"Lo que preconiza el leguaje nacional cristiano cuando agita la bandera de la ruptura y la rebelión social no puede llamarse política, sino guerra. La militarización de las relaciones sociales. La transformación del espacio público en el espacio vigilado. Cerrar las fronteras, blindar los úteros, expulsar a los extranjeros y a los inmigrantes, denegarles el derecho al trabajo, la vivienda, la sanidad, erradicar el judaísmo, el islam, encerrar o exterminar a los negros, a los homosexuales, a los transexuales…En definitiva, se trata de explicarnos que ciertos cuerpos de la República no pueden tener acceso a las técnicas de gobierno, en función de su identidad nacional, sexual, racial, religiosa. Que hay cuerpos nacidos para gobernar y otros que quedan como objeto de las prácticas gubernamentales".
Beatriz Preciado
Crecí escuchando historias de la Guerra Civil Española. Durante años, le pregunté a los adultos cómo habían podido matarse entre hermanos, cómo la muerte se había convertido en la única forma de hacer política. No lograba entender porqué se pelearon, que les había llevado a destruirse, destruir todo. Mi abuela, hija de unos vendedores ambulantes, era católica y anarquista. Su hermano, obrero pobre de la industria sardinera, era ateo y comunista. Su marido, contable del alcalde de un pueblo, era franquista. El cuñado, un agricultor, fue obligado a alistarse en el ejército de Franco, entrenado para acorralar a los rojos. La historia más traumática de la familia, que se repetía una y otra vez, como un síntoma, en una tentativa condenada al fracaso para cobrar sentido, contaba cómo el marido de mi abuela había sacado de prisión a mi tío, el comunista, el día de su ejecución. Las cenas familiares a menudo terminaban con mi abuelo lleno de lágrimas gritándole a mi tío:"Casi me obligaron a dispararte en la espalda. A lo que mi tío respondía "¿Y quién nos dice que no habrías sido capaz de hacerlo? ". Comentario seguido de una retahíla de reproches, que en mis oídos de niñx sonaba como la actualización póstuma de la misma guerra. No tenía ni sentido, ni solución.
No fue hasta hace unos años que empecé a comprender que no se trataba de la determinación ideológica, sino de la confusión, la desesperación, la depresión, el hambre, los celos, y por qué no decirlo, la imbecilidad lo que había llevado a la guerra. Franco se sacó de la manga una leyenda, según la cual una alianza diabólica entre masones, judíos, homosexuales, comunistas, vascos y catalanes amenazaba con destruir España. Pero fue él quien la destruiría. El Nacional-catolicismo inventó una nación que no existía, diseñó el mito de la eterna y Nueva España, en cuyo nombre ordenaron a mis tíos matarse unos a otros. Como antes en España, un nuevo lenguaje Cristiano Nacional francés busca inventar una nación francesa que no existe y que sólo ofrece violencia.
Me vine a vivir a Francia siguiendo los pasos del 68, que se podía leer a través de una filosofía cuya potencia atlética sólo era comparable con el fútbol español. Me enamoré de la lengua francesa mediante la lectura de Derrida, Deleuze, Foucault, Guattari; yo quería escribir en esta lengua, vivir en ese idioma. Pero sobre todo, me imaginaba Francia como el lugar donde la estupidez que conduce al fascismo se rompería por la fortaleza de las instituciones democráticas - diseñadas para fomentar la crítica en lugar del consenso. Pero la estupidez y la confusión que golpearon a mis antepasados ibéricos pueden llegar a Francia.Me resulta difícil de creer en estos días, la fascinación que ejerce el lenguaje del odio y poder del Nacional catolicismo de Francia, la velocidad con la que acuden sus partidarios, ya sea en la oposición o en gobierno - como Valls que aplica políticas "lepenianas" en un gobierno socialista. La extrema derecha, la derecha y una parte de la izquierda (los que creen que los Rumanos, inmigrantes, musulmanes, judíos, negros, homosexuales, feministas ... son la causa de la decadencia nacional) intentan demostrar que la solución a los problemas sociales y económicos vendrá con la aplicación de técnicas de exclusión y muerte contra una parte de población. Me resulta difícil creer que el 20% de los franceses estén tan confundidos para basar una esperanza de futuro en la forma más antigua y brutal de gobierno: la necropolitica- el gobierno de una población mediante la aplicación de muerte técnica sobre una parte (o la totalidad) de la misma población, en beneficio no de la población, sino una definición soberana y religiosa de la identidad nacional.
Lo que preconiza el leguaje nacional cristiano cuando agita la bandera de la ruptura y la rebelión social no puede llamarse política, sino guerra. La militarización de las relaciones sociales. La transformación del espacio público en el espacio vigilado. Cerrar las fronteras, blindar los úteros, expulsar a los extranjeros y a los inmigrantes, denegarles el derecho al trabajo, la vivienda, la sanidad, erradicar el judaísmo, el islam, encerrar o exterminar a los negros, a los homosexuales, a los transexuales…En definitiva, se trata de explicarnos que ciertos cuerpos de la República no pueden tener acceso a las técnicas de gobierno, en función de su identidad nacional, sexual, racial, religiosa. Que hay cuerpos nacidos para gobernar y otros que quedan como objeto de las prácticas gubernamentales. Si esta propuesta de política seduce, y pienso en los votantes de Le Pen, cuyas declaraciones y acciones por desgracia me han sido siempre familiares, debe ser llamada por su nombre: que digan que lo que desean es la guerra, que lo que les conviene, es la muerte
* “La nécropolitique à la française”, publicado en Libération el 22 de noviembre de 2013.
*Texto traducido por PAROLE DE QUEER & Elsa Maury
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