Beatriz Preciado Foto:Lea Crispin
Para aquellos que crecimos siendo niñas tortilleras en los años inmediatamente posteriores al franquismo es difícil acostumbrarse al éxito del artefacto ““queer”” y a su transformación en “chic cultural”. Quizás convenga recordar que detrás de cada palabra hay una historia, como detrás de cada historia hay una batalla por fijar o hacer mudar las palabras. A todo aquel que afirme una identidad sexual Mia le cantará al oido: parole, parole, parole…
Hubo un tiempo en el que la palabra “queer” sólo era un insulto. En lengua inglesa, desde su aparición en el siglo XVIII, “queer” servía para nombrar a aquel o aquello que por su condición de inútil, mal hecho, falso o excéntrico ponía en cuestión el buen funcionamiento del juego social. Eran “queer” el tramposo, el ladrón, el borracho, la oveja negra y la manzana podrida pero también todo aquel que por su peculiaridad o por su extrañeza no pudiera ser inmediatamente reconocido como hombre o mujer. La palabra “queer” no parecía tanto definir una cualidad del objeto al que se refería, como indicar la incapacidad del sujeto que habla de encontrar una categoría en el ámbito de la representación que se ajuste a la complejidad de lo que pretende definir. Por tanto, desde el principio, “queer” es más bien la huella de un fallo en la representación lingüística que un simple adjetivo. Ni esto, ni aquello, ni chicha ni limoná...”queer”. Lo que de algún modo equivale a decir: aquello que llamo “queer” supone un problema para mi sistema de representación, resulta una perturbación, una vibración extraña en mi campo de visibilidad que debe ser marcada con la injuria.
Era necesario desconfiar del “queer” como se desconfía de un cuerpo que por su mera presencia desdibuja las fronteras entre las categorías previamente dividas por la racionalidad y el decoro. En la sociedad victoriana que defendía el valor de la heterosexualidad como eje de la familia burguesa y base de la reproducción de la nación y de la especie, “queer” servía para nombrar también a aquellos cuerpos que escapaban a la institución heterosexual y a sus normas. La amenaza venía en este caso de aquellos cuerpos que por sus formas de relación y producción de placer ponían en cuestión las diferencias entre lo masculino y lo femenino, pero también entre lo orgánico y lo inorgánico, lo animal y lo humano. Eran “queer” los invertidos, el maricón y la lesbiana, el travesti, el fetichista, el sadomasoquista y el zoófilo. El insulto “queer” no tenía un contenido específico: pretendía reunir todas las señas de lo abyecto. Pero la palabra servía en realidad para trazar un límite al horizonte democrático: aquel que llamaba a otro “queer” se situaba a sí mismo sentado confortablemente en un sofá imaginario de la esfera pública en tranquilo intercambio comunicativo con sus iguales heterosexuales mientras expulsaba al “queer” más allá de los confines de lo humano. Desplazado por la injuria fuera del espacio social, el “queer” estaba condenado al secreto y a la vergüenza.
Pero la historia política de una injuria es también la historia cambiante de sus usos, de sus usarios y de los contextos de habla. Si atendemos a ese tráfico lingüístico podemos decir que al lenguaje dominante le ha salido el tiro por la culata: en algo menos de dos siglos la palabra “queer” ha cambiado radicalmente de uso, de usuario y de contexto. Hubo que esperar hasta mediados de los años ochenta del pasado siglo para que, empujados por la crisis del Sida, un conjunto de microgrupos decidieran reapropiarse de la injuria “queer” para hacer de ella un lugar de acción política y de resistencia a la normalización. Los activistas de grupos como Act Up (de lucha contra el SIDA), Radical Furies o Lesbian Avangers decidieron retorcerle el cuello a la injuria “queer” y transformarla en un programa de crítica social y de intervención cultural. Lo que había cambiado era el sujeto de la enunciación: ya no era el señorito hetero el que llamaba al otro “maricón”; ahora el marica, la bollera y el trans se autodenominaban “queer” anunciando una ruptura intencional con la norma. La intuición estaba presente desde las revueltas homosexuales de los 70. Guy Hocquenghem, por ejemplo, había desenmascarado ya el carácter histórico y construido de la homosexualidad: “La sociedad capitalista fabrica al homosexual como produce lo proletario, suscitando en cada momento su propio límite. La homosexualidad es una fabricación del mundo normal”. Ya no se trataba de pedir tolerancia y hacer perfil bajo para poder acceder a las instituciones heterosexuales del matrimonio y la familia, sino de afirmar el carácter político (por no decir policial) de las nociones de homosexualidad y heterosexualidad poniendo en cuestión su validez para delimitar el campo de lo social. En esta segunda vuelta, la palabra “queer” ha dejado de ser una injuria para pasar a ser un signo de resistencia a la normalización, ha dejado de ser un instrumento de represión social para convertirse en un índice revolucionario.
El movimiento “queer” es post-homosexual y post-gay. Ya no se define con respecto a la noción médica de homosexualidad, pero tampoco se conforma con la reducción de la identidad gay a un estilo de vida asequible dentro de la sociedad de consumo neoliberal. Se trata por tanto de un movimiento post-identitario: “queer” no es una identidad más en el folklore multicultural, sino una posición de crítica atenta a los procesos de exclusión y de marginalización que genera toda ficción identitaria. El movimiento “queer” no es un movimiento de homosexuales ni de gays, sino de disidentes de género y sexuales que resisten frente a las normas que impone la sociedad heterosexual dominante, atento también a los procesos de normalización y de exclusión internos a la cultura gay: marginalización de las bolleras, de los cuerpos transexuales y transgénero, de los inmigrantes, de los trabajadores y trabajadoras sexuales…
Porque para retorcer el cuello a la injuria es necesario algo más que haber sido objeto de ella. El blabla de un marica conservador no es más “queer” que el blabla de un hetero conservador. Sorry. Ser marica no basta para ser “queer”: es necesario someter su propia identidad a crítica. Cuando se habla de teoría “queer” para referirse a los textos de Judith Butler, Teresa de Lauretis, Eve K. Sedgwick o Michael Warner se habla de un proyecto crítico heredero de la tradición feminista y anticolonial que tiene por objetivo el análisis y la deconstrucción de los procesos históricos y culturales que nos han conducido a la invención del cuerpo blanco heterosexual como ficción dominante en Occidente y a la exclusión de las diferencias fuera del ámbito de la representación política.
Quizás la clave del éxito de lo ““queer”” frente a la dificultad de publicar o de producir discursos o representaciones que provengan de la cultura marica, bollera, transexual, anticolonial, postporno y del trabajo sexual resida desgraciadamente en su desconexión en castellano con los contextos de opresión política a los que la palabra “queer” se refiere en inglés. Si tenemos en cuenta que la eficacia política del término “queer” proviene precisamente de ser la reapropiación de una injuria y de su uso disidente frente al lenguaje dominante habrá que aceptar que ese desplazamiento no se opera cuando la palabra “queer”, desprovista de memoria histórica en castellano, català o valencià, se introduce en estas lenguas. Escapamos entonces al brutal movimiento de descontextualización, pero nos privamos también de la fuerza política de ese gesto. Eso explica quizás que muchos de los nuevos adeptos que quieren identificarse como ““queer”” - como quieren estar en la red de amigos de Manu Chao o adquirir el último e-book - no estarían dispuestos tan ágilmente a ser identificados como “transexuales”, “sadomasoquistas”, “tarados” o “bolleras”. Será necesario en cada caso redefinir los contextos de uso, modificar los usuarios y sobre todo movilizar los lenguajes políticos que nos han construido como abyectos…de otro modo, la teoría “queer” será simplemente parole, parole, parole…
Artículo de Beatriz Preciado para el Parole de queer 1.
Beatriz Preciado es filósofo y activista queer. Cursó sus estudios en diferentes universidades de EEUU. Actualmente enseña teoría del género en diversas universidades del Estado Español y del extranjero así como participa en el Programa de Estudios Independientes del MACBA. Es autora de los libros: “Manifiesto Contrasexual”, "Testo yonki" y “Pornotopia” y de numerosos artículos publicados en Multitudes, Eseté o Artecontexto…
(1).Utilizo aquí la expresión de Teresa de Laurentis para definir el conjunto de instituciones y técnicas, desde el cine hasta el derecho pasando por los baños públicos, que producen la verdad de la masculinidad y la feminidad. Ver:Teresa de Lauretis, Technologies of Gender, Bloomington, Indiana University Press, 1989.
Artículo de Beatriz Preciado publicado en el Parole de queer 2.
Entrevista con BEATRIZ PRECIADO: POSPORNO/Excitación disidente
BASURA Y GÉNERO. MEAR/CAGAR. MASCULINO/FEMENINO por BEATRIZ PRECIADO
Beatriz Preciado.Foto:Lea Crispin
Más acá de las fronteras nacionales, miles de fronteras de género, difusas y tentaculares, segmentan cada metro cuadrado del espacio que nos rodea. Allí donde la arquitectura parece simplemente ponerse al servicio de las necesidades naturales más básicas (dormir, comer, cagar, mear..) sus puertas y ventanas, sus muros y aberturas, regulando el acceso y la mirada, operan silenciosamente como la más discreta y efectiva de las "tecnologías de género."(1)
Así, por ejemplo, los retretes públicos, instituciones burguesas generalizadas en las ciudades europeas a partir del siglo XIX, pensados primero como espacios de gestión de la basura corporal en los espacios urbanos (2) , van convertirse progresivamente en cabinas de vigilancia del género. No es casual que la nueva disciplina fecal impuesta por la naciente burguesía a finales del siglo XIX sea contemporánea del establecimiento de nuevos códigos conyugales y domésticos que exigen la redefinición espacial de los géneros y que serán cómplices de la normalización de la heterosexualidad y la patologización de la homosexualidad. En el siglo XX, los retretes se vuelven auténticas células públicas de inspección en las que se evalúa la adecuación de cada cuerpo con los códigos vigentes de la masculinidad y la feminidad.
En la puerta de cada retrete, como único signo, una interpelación de género: masculino o femenino, damas o caballeros, sombrero o pamela, bigote o florecilla, como si hubiera que entrar al baño a rehacerse el género más que ha deshacerse de la orina y de la mierda. No se nos pregunta si vamos a cagar o a mear, si tenemos o no diarrea, nadie se interesa ni por el color ni por la talla de la mierda. Lo único que importa es el GÉNERO.
Tomemos, por ejemplo, los baños del aeropuerto George Pompidou de Paris, sumidero de desechos orgánicos internacionales en medio de un circuito de flujos de globalización del capital. Entremos en los baños de señoras. Una ley no escrita autoriza a las visitantes casuales del retrete a inspeccionar el género de cada nuevo cuerpo que decide cruzar el umbral. Una pequeña multitud de mujeres femeninas, que a menudo comparten uno o varios espejos y lavamanos, actúan como inspectoras anónimas del género femenino controlando el acceso de los nuevos visitantes a varios compartimentos privados en cada uno de los cuales se esconde, entre decoro e inmundicia, un inodoro. Aquí, el control público de la feminidad heterosexual se ejerce primero mediante la mirada, y sólo en caso de duda mediante la palabra. Cualquier ambigüedad de género (pelo excesivamente corto, falta maquillaje, una pelusilla que sombrea en forma de bigote, paso demasiado afirmativo…) exigirá un interrogatorio del usuario potencial que se verá obligado a justificar la coherencia de su elección de retrete: "Eh, usted. Se ha equivocado de baño, los de caballeros están a la derecha." Un cúmulo de signos del género del otro baño exigir irremediablemente el abandono del espacio mono-género so pena de sanción verbal o física. En último término, siempre es posible alertar a la autoridad pública (a menudo una representación masculina del gobierno estatal) para desalojar el cuerpo tránsfugo (poco importa que se trate de un hombre o de
una mujer masculina).
Si, superando este examen del género, logramos acceder a una de las cabinas, nos encontraremos entonces en una habitación de 1x1,50 m2 que intenta reproducir en miniatura la privacidad de un váter doméstico. La feminidad se produce precisamente por la sustracción de toda función fisiológica de la mirada pública. Sin embargo, la cabina proporciona una privacidad únicamente visual. Es así como la domesticidad extiende sus tentáculos y penetra el espacio público. Como hace notar Judith Halberstam "el baño es una representación, o una parodia, del orden doméstico fuera de la casa, en el mundo exterior" (3).
Cada cuerpo encerrado en una cápsula evacuatoria de paredes opacas que lo protegen de mostrar su cuerpo en desnudez, de exponer a la vista pública la forma y el color de sus deyecciones, comparte sin embargo el sonido de los chorros de lluvia dorada y el olor de las mierdas que se deslizan en los sanitarios contiguos. Libre. Ocupado. Una vez cerrada la puerta, un inodoro blanco de entre 40 y 50 centímetros de alto, como si se tratara de un taburete de cerámica perforado que conecta nuestro cuerpo defecante a una invisible cloaca universal (en la que se mezclan los desechos de señoras y caballeros), nos invita a sentarnos tanto para cagar como para mear. El váter femenino reúne así dos funciones diferenciadas tanto por su consistencia (sólido/líquido), como por su punto anatómico de evacuación (conducto urinario/ano), bajo una misma postura y un mismo gesto: femenino=sentado. Al salir de la cabina reservada a la excreción, el espejo, reverberación del ojo público, invita al retoque de la imagen femenina bajo la mirada reguladora de otras mujeres. Crucemos el pasillo y vayamos ahora al baño de caballeros. Clavados a la pared, a una altura de entre 80 y 90 centímetros del suelo, uno o varios urinarios se agrupan en un espacio, a menudo destinado igualmente a los lavabos, accesible a la mirada pública. Dentro de este espacio, una pieza cerrada, separada categóricamente de la mirada pública por una puerta con cerrojo, da acceso a un inodoro semejante al que amuebla los baños de señoras. A partir de principios del siglo XX, la única ley arquitectónica común a toda construcción de baños de caballeros es esta separación de funciones: mear-de pie-urinario/cagar-sentado-inodoro. Dicho de otro modo, la producción eficaz de la masculinidad heterosexual depende de la separación imperativa de genitalidad y analidad. Podríamos pensar que la arquitectura construye barreras cuasi naturales respondiendo a una diferencia esencial de funciones entre hombres y mujeres. En realidad, la arquitectura funciona como una verdadera prótesis de género que produce y fija las diferencias entre tales funciones biológicas. El urinario, como una protuberancia arquitectónica que crece desde la pared y se ajusta al cuerpo, actúa como una prótesis de la masculinidad facilitando la postura vertical para mear sin recibir salpicaduras. Mear de pie públicamente es una de las performances constitutivas de la masculinidad heterosexual moderna. De este modo, el discreto urinario no es tanto un instrumento de higiene como una tecnología de género que participa a la producción de la masculinidad en el espacio público. Por ello, los urinarios no están enclaustrados en cabinas opacas, sino en espacios abiertos a la mirada colectiva, puesto que mear-de-pie-entre-tíos es una actividad cultural que genera vínculos de sociabilidad compartidos por todos aquellos, que al hacerlo públicamente, son reconocidos como hombres.
Dos lógicas opuestas dominan los baños de señoras y caballeros. Mientras el baño de señoras es la reproducción de un espacio doméstico en medio del espacio público, los baños de caballeros son un pliegue del espacio público en el que se intensifican las leyes de visibilidad y posición erecta que tradicionalmente definían el espacio público como espacio de masculinidad.
Mientras el baño de señoras opera como un mini-panópticon en el que las mujeres vigilan colectivamente su grado de feminidad heterosexual en el que todo avance sexual resulta una agresión masculina, el baño de caballeros aparece como un terreno propicio para la experimentación sexual. En nuestro paisaje urbano, el baño de caballeros, resto cuasi-arqueológico de una época de masculinismo mítico en el que el espacio público era privilegio de los hombres, resulta ser, junto con los clubes automovilísticos, deportivos o de caza, y ciertos burdeles, uno de los reductos públicos en el que los hombres pueden librarse a juegos de complicidad sexual bajo la apariencia de rituales de masculinidad.
Pero precisamente porque los baños son escenarios normativos de producción de la masculinidad, pueden funcionar también como un teatro de ansiedad heterosexual. En este contexto, la división espacial de funciones genitales y anales protege contra una posible tentación homosexual, o más bien la condena al ámbito de la privacidad. A diferencia del urinario, en los baños de caballeros, el inodoro, símbolo de feminidad abjecta/sentada, preserva los momentos de defecación de sólidos (momentos de apertura anal) de la mirada pública. Como sugiere Lee Edelman (4), el ano masculino, orificio potencialmente abierto a la penetración, debe abrirse solamente en espacios cerrados y protegidos de la mirada de otros hombres, porque de otro modo podría suscitar una invitación homosexual.
No vamos a los baños a evacuar sino a hacer nuestras necesidades de género. No vamos a mear sino a reafirmar los códigos de la masculinidad y la feminidad en el espacio público. Por eso, escapar al régimen de género de los baños públicos es desafiar la segregación sexual que la moderna arquitectura urinaria nos impone desde hace al menos dos siglos,: público/privado, visible/invisible, decente/obsceno, hombre/mujer, pene/vagina, de-pie/sentado, ocupado/libre… Una arquitectura que fabrica los géneros mientras, bajo pretexto de higiene pública, dice ocuparse simplemente de la gestión de nuestras basuras orgánicas. BASURA>GÉNERO. Infalible economía productiva que transforma la basura en género. No nos engañemos: en la máquina capital-heterosexual no se desperdicia nada. Al contrario, cada momento de expulsión de un desecho orgánico sirve como ocasión para reproducir el género. Las inofensivas máquinas que comen nuestra mierda son en realidad normativas prótesis de género.
(1).Utilizo aquí la expresión de Teresa de Laurentis para definir el conjunto de instituciones y técnicas, desde el cine hasta el derecho pasando por los baños públicos, que producen la verdad de la masculinidad y la feminidad. Ver:Teresa de Lauretis, Technologies of Gender, Bloomington, Indiana University Press, 1989.
(2).Ver: Dominique Laporte, Histoire de la Merde, Christian Bourgois Éditeur, Paris, 1978; y Alain Corbin, Le Miasme et la Jonquille, Flammarion, Paris, 1982.
(3). Judith Halberstam, "Techno-homo: on bathrooms, butches, and sex with furniture," in Jenifer Terry and Melodie Calvert Eds., Processed Lives. Gender and Technology in the Everyday Life, Routledge, London and New York, 1997, p.185.
(4) Ver: Lee Edelman, "Men's Room" en Joel Sanders, Ed. Stud. Architectures of Masculinity, New York, Princeton Architectural Press, 1996, pp.152-161.
Diseño del Parole de queer 2:Nac Scratchs
Beatriz Preciado es filósofo y activista queer. Cursó sus estudios en diferentes universidades de EEUU. Actualmente enseña teoría del género en diversas universidades del Estado Español y del extranjero así como participa en el Programa de Estudios Independientes del MACBA. Es autora de los libros: “Manifiesto Contrasexual”, "Testo yonki" y “Pornotopia” y de numerosos artículos publicados en Multitudes, Eseté o Artecontexto…
"El movimiento postporno es el proceso de devenir sujeto de aquellos cuerpos que hasta ahora solo habían podido ser objetos abyectos de la representación pornográfica: las mujeres, las minorías sexuales, los cuerpos no-blancos, los transexuales, intersexuales y transgénero, los cuerpos deformes o discapacitados. Es un proceso de empoderamiento y de reapropiación de la representación sexual"
Beatriz Preciado.Foto:Lea Crispin
En 2003 organizaste el primer Maratón Posporno en el Macba. ¿Qué significa posporno?
En realidad, el término posporno fue inventado por el artista holandés Wink van Kempen en los años 80 para denominar un conjunto de fotografías de contenido aparentemente explícito (es decir, con representación de órganos genitales en primer plano) pero cuyo objetivo no era masturbatorio, sino paródico y crítico. Pero fue la artista y actriz porno americana Annie Sprinkle la que dio al término una dimensión cultural y política mas amplia, cuando lo utilizó para presentar su espectáculo “El anuncio público del cuello del útero” en el que invita a los espectadores a explorar el interior de su vagina con la ayuda de un especulum ginecológico. Ironizando al mismo tiempo los códigos visuales de la medicina y de la pornografía tradicional, Sprinkle advierte a los visitantes de su útero: “queréis ver más y más, acercaos, mirad, esto que veis es de verdad el sexo.” Lo único que verán los insaciables visitantes con la ayuda de una linterna será un canal rosado y el reflejo destellante de la luz en el fondo del útero. De este modo, Sprinkle reduce al absurdo el imperativo de máxima visibilidad del sexo femenino que impone la pornografía tradicional. Sprinkle nos enseña que la pornografía produce la verdad del sexo que pretende representar: se trata de un género cinematográfico de ficción hecho de códigos, convenciones, representaciones normativas...cuya narración dominante está construida para satisfacer la mirada masculina heterosexual. Sprinkle nos pregunta: ¿cual es el cuerpo representado por la pornografía? ¿Por qué y para quién aparece como excitante?¿Cuáles son los límites de la representación pornográfica? ¿Qué es aquello que cuando es representado impide la excitación?
Para mí la noción de posporno de Sprinkle sirve para dar nombre a un conjunto de iniciativas de crítica de la pornografía dominante que lejos de renunciar a la representación de la sexualidad, apuestan por la producción de representaciones disidentes. Pensé en la Maratón posporno porque echaba en falta iniciativas críticas y políticas en torno a la representación de la sexualidad en el Estado español y me daba la impresión que íbamos a necesitar días y noches para empezar un debate. Mi sorpresa fue llegar a Barcelona y encontrar que a pesar del aparente silencio crítico, había un grupo de activistas supercañeros que ya estaban haciendo posporno aunque no le hubieran todavía llamado de ese modo.
Pero ¿por qué es importante políticamente la pornografía?
¿Qué otra máquina política conoces que tenga el mismo poder de producir placer? La pornografía es una potente tecnología de producción de género y de sexualidad. Para decirlo rápidamente: la pornografía dominante es a la heterosexualidad lo que la publicidad a la cultura del consumo de masas: un lenguaje que crea y normaliza modelos de masculinidad y feminidad, generando escenarios utópicos escritos para satisfacer al ojo masculino heterosexual. Ese es en definitiva la tarea de la pornografía dominante: fabricar sujetos sexuales dóciles…hacernos creer que el placer sexual “es eso”.
Por eso no es extraño que el movimiento posporno aparezca precisamente en un momento de intensa politización del cuerpo y de los placeres, a finales de los 80, en el en el contexto de la crisis del sida, que vino acompañada por un fuerte recrudecimiento de la homofobia y el fortalecimiento de nuevas medidas estatales de control y regulación de la sexualidad: criminalizacion y pauperización del trabajo sexual, limpieza de las ciudades, reprivatización de la imagen pornográfica … La guerrilla posporno surge como una reacción frente a esas nuevas formas de control.
Hasta ahora pensábamos que el feminismo era fundamentalmente antipornográfico ¿Pueden funcionar juntos feminismo y pornografía?
El feminismo de los años 80 fue el primer movimiento político que hizo un diagnóstico lúcido del poder de este aparato iconográfico porno para producir y controlar las identidades sexuales, pero cuando llegó el momento de tomar una decisión con respecto a la gestión de ese poder se vio fracturado en dos estrategias divergentes: por una parte, el feminismo abolicionista, liderado por autoras como Catherine MacKinnon y Andrea Dworkin, identificado con la mujer heterosexual blanca casta y de clase media, pide al Estado (paradójicamente al mismo Estado que critica como patriarcal) que proteja a las mujeres de la violencia del lenguaje pornográfico haciendo uso de la censura y de la represión para controlar la representación. Ya conocemos las consecuencias desastrosas de este movimiento abolicionista antiporno sobre todo en Canadá donde se implementaron legalmente: se acabaron censurando todas las representaciones lesbianas sadomasoquistas como ejemplos de “violencia extrema”, mientras que las representaciones hetero dominantes siguieron circulando sin problema. Frente a este feminismo abolicionista, aparece la estrategia política del feminismo pro-sexo y posporno, organizada en un principio por colectivos como COYOTE y PONY, con la participación de trabajadoras sexuales, lesbianas y actrices porno como Annie Sprinkle, Verónica Vera, Scarlot Harlot o Diane Torr. Aquí ya no se trata de pedir ayuda al Estado-papa-censor sino de reapropiarse las tecnologías de producción de representación sexual y de placer. El feminismo posporno reivindica la representación pornográfica como un espacio de acción política a través del que las mujeres y las minorías sexuales pueden redefinir sus cuerpos e inventar nuevas formas de producir placer que resistan a la normalización de la pornografía dominante. Se establece así una alianza entre los grupos de lucha contra el sida como ACT UP, los movimientos queer, transexuales y transgénero de crítica y resistencia a la norma heterosexual y los movimientos de trabajadores sexuales, de la industria pornográfica, que militan por el reconocimiento de sus derechos salariales y la mejora de sus condiciones de trabajo.
¿El posporno es siempre minoritario?
El movimiento postporno es el proceso de devenir sujeto de aquellos cuerpos que hasta ahora solo habían podido ser objetos abyectos de la representación pornográfica: las mujeres, las minorías sexuales, los cuerpos no-blancos, los transexuales, intersexuales y transgénero, los cuerpos deformes o discapacitados. Es un proceso de empoderamiento y de reapropiación de la representación sexual. No se trata de que estos cuerpos no estuvieran representados: eran en realidad el centro de la representación pornográfica dominante, pero desde el punto de vista de la mirada masculina heterosexual. Hasta ahora solo habían servido para reafirmar la posición de dominación cultural y política del placer masculino heterosexual. A partir de ahora, las mujeres y las minorías se reapropian del dispositivo pornográfico y de sus tecnologías de producción de representación y placer para cuestionar la mirada dominante. Así aparecen pornografías subalternas que ponen en cuestión los modelos tradicionales de masculinidad, feminidad, pero las representaciones de la raza, de la sexualidad, del cuerpo válido y discapacitado. Ese proceso va a dar lugar a una serie de producciones pornográficas disidentes: en los 80, por ejemplo, surge en Estados Unidos la revista de porno lesbiano On Our Backs, centro de las críticas del feminismo abolicionista heterosexual, en la que se publican las primeras fotografías de la cultura BDSM, Butch-Femme y Drag King de Del LaGrace Volcano. Se montan también en esa época las primeras productoras de porno feminista y lesbiano independientes como la de Candida Royalle, Fatale Video o Blue Productions a las que habrá que añadir el sello SIR en la primera década del siglo XXI. Emerge así una pornografía queer, experimental, autoproducida y autodistribuida entre cuyos autores destacan Annie Sprinkle, Maria Beatty, Bruce LaBruce, Shu Lea Cheang o de manera más reciente el LoveArtLab formado por Sprinkle y Stephens, Emilie Jouvet, Maria Llopis…
¿El posporno es siempre minoritario?
El movimiento postporno es el proceso de devenir sujeto de aquellos cuerpos que hasta ahora solo habían podido ser objetos abyectos de la representación pornográfica: las mujeres, las minorías sexuales, los cuerpos no-blancos, los transexuales, intersexuales y transgénero, los cuerpos deformes o discapacitados. Es un proceso de empoderamiento y de reapropiación de la representación sexual. No se trata de que estos cuerpos no estuvieran representados: eran en realidad el centro de la representación pornográfica dominante, pero desde el punto de vista de la mirada masculina heterosexual. Hasta ahora solo habían servido para reafirmar la posición de dominación cultural y política del placer masculino heterosexual. A partir de ahora, las mujeres y las minorías se reapropian del dispositivo pornográfico y de sus tecnologías de producción de representación y placer para cuestionar la mirada dominante. Así aparecen pornografías subalternas que ponen en cuestión los modelos tradicionales de masculinidad, feminidad, pero las representaciones de la raza, de la sexualidad, del cuerpo válido y discapacitado. Ese proceso va a dar lugar a una serie de producciones pornográficas disidentes: en los 80, por ejemplo, surge en Estados Unidos la revista de porno lesbiano On Our Backs, centro de las críticas del feminismo abolicionista heterosexual, en la que se publican las primeras fotografías de la cultura BDSM, Butch-Femme y Drag King de Del LaGrace Volcano. Se montan también en esa época las primeras productoras de porno feminista y lesbiano independientes como la de Candida Royalle, Fatale Video o Blue Productions a las que habrá que añadir el sello SIR en la primera década del siglo XXI. Emerge así una pornografía queer, experimental, autoproducida y autodistribuida entre cuyos autores destacan Annie Sprinkle, Maria Beatty, Bruce LaBruce, Shu Lea Cheang o de manera más reciente el LoveArtLab formado por Sprinkle y Stephens, Emilie Jouvet, Maria Llopis…
A estas nuevas producciones habría que añadir el trabajo de lo que podríamos denominar artivistas posporno en el que el uso del cuerpo y la sexualidad en el espacio público es una forma de acción política, como en el caso de PosOp, de GoFistFoundation, de las Medeak o de Dianapornoterrorista.
¿No es el posporno demasiado chic, demasiado artístico? ¿Por qué esta reivindicación artística de los pospornógrafos?
El arte no es elitista sino fundamente corporal y político. No se trata de que el posporno reivindique el arte frente a la pornografía, sino más bien de que ambos, arte y posporno, son espacios de experimentación, de crítica y de investigación en los que se trabaja con la materialidad del signo, con la imagen y el sonido y con su capacidad de crear afectos, de producir placer e identidad. Además, el posporno, como el arte, se distancia de la pornografía tradicional al renunciar, en muchos casos, a los resortes masturbatorios de ésta. Ya no se busca tanto accionar el mecanismo de producción de placer como interrogarlo, cuestionarlo. Podemos pensar en una genealogía posporno extensa que iría desde las películas de Andy Warhol, por ejemplo, cuando en “Blow Job” (Mamada) filma únicamente un rostro orgásmico de un chico desplazando la cámara del “objetivo” pornográfico, o de “Un Chant d'amour” Jean Genet en el que se representa el amor homosexual en la prisión, en las películas de Jack Smith, las performances de Cossi Fan Tutti hasta los trabajos contemporáneos de LoveArtLab de Sprinkle y Stephens, o Bruce La Bruce y Shu Lea Cheang.
Tus pelis pornos favorritas
Tus pelis pornos favorritas
La lista sería muy larga. Herstory of Porn de Annie Sprinkle es un clásico absoluto: el abecedario del posporno. Pero por hablar de una producción reciente, sin duda, lo que he visto, todavía en una primera edición, de los materiales que Shu Lea Cheang ha grabado con el grupo de artistas y activistas de Barcelona en Hangar promete un máximo de excitación disidente.
Diseño del Parole de queer 4:Nac Scratchs
Artículo de Beatriz Preciado publicado en el Parole de queer 4.
Beatriz Preciado es filósofo y activista queer. Cursó sus estudios en diferentes universidades de EEUU. Actualmente enseña teoría del género en diversas universidades del Estado Español y del extranjero así como participa en el Programa de Estudios Independientes del MACBA. Es autora de los libros: “Manifiesto Contrasexual”, "Testo yonki" y “Pornotopia” y de numerosos artículos publicados en Multitudes, Eseté o Artecontexto…