Paul B. Preciado
Es difícil estar en Nueva York y no ser presa de las redes mediáticas de la exposición de Björk en el MOMA, como es difícil no serlo de las de Jeff Koons en el Centre Pompidou estando en París. La voz de Björk siempre me pareció un buen himno al amor vegetal y sólo puedo manifestar simpatía por un tipo que se fotografía desnudo follando con la Ciccolina y al que, como a mí, le gustan los caniches. Dejando a Björk y a Koons de lado –ellos son meramente instrumentales en todo esto– lo que me interesa aquí es a qué apuntan estas dos exposiciones como signos del devenir del museo de arte moderno y contemporáneo en la era neoliberal.
Lo que muestran ambas exposiciones es que las estrategias de crecimiento financiero y marketing han entrado de lleno en el museo. Si hubo por un breve lapso de tiempo la posibilidad de transformar el museo en un laboratorio en el que reinventar la esfera pública democrática, ese proyecto está siendo desmantelado con un único argumento: superar la dependencia de la financiación estatal en un tiempo de “crisis” y hacer del museo un negocio rentable.
Este nuevo museo, se nos dice, debe transformarse en una semio-corporación con buena perspectiva de crédito: una industria de producción y venta de significados consumibles. Estos son los criterios con los que se nos pide a los info-trabajadores del museo de arte moderno y contemporáneo que programemos: para las exposiciones monográficas estamos bajo el régimen del “big name”, debemos exponer grandes nombres inmediatamente reconocibles puesto que el museo se dirige sobre todo al turista. Esta es una de las características del museo neoliberal: transformar incluso al visitante local en turista de la historia del capitalismo globalizado. Por otra parte, en las exposiciones colectivas o de colección nos debemos plegar al criterio “the best well-known of each”, el más conocido de cada uno.
Esto explica la arquitectura expositiva del MOMA: un espacio fluido en el que el vídeo de Björk Big Time Sensuality filmado en 1993 en Times Square es visible casi desde cada sala, mientras entramos en un laberinto en el que la noche estrellada de Van Gogh se codea con Las señoritas de Avignon de Picasso, con la bandera de América de Jasper Johns y las latas de Campbell de Warhol. El visitante no verá nada que no conocía o que no pueda encontrar en los 100 mejores artistas de Tashen. Como máquina semiótica este nuevo museo barroco-financiero produce un significado sin historia, un único producto sensorial, continuo y liso, en el que Björk, Picasso y Times Square son intercambiables.
Un buen director de museo es hoy un director de ventas y desarrollo de servicios globales rentables. Un director de programas públicos debe ser un especialista en análisis de mercado cultural, programación “multicanal”, búsqueda de nuevos clientes, gestión de big data y “dynamic pricing” –recordemos que la entrada completa al MOMA cuesta el “dinámico” precio de 25 dólares–. Los curadores –que poco a poco suplantan a los artistas– son los nuevos héroes de este proceso de espectacularización. Finalmente, las exposiciones, convertidas en el core-business del este negocio semiótico, son productos y la “historia del arte” una simple acumulación cognitivo-financiera. El museo se convierte así en un espacio abstracto y privatizado, un enorme gusano mediático-mercantil MOMAPOMPIDOUTATEGUGGENHEIMABUDABI...es imposible saber dónde se está, por dónde se entra y dónde se sale.
Esta proliferación de obras como signos identificables es parte del proceso general de abstracción y desmaterialización del valor en el capitalismo contemporáneo. En la esfera del museo barroco-financiero las obras no son consideradas por su capacidad para cuestionar los modos habituales de percibir y conocer, sino más bien por su intercambiabilidad sin fin. El arte se intercambia por signos y dinero no por experiencia o subjetividad. Aquí el signo consumible, su valor económico y mediático, se emancipa de la obra de arte, la posee, la vacía, la devora y, por decirlo con Benjamin, la destruye. Este es un museo en el que el arte, el espacio público y el público como agente crítico han muerto. Dejemos de llamarlo museo y llamémoslo Necromuseo. Un archivo de nuestra propia destrucción global.
Si queremos salvar el museo quizás tengamos que, paradójicamente, elegir la ruina pública frente a la rentabilidad privada. Y si no es posible, entonces quizás haya llegado el momento de ocupar colectivamente el museo, vaciarlo de deuda y hacer barricadas de sentido. Apagar las luces para que, sin posibilidad alguna de espectáculo, el museo pueda empezar a funcionar como un parlamento de otra sensibilidad.
Artículo compartido de El Estado Mental