito. Sade fue encarcelado por primera vez en 1763 cuando tenía tan sólo veinte tres años y acabaría pasando más de otros treinta entre diversas rejas. El crimen imputado a Sade habría sido juzgado tan espantoso que ni siquiera el paso desde un régimen monárquico a una democracia, auspiciado por la Revolución francesa, habría logrado liberarlo. Sade fue encarcelado por “orgía y blasfemia”. Se le acusó de haberse “manualizado” (ésta era la palabra de la época) hasta eyacular sobre un cáliz mientras la prostituta Jeanne Testard le flagelaba la espalda y un sirviente le penetraba analmente, después habría introducido con su mano dos obleas en la vagina de Jeanne, y por último la habría obligado, sin éxito, a orinar sobre dos cristos de marfil. Sade nunca hirió o mató a nadie, como a menudo se ha pretendido y sus “crímenes del amor” existieron únicamente en la literatura. Aunque liberado durante los años en los que la separación de los poderes estatales y eclesiásticos se hizo efectiva, Sade fue arrestado de nuevo en 1801 cuando el Cónsul de Napoleón firmó una reconciliación de Francia con el Papado. Sus libros fueron confiscados y quemados, el marqués encerrado primero en Bicêtre (conocida como “la peor de las prisiones” donde se encerraba a “sifilíticos, homosexuales, pobres y vagabundos”) y trasladado después al psiquiátrico-prisión de Chareton donde Sade logra, antes de morir, montar sus obras de teatro con los prisioneros como actores y público. Sade fue un prisionero político-sexual y su crimen fue poner en cuestión a través de su práctica literaria y teatral el poder de la Iglesia y del Estado y su definición de la sexualidad. Fue la combinación de la crítica del poder religioso y la teatralización pública de la sexualidad sodomita y flagelante, contrarias a la definición de ésta como práctica reproductiva, lo que hicieron que las autoridades civiles y eclesiásticas se pusieran de acuerdo para mantenerlo bajo llave hasta su muerte en 1814.
Los estudiantes de la Complutense que entraron en la capilla de Somosaguas forman parte de esta larga tradición performativa de crítica del poder y de su capacidad para excluir ciertos cuerpos del espacio público (mujeres, sodomitas, homosexuales, transexuales, extranjeros...) que inaugurada por Sade se extiende hasta nuestros gloriosos Ocaña y Nazario, pasando por los grupos feministas de Judy Chicago, Myriam Shapiro, Faith Wilding o Suzanne Lacy, por WITCH, por las Lesbian Avangers, los colectivos de lucha contra el Sida, Act Up, Radical Furies o las Yegüas del Apocalipsis, por las bolivianas Mujeres Creando o por las activistas postporno Annie Sprinkle, Beth Stephens, Diana Pornoterrorista o PostOp, entre otros muchos.
La acción de Somosaguas no es “salvaje”, puesto que como bien indicó el párroco “no habían destrozado nada”, sino performativa, es decir, teatraliza en el espacio de la capilla, a través del uso del cuerpo y de la palabra, la violencia y la exclusión generada por el discurso de la Iglesia católica que sigue considerando a las mujeres como cuerpos al servicio de la reproducción y a los homosexuales y transexuales como “enfermos” y “desviados”. Así por ejemplo, las cruces gamadas dibujadas sobre el pecho de los estudiantes y las fotos de Benedicto XVI denuncian la afección del actual Papa por los grupos antisemitas, los pañuelos hacen referencia al grupo lesbiano feminista “Lavander Menace” que hizo del morado el color del orgullo social y político de las lesbianas; la desnudez y los besos hacen públicamente visible la sexualidad femenina, gay y lesbiana, objeto de discriminación y escarnio en el discurso del Vaticano.
Dos siglos después de Sade, parece urgente reclamar la separación de los poderes eclesiásticos y estatales y la redefinición de la esfera pública como un espacio aconfesional en el que la crítica y el debate de los diversos dogmas religiosos sea posible. La Universidad, como espacio de producción de saber colectivo, debería de ser el primer modelo de esfera pública democrática laica y las capillas sustituidas por asambleas y teatros.
Artículo compartido del blog RTQR
*Este artículo se escribió a raíz de los acontecimientos que sucedieron en la Universidad Computense de Madrid en 2011. Cuando un grupo de activistas reivindicaron el laicismo en la Universidad y de que se dejaran de utilizar los edificios públicos para fines religiosos y no académicos.