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"READY-MADE POLÍTICOS" por PAUL B. PRECIADO


En 1964 Andy Warhol, llevando a Marcel Duchamp a la era de la cultura de la comunicación de masas, inventa lo que podríamos llamar el ready-made político al recortar y enmarcar una fotografía periodística de las revueltas de la población negra de Birmingham en la que uno de los manifestantes es asediado por un perro policía. Lejos de la simple estetización de una imagen política, la estrategia de Warhol pone en cuestión la impermeabilidad de los códigos políticos y estéticos de representación y solicita una nueva inteligencia visual por parte del espectador. Judith Butler nos enseña que la identidad de género se produce a través de un proceso similar al que Warhol utilizó para producir su ready-made político.
El género en disputa viene a desplazar definitivamente la interpretación de la feminidad y la masculinidad, del sexo y de la sexualidad, del dominio de la naturaleza para llevarlos hasta el ámbito del análisis de la representación, al definir la identidad de género y sexual como efectos performativos del discurso: al mismo tiempo, procesos de repetición socialmente regulados y resultados de invocaciones de la norma heterosexual.
Butler nos enseña con Foucault que la historia de la sexualidad es la historia de los códigos culturales de representación a través de los que el cuerpo se vuelve inteligible, público, mediático.
Mientras que tanto el feminismo liberal como el lesbianismo radical denuncian la masculinidad de la butch,la lesbiana marimacho, o la feminidad de la drag queen como si se tratara de meras reproducciones del orden heterosexual dominante, Butler hará de la butch y de la drag auténticos prismas culturales cuya fuerza subversiva es poner de manifiesto la estructura paródica, teatral y performativa del género. Para Butler, al disociar radicalmente representación de género y anatomía, la drag queen y la butch ponen de manifiesto que el “género no tiene estatuto ontológico fuera de los actos que lo constituyen”. La masculinidad y la feminidad no son efectos naturales de una anatomía o una psicología precisa, sino ficciones culturales, códigos, signos, representaciones, que incorporamos a través de la repetición ritualizada de prácticas, modos de hacer más que esencias. El golpe maestro de Butler podría resumirse así: la verdad del género pertenece al ámbito de la estética, de la producción de representaciones compartidas, y no al de la metafísica (ya sea ésta biológica, lingüística o psicoanalítica). 
La crítica de Judith Butler opera como un filtro hermenéutico que se proyecta hacia el pasado permitiéndonos leer los trabajos de diferentes artistas y colectivos feministas como antecedentes del activismo performativo. Así, por ejemplo, los ejercicios de travestismo de Claude Cahun o Marcel Duchamp serán ahora resituados en una genealogía performativa junto con las autofiguraciones de Eleanor Antin, Cindy Sherman, Adrian Piper o Martha Rosler como anticipaciones de la tarea de deconstrucción que más tarde llevarán a cabo Del LaGrace Volcano, Hans Schreil, Asian Punk Boy, Cabello/ Carcéller, Annie Sprinkle o Tracey Emin. Al mismo tiempo, los conceptos butlerianos de inversión performativa,resignificación o parodia de género,revisitados por Douglas Crimp o Judith Halberstam, actuarán como verdaderas plataformas proyectivas aglutinando iniciativas políticas y estéticas marica-bolleras y trans hasta acabar convirtiéndose en auténticos criterios curatoriales hacia finales de los 90, dando lugar a eso que hoy conocemos como artivismo queer.Recogeré aquí tan sólo dos ejemplos de la profusión de estas prácticas: las estéticas antisida y las performances drag king.
Buena parte de las políticas performativas y de las estéticas de resignificación queer a las que Butler dará consistencia teórica emergen en el contexto de la crisis del sida de los años 80 y de las oleadas de homofobia y yonquifobia que la acompañan. Nos encontramos frente a la cristalización somática de un paradigma de significación cultural. El sida es a la posmodernidad lo que la peste o las enfermedades venéreas eran a las sociedades modernas y la lepra a las sociedades tradicionales: el modo en el que el poder atraviesa los cuerpos y los marca como abyectos. Frente al rechazo y la victimización institucionales, el colectivo Act Up, creado en Nueva York en 1987 como una guerrilla sexual urbana, actúa a través de un brazo-armado-estético de propaganda cultural, Gran Fury, cuyo objetivo es intervenir en el espacio de la representación donde se producen las nociones de sano y enfermo, de normal y desviado. Reclamando el carácter político de toda representación audiovisual, uno de los primeros slogans de Act Up será “ni una imagen más sin contexto político”. Declinando estrategias inspiradas al mismo tiempo en el activismo radical feminista de los años 70, Barbara Kruger, Hans Haacke o Art and Language, los artivistas de Gran Fury se constituyen en contra-media y cubren las calles con gráficos en blanco y negro, fácilmente reconocibles, en los que el discurso desplaza a la imagen, o utilizan técnicas performativas para generar una nueva forma de visibilidad del sida. Surgen así los conocidos slogans “Con 47.524 muertos, el arte no basta” y “Silencio= Muerte” o las hoy famosas técnicas de intervención en el espacio público como el kissing (besos colectivos de gays, lesbianas y trans en espacios públicos en los que el imperativo heterosexual resulta invisible como en los centros comerciales o en el cine) o el dying (teatralización de la muerte en manifestaciones o como reacción frente a la intervención policial), que serán rápidamente reapropiados por grupos de guerrilla de género y sexual como Queer Nation en Estados Unidos, Radical Faries en Inglaterra o Les Pantheres Roses en Francia y que infiltrarán poco después el arte institucional en trabajos como los de Félix González-Torres.
Mientras que, desde los años 70, tanto buena parte de las feministas como los filósofos y psicoanalistas más conservadores parecían ponerse de acuerdo acerca del carácter de construcción cultural de la feminidad, habrá que esperar a la crítica butleriana y a la emergencia de la cultura drag king a mediados de los años 80 para que la masculinidad sea interpretada también como parodia o artificio. Una vez más, la masculinidad no es sino un ready-made político camuflado de naturaleza: el efecto de la manipulación intertextual de una multiplicidad de convenciones de estilo. La diferencia entre la masculinidad de un machito español y la de un sofisticado drag king no reside en el carácter de artificio de esta última, sino en el grado de conciencia performativa. El drag king se sabe artificio mientras que el machito prefiere seguir ignorando los procesos teatrales y políticos que producen su consistencia cultural. Dicho de otro modo, el machito español es una identidad kitsch, mientras que el drag king es camp.
En los años 80, el artista Del (entonces Dela) LaGrace Volcano comienza a fotografiar la cultura butch-fem y lesbianaS&Mdelclub londinense Chain Reaction y produce Love Bites.Al mismo tiempo, Diane Torr, artista y performer,pone en marcha los primeros Talleres de Drag King en Nueva York. El trabajo de Diane Torr, centrado en la toma de conciencia del carácter performativo del género y en el re-aprendizaje corporal de la masculinidad, aparece como un verdadero espacio de transición entre la cultura de la performance feminista americana de los años 70 y la cultura drag king específicamente queer de los 90. Se trata, según Torr, de crear a través del aprendizaje teatral de la masculinidad un nuevo territorio para la experiencia del cuerpo que ha sido vetado a las mujeres en función de una distribución política del género. Torr muestra que mientras que un verdadero hombre se sienta con las piernas abiertas ocupando un máximo de espacio, una verdadera mujer cruza púdicamente las piernas hasta volverse cuasi-plegable. La masculinidad es, según este análisis performativo típicamente butleriano, un principio de extensión, mientras que la feminidad aparece como una obligación de pliegue, y en el límite, afirma Diane Torr, una forma de “discapacidad y de invisibilidad”. Para Diane Torr, este aprendizaje teatral de la masculinidad genera una redefinición de los límites entre lo privado y lo público, transformando el espacio de acción política y sexual del cuerpo.
Durante los años 90, Del LaGrace Volcano y la teórica Judith Halberstam documentan las escenas de la cultura drag king de Londres, Nueva York y San Francisco que darán lugar a la publicación de The Drag King Book.La importancia del proyecto común de Halberstam y Del LaGrace reside en que tanto la representación como el discurso en torno a la cultura lesbiana, butch-fem y king no provienen de lo que podríamos llamar, con la expresión de Monique Wittig, la antropología o la sociología hetero sino que son el resultado de un proceso de autorepresentación y autonominación. Se afirma así una cultura de producción de visibilidad maricobollera y trans en torno a la que trabajan inmunerables artistas y colectivos como Split Britches, The Five Lesbian Brothers, Shelly Mars, Bridge Markland, Antonia Baehr, Los Kings del Berry o el colectivo español Orgía, que lejos de conformarse con el reciclaje paródico de los códigos dominantes de género, aspiran a la produción de cuerpos y subjetivades disidentes.
En definitiva, si fuera necesario hablar de un artivismo queer habría que asegurarse de no hacer de esta denominación un vector naturalizado. Del mismo modo que la categoría de mujer no explica ni agota el arte feminista, el artivismo queer no reúne a los artistas gays, lesbianas o transexuales como si de ciertas identidades sexuales emanara de forma espontánea una estética determinada, o como si, como quería Susan Sontag, los parias sexuales de nuestra sociedad constituyeran una cierta aristocracia del gusto, sino que más bien indica la capacidad crítica de un conjunto de estrategias de intervención en el ámbito de producción de la sexualidad como espacio de visibilidad pública.