Si no eres un hombre que practica sexo con otros hombres seguramente la palabra Truvada no te dice nada. Por el contrario si esta palabra te suena es porque está modificando tu ecología sexual: el dónde, el cómo, el cuándo, el con quién. Truvada es un fármaco antirretroviral producido por la compañía de San Francisco Gilead Sciences y comercializado como PrEP, profilaxis pre-expositiva para prevenir la transmisión del virus del SIDA. Inventado primero como tratamiento para personas seropositivas, desde 2013 la agencia americana del medicamento (FDA) aconseja administrar esta molécula entre las personas seronegativas pertenecientes a grupos de riesgo, lo que en la cartografía epidemiológica equivale todavía en gran medida a ser un hombre gay “pasivo”, es decir, un receptor anal de penetración y eyaculación. En Europa, los ensayos clínicos comenzaron en 2012 y podrían concluir con una recomendación positiva para su comercialización en 2016. Sólo en el primer año Truvada (cuyo coste mensual es de 1200 dólares donde no hay genérico) ha producido beneficios de tres billones de dólares. Se calcula que un millón de norteamericanos podrían convertirse en consumidores de Truvada para evitar… convertirse en consumidores de los fármacos antirretrovirales para seropositivos.
Truvada está produciendo en la sexualidad gay una transformación semejante a la que la píldora anticonceptiva produjo en la sociabilidad heterosexual en los 70. Tanto Truvada como la píldora funcionan del mismo modo: son condones químicos pensados para “prevenir” riesgos derivados de una relación sexual, ya sean éstos el contagio del virus HIV o el embarazo indeseado. La transversal píldora anticonceptiva-Truvada nos fuerza a pensar las tecnologías de control de la sexualidad fuera de las lógicas de identidad inventadas por el discurso médico-jurídico en el siglo XIX. Tanto la píldora como Truvada son la prueba de la transición desde mediados del siglo pasado de una sexualidad controlada por aparatos disciplinarios “duros” y externos (arquitecturas segregadas y de encierro, cinturones de castidad, condones, etc.) a una sexualidad mediada por dispositivos farmacopornográficos: nuevas tecnologías “blandas”, biomoleculares y digitales. La sexualidad contemporánea está construida por moléculas comercializadas por la industria farmacológica y por un conjunto de representaciones inmateriales que circulan en las redes sociales y los medios de comunicación.
He aquí algunos de los desplazamientos cruciales que tienen lugar en el paso desde el condón de látex a los condones químicos: lo primero que cambia es el cuerpo sobre el que se aplica la técnica. La profilaxis química, a diferencia del condón de látex, ya no afecta al cuerpo hegemónico (el cuerpo masculino “activo”, es decir penetrante y eyaculante, cuya posición es idéntica en el agenciamiento heterosexual como gay) sino a los cuerpos sexualmente subalternos, los cuerpos con vaginas o anos penetrados y potenciales receptores de esperma, expuestos tanto al “riesgo” del embarazo como de la transmisión viral. Además, en el caso de estos condones químicos, la decisión de uso ya no se toma en el acto sexual mismo, sino con antelación, de modo que el usuario que ingiere la molécula construye su subjetividad en una relación temporal de futuridad: es su tiempo vital y la totalidad de su cuerpo, pero también la representación de sí mismo y la percepción de las posibilidades de acción e interacción, los que son transformados por el consumo del fármaco. Truvada no es ni un simple medicamento ni tampoco una vacuna, sino que, como la píldora, funciona como una máquina social: un dispositivo bioquímico que aunque aplicado aparentemente a un cuerpo individual, opera sobre el cuerpo social en su conjunto produciendo nuevas formas de relación, deseo y afectividad. Lo más importante y lo que quizás explique el éxito no sólo farmacológico sino también político de la píldora a partir de los años 70 y del Truvada hoy es que los condones químicos, suplementados además por la molécula de Sildénafil (Viagra), permiten construir la fantasía de una sexualidad masculina “natural” totalmente soberana cuyo ejercicio (entendido como erección, penetración y circulación ilimitada de esperma) no se ve restringido por barreras físicas.
Si el barebacking (el sexo sin condón entre gays seropositivos) se pensó en los 90 como una suerte de terrorismo sexual (recordemos la polémica que oponía al escritor Guillaume Dustan y a los activistas de Act Up en torno a la profilaxis en Francia), ahora el sexo seguro y responsable es el barebacking con Truvada. Farmacológicamente higiénico, sexualmente viril. El poder del fármaco reside en su capacidad para producir una sensación de autonomía y libertad sexual. Sin mediación visible, sin condón de látex, el cuerpo masculino penetrante obtiene la sensación de plena soberanía sexual, cuando en realidad cada una de sus gotas de esperma está mediada por complejas tecnologías farmacopornográficas. Su libre eyaculación sólo es posible gracias a la píldora, a Truvada, a Viagra, a la imagen pornográfica…
Truvada, como la píldora, quizás no tenga como objetivo mejorar la vida de sus consumidores, sino optimizar la explotación dócil de los mismos, su servidumbre molecular, manteniendo su ficción de libertad y emancipación al mismo tiempo que refuerza las posiciones sexopolíticas de dominación de la masculinidad normativa. La relación con el fármaco es una relación libre, pero de sujeción social. Follemos libremente: follemos con el fármaco. Con respecto a esta servidumbre molecular, parece no haber diferencias entre la heterosexualidad y la sexualidad gay. En los últimos 20 años la sexualidad gay ha pasado de ser una subcultura marginal a convertirse en uno de los espacios más codificados, reglamentados y capturados por los lenguajes del capitalismo neoliberal. Quizás sea hora de dejar de hablar de heterosexualidad y homosexualidad y empezar a pensar más bien la tensión entre usos normativos o disidentes de las técnicas de producción de la sexualidad que parecen hoy afectarnos ya a todos.
Artículo compartido de El Estado Mental