Sabemos por Kafka que la acusación hace el crimen y el castigo dibuja retrospectivamente la culpa. Hace unos días, el periódico ABC presentaba como “salvajes y depravados” al grupo de estudiantes que habrían “irrumpido en el templo de la Universidad Complutense”: “Un numeroso grupo de chicos y chicas” habría entrado en la capilla y “tras leer en voz alta sus críticas hacia la Iglesia Católica y proferir insultos contra el clero, varias de las jóvenes, rodeando el altar, se desnudaron de cintura para arriba entre los aplausos y vítores del resto de los gamberros. Una alumna, de Económicas que, rezaba en la iglesia, cuenta que dos de las gamberras, ya sin ropa, «hicieron alarde de su tendencia homosexual». La acción, calificada de « profanación » por el Arzobispado de Madrid y denunciada por el colectivo de extrema derecha Manos Limpias, podría ser juzgada como asalto contra un lugar de culto y conllevar la expulsión parcial o total de la universidad y penas de seis meses a seis años de prisión, según el Código Penal.
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Los estudiantes de la Complutense que entraron en la capilla de Somosaguas forman parte de esta larga tradición performativa de crítica del poder y de su capacidad para excluir ciertos cuerpos del espacio público (mujeres, sodomitas, homosexuales, transexuales, extranjeros...) que inaugurada por Sade se extiende hasta nuestros gloriosos Ocaña y Nazario, pasando por los grupos feministas de Judy Chicago, Myriam Shapiro, Faith Wilding o Suzanne Lacy, por WITCH, por las Lesbian Avangers, los colectivos de lucha contra el Sida, Act Up, Radical Furies o las Yegüas del Apocalipsis, por las bolivianas Mujeres Creando o por las activistas postporno Annie Sprinkle, Beth Stephens, Diana Pornoterrorista o PostOp, entre otros muchos.
La acción de Somosaguas no es “salvaje”, puesto que como bien indicó el párroco “no habían destrozado nada”, sino performativa, es decir, teatraliza en el espacio de la capilla, a través del uso del cuerpo y de la palabra, la violencia y la exclusión generada por el discurso de la Iglesia católica que sigue considerando a las mujeres como cuerpos al servicio de la reproducción y a los homosexuales y transexuales como “enfermos” y “desviados”. Así por ejemplo, las cruces gamadas dibujadas sobre el pecho de los estudiantes y las fotos de Benedicto XVI denuncian la afección del actual Papa por los grupos antisemitas, los pañuelos hacen referencia al grupo lesbiano feminista “Lavander Menace” que hizo del morado el color del orgullo social y político de las lesbianas; la desnudez y los besos hacen públicamente visible la sexualidad femenina, gay y lesbiana, objeto de discriminación y escarnio en el discurso del Vaticano.
Dos siglos después de Sade, parece urgente reclamar la separación de los poderes eclesiásticos y estatales y la redefinición de la esfera pública como un espacio aconfesional en el que la crítica y el debate de los diversos dogmas religiosos sea posible. La Universidad, como espacio de producción de saber colectivo, debería de ser el primer modelo de esfera pública democrática laica y las capillas sustituidas por asambleas y teatros.
Artículo compartido del blog RTQR
*Este artículo se escribió a raíz de los acontecimientos que sucedieron en la Universidad Computense de Madrid en 2011. Cuando un grupo de activistas reivindicaron el laicismo en la Universidad y de que se dejaran de utilizar los edificios públicos para fines religiosos y no académicos.