De forma intermitente en los últimos años, hemos presenciado cómo la prensa y las instituciones no respetaban los derechos humanos básicos de intimidad y dignidad de mujeres deportistas a las que se ponía su sexo bajo sospecha. Por tradición, el mundo del deporte siempre ha sido un espacio masculino y machista que ha partido de dos supuestos: que las diferencias físicas de las mujeres las hacen estar por naturaleza siempre en desventaja y que el deporte las masculiniza. En general, si la práctica y el progreso deportivo confieren hombría y virilidad a un hombre, confirman su identidad de género, en una mujer ponen bajo sospecha su feminidad y heterosexualidad. Los cuerpos de muchas mujeres deportistas rompen con las expectativas de género y representan una doble amenaza: el acercamiento a los varones en marcas y, lo que es peor, el acercamiento físico. De ahí la irritación que provoca en los medios deportivos la mujer con apariencia y fuerza física “masculina”, con grandes marcas, y que no se pliega al juego de deseos hacia los hombres. Ello ha llevado a utilizar el término anglosajón “the female apologetic athlete” para referirse a las expresiones de feminidad y heterosexualidad obligatoria de mujeres atletas para compensar una imagen “masculina” de logros en el deporte. Y su complemento: la preeminencia en los medios de comunicación del juicio estético de las atletas, en un contexto de mirada heterosexual, frente a la información sobre su rendimiento, regulando un “necesario” equilibrio entre logros y feminidad.
Pero sobre las mujeres deportistas no sólo recae este peso de la dualidad de género y del sexismo, también la vigilancia de la dualidad sexual. En la década de los 60, el Comité Olímpico Internacional y algunas federaciones internacionales como la de atletismo, decidieron hacer controles de sexo a mujeres deportistas, también llamados tests de verificación de género o certificados de feminidad. Estas pruebas se crearon en el contexto de la Guerra Fría para detectar posibles fraudes de competidores varones que se hicieran pasar por mujeres y así sumar triunfos en el medallero de sus respectivos países. El chequeo sexual consistía en una inspección anatómica realizada por un comité e expertos que examinaba a las deportistas desnudas, con la humillación que ello implicaba.
Atleta polaca Stella Wals
Atleta Eva Klowukoska
Más tarde, en 1968, se pasó a pruebas menos invasivas como el análisis de la cromatina sexual a partir de la mucosa bucal o, en 1992, el test de la reacción al gen SRY.
Se asume, así, que el caleidoscopio sexual formado por cromosomas, hormonas, gónadas, genitales externos, caracteres sexuales secundarios, etc. es único y que todos sus componentes se alinean según un dualismo que responde a los estándares o prototipos del cuerpo sexuado de varón o de mujer.
Nada mejor que el espacio deportivo, donde el cuerpo y la segregación sexual son protagonistas, como laboratorio donde poder analizar cómo estas complejidades son disciplinadas y forzadas a encajar en dos casillas. Se trata de pruebas sexistas, en tanto sólo se aplican a mujeres, científicamente cuestionadas por su validez, pero fundamentalmente pruebas que atentan contra la autonomía e intimidad sexual de mujeres deportistas acabando en algunos casos, y con ayuda de los medios, con su carrera profesional.
En la década de los 80, la corredora de vallas María José Martínez Patiño luchó para que las autoridades deportivas dejaran de asentar el sexo de las deportistas en los cromosomas, un criterio que injustamente discriminaba a atletas mujeres con insensibilidad a los andrógenos que, como nos ocurre a la mayoría, desconocían las letras que conformaban su cariotipo. No obstante, al leer la prensa de aquella época, nos damos cuenta de hasta qué punto los medios pusieron en duda no sólo su sexo, sino también su género, su deseo y su moralidad. En las noticias se hablaba de su apariencia “complaciente y coqueta”, de su “deseo de casarse y tener hijos”, de sus creencias “católicas y monárquicas” y de sus “coqueteos” con los atletas varones. La vigilancia de sexo se confundía con una vigilancia de género y de deseo heterosexual como pruebas de su “ser mujer”, como si no fuera suficiente su “sentirse mujer”.
María José Martínez Patiño
Las cosas no han cambiado mucho en el nuevo milenio. Las noticias sobre las corredoras Santhi Soundarajan o Caster Semenya o las de la yudoka Edinanci Silva nos muestran que, ante la imposibilidad de encontrar un criterio para determinar el sexo verdadero y encerrar la fluidez del sexo en una dicotomía rígida, se ha pasado a controlar la “verdadera feminidad” a través de la vigilancia aduanera de la coherencia sexo/género/deseo. Pero con la agravante, en estos casos, de la imposición racista de los estándares blancos y occidentales sobre la apariencia de una mujer. La fuerza física de las atletas negras símbolo de orgullo, se pone en entredicho al suponer un cuestionamiento de su feminidad. Confundiéndolo todo, las noticias mezclan cromosomas, con cirugías y hormonas, con un pasado “marimacho”, con la elección de pantalones grises sobre faldas a cuadros, con el deseo hacia las chicas en lugar de hacia los chicos, etc. O, como en el caso de Caster Semenya, y en un ejercicio de disciplinamiento de género, se presiona a la deportista a posar en una revista de moda, maquillada y con joyas, para así compensar con una feminidad que la pueda redimir de sus pecados de fuerza física y logros deportivos.
Atleta Caster Semenya
El ensañamiento mediático contra las personas que no responden a los moldes dualistas de sexo/género se plasma en la falta de respeto a la identidad de género subjetiva de las atletas y a su intimidad. Con Santhi Soundarajan, los titulares hablaban de “estafa por cromosoma Y”, “De triunfadora a impostor. De mujer a hombre. La medallista es él”. Parecería que, independientemente de la historia personal y del derecho inalienable de cada persona a elegir su propia identidad subjetiva de género, el periodista, al igual que el experto en medicina deportiva, se arrojan el derecho a decidir sobre el sexo, y por ende sobre el género, de la mujer deportista. El ensañamiento mediático viene, en ocasiones, acompañado de un sensacionalismo “comprensivo y victimista”. Noticias donde se busca en la infancia pobre y marginal de la atleta el sufrimiento inescapable de ser diferente por su “ambigüedad sexual”. Como si ese dolor fuera el precio social a pagar para compensar sospechas de moralidad sexual. De Edinanci Silva, se decía: “Tuvo que demostrar que es realmente una mujer ya que su cuerpo genera muchas dudas”. ¿Es el cuerpo el que genera dudas o una percepción social basada en esquemas rígidos y dualistas de género? Los medios asumen sin más que, gracias a la cirugía y al tratamiento hormonal a los que fue sometida, “pudo cumplir su doble deseo”: ser mujer y poder competir, ya que dichas intervenciones anulaban su “ventaja competitiva”. Para demostrar que “es realmente una mujer” su cuerpo tuvo que ser intervenido quirúrgica y hormonalmente. Desde el 2004 el COI permite a mujeres transexuales competir como mujeres, siempre y cuando se hayan sometido a una intervención quirúrgica de genitales y a un tratamiento hormonal durante dos años, suficiente como para anular su “ventaja”. Lo que constituye un avance para mujeres transexuales, resulta problemático si se establece como norma para mujeres con cuerpos intersexuados. Se plantea como “derecho al tratamiento” lo que no es sino una obligación quirúrgica y hormonal, que puede ser no deseada, para obtener un certificado de feminidad y poder competir.
Tras abandonarse por problemas de validez científica en 1999, los controles de sexo se retomaron en los Juegos Olímpicos de Pekín-2008 y con la participación de Caster Semenya en los mundiales de Atletismo de Berlín-2009 se ha reavivado el debate. Ya se sume “que el sexo no es sólo una Y”, pero la sospecha viene ahora por dos motivos según las noticias: “la imagen masculina que dio en la pista” y la “increíble mejora en su marca”. Lo curioso es que ya no se discute sobre las tecnologías necesarias para detectar a la “verdadera mujer”. Se reconoce que hoy en día no tiene sentido hacer pruebas para detectar fraudes de varones que se hacen pasar por mujeres. El debate está ahora en torno al constructo “ventaja competitiva” que se ha convertido en un argumento circular que ancla a las mujeres en una permanente inferioridad en lo deportivo. El no tener una ventaja competitiva es lo que te convierte en “mujer”. Se parte de que, en el plano deportivo, las mujeres son inferiores por su naturaleza física a los varones, ergo, si existe una mujer cuyas marcas se acercan a las de los varones, “corre como un hombre”, y además posee un cuerpo musculado, fuerte y no es “apologetic”, está bajo sospecha de no ser realmente una mujer, insisto, independientemente de su propia historia personal y de su identidad de género como mujer. El sexismo provoca que no se planteen los mismos debates en el ámbito masculino, que no se vigilen las ventajas competitivas en los deportistas varones. La tiranía del dualismo sexual provoca que no se vigilen otras dimensiones físicas de ventaja competitiva más allá de las relacionadas con el sexo, como nacer con una estatura que dote de superioridad para un determinado deporte. Obligar a una mujer deportista a hormonarse para compensar la “ventaja” que pueden tener niveles “elevados” de testosterona que genera su propio cuerpo, es como obligar a un jugador de baloncesto de altura “elevada” por efecto de sus hormonas a intervenciones médicas que compensen su ventaja respecto al resto.
¿Cuál es la amenaza? ¿La ventaja competitiva? ¿O la confusión de sexos, géneros y deseos que desestabiliza el principio del dualismo sexual en el que se asienta toda la institucionalización del deporte y, más aún, una estructura social basada en la diferencia sexual? Hacer que alguien se someta a una intervención quirúrgica u hormonal como precio a pagar por el reconocimiento de una autoridad deportiva o de otro tipo va en contra de los derechos humanos básicos. Claramente, el temor que despierta Caster Semenya no es su ventaja competitiva, sino el miedo a un cuerpo de mujer hipermusculado, que no pide disculpas, gracias a las hormonas que naturalmente genera su organismo, pero sobre todo gracias al esfuerzo y al entrenamiento duro.
Hasta que no se celebren conjuntamente las marcas y la “masculinidad” de las mujeres deportistas, en el sentido de fuerza, musculatura, ambición e indiferencia hacia la estética en beneficio del logro deportivo, de la misma manera en que se celebran las carreras de Usain Bolt, seguirán existiendo barreras para las mujeres en el mundo deportivo y se seguirán vigilando las fronteras del sexo.
"Vigilando las fronteras del sexo en el deporte femenino" por Silvia García Dauder
Texto publicado en Revista
Full Lambda en 2010 y compartido de Hartza.