He experimentado en mi vida cuatro tipos de pasión amorosa. La que suscita un humano, la provocada por un animal, la generada por una fabricación histórica espiritual (libro, obra de arte, música, incluso institución…) y la que desata una ciudad. Me he enamorado de un puñado de humanos, de cinco animales, de una centena de libros y obras, de un museo y de tres ciudades. La relación entre felicidad y enamoramiento en el caso de las ciudades, como en el de los humanos, animales o incluso dispositivos espirituales, no es directamente proporcional. Es posible ser feliz en una ciudad, como es posible entablar una relación por lo demás satisfactoria con alguien (animal o humano), o establecer un vínculo instrumental o pedagógico con una obra, de la que no se está enamorado. No es el origen, ni el tiempo transcurrido, ni la residencia lo que determina la posibilidad de un enamoramiento urbano.
La ciudad amada no coincide ni con la herencia, ni con la sangre, ni con la tierra, ni con el éxito, ni con el beneficio. La ciudad en la que nací, por ejemplo, me suscita sentimientos múltiples, pero ninguno de ellos cristaliza en forma de deseo. Por otra parte, Nueva York, donde pasé ocho de los años más importantes de mi vida, ha sido para mí una ciudad constitutiva, pero sin embargo nunca me he enamorado de ella. Fuimos conocidos un tiempo, amigos a veces, enemigos otras, pero nunca pasionalmente amantes.
El estadio del mapa es el primer nivel del amor urbano: ocurre cuando sientes que la cartografía de la ciudad amada se superpone a cualquier otra. Enamorarse de una ciudad es sentir al pasear por ella que los límites materiales entre tu cuerpo y sus calles se desdibujan, que el mapa se vuelve anatomía. El segundo nivel es el estadio de la escritura. La ciudad prolifera en todas las formas posibles del signo, se vuelve primero prosa, luego poesía y, por último, evangelio.
Recuerdo cuando me enamoré de París en el primer invierno del nuevo milenio. Me había mudado desde Nueva York con el objetivo de participar en los seminarios de Jacques Derrida en la École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS) al mismo tiempo que completaba una investigación sobre las relaciones entre el feminismo, la teoría queer y la filosofía post-estructural francesa. Pasé primero por el Festival New York Fin de Siècle de Nantes en que participaban muchos de mis amigos neoyorkinos de la escena literaria. Habiendo aprendido el francés leyendo a Rousseau, Foucault y Derrida, y sin haberlo practicado nunca, mantener una conversación me resultaba entonces tan difícil en francés como en latín. En esa nebulosa lingüística que produce en el cerebro la primera recepción de una lengua todavía incomprensible, intercambié con el dibujante Bruno Richard algunas impresiones. No sé cómo fue sintáctica o semánticamente posible, pero acabamos hablando de dildos y sexos prostéticos. En un acuerdo hecho sobre todo de “ouis” y “mercis”, acepté en Nantes las llaves del apartamento de Bruno Richard de París para pasar mi primera semana en la ciudad: él no estaría, creí entender.
La llegada a su apartamento podría haber sido una escena de una película de Dario Argento: al abrir la puerta descubrí un estudio lleno de cuerpos desmembrados y ensangrentados. Me hicieron falta cinco largos e inquietantes minutos para darme cuenta de que se trababa de maniquís y que la sangre era evidentemente pintura roja. Bruno Richard me había gastado una broma poniendo a prueba la ontología de la prótesis de la que habíamos hablado, sin palabras, en Nantes. Por supuesto, no pude quedarme en el apartamento. Pero ese momento inaugural marcó para siempre mi relación con la ciudad: París es una ciudad-prótesis, al mismo tiempo órgano vivo y teatro. París se convertiría después en la prótesis del hogar que nunca tuve.
Salí del apartamento-teatro de Bruno Richard y llamé a la única persona que conocía: Alenka Zupančič, una filósofa eslovena miembro de la escuela de Slavoj Žižek y Mladen Dolar con la que había coincidido en la New School de Nueva York. Acabé viviendo en su casa, un lugar en que se hablaba esloveno y serbo-croata, se citaba a Nietzsche en alemán, a Lacan en francés y a Plejánov en ruso, y se bebía vodka en el desayuno para curar la resaca. Allí me enamoré de París. Un París-Lengua inventado por nómadas y traductores multilingües.
Algunos años después me enamoré de Barcelona. Lo hice a escondidas, como quien cae poco a poco en una infidelidad. Culturalmente desierta, transformada en ciudad-mercancía para el consumo turístico, dividida por las tensiones entre el nacionalismo catalán y el españolismo, entre la historia anarquista y su herencia pequeño burguesa, entre el dinamismo de los movimientos sociales y la persistencia de la corrupción como única arquitectura institucional, Barcelona no fue un amor a primera vista. París era mi esposa, pero Barcelona se fue convirtiendo poco a poco en mi amante.
La vida me alejó de las dos y me llevó hacia decenas de otras ciudades. Ahora, sin haberlo previsto, me estoy enamorando de Atenas. Noto una nueva pulsación en el pecho cuando, desde Beirut o Dublín, pienso en Atenas. Ahora que no ya no tengo ni casa, ni propiedad alguna, ni siquiera perro, reconozco que me es dado el más grande de los privilegios: ser cuerpo y poder enamorarme de nuevo de una ciudad.
Artículo compartido de El Estado Mental