El mercado del arte quiere porno, pero no lo quiere cuando viene del feminismo. Cada cosa en su sitio. Al mundo del arte le gusta un salpicón de reciclados códigos pornográficos cuando estos están separados de su función de crítica social y existen como meros residuos estéticos. Al Barbican le gusta Jeff Koons y los testículos (aún con vello) son arte siempre que estén bien dibujados por caballeros solemnes. La desnudez de Paris Hilton esculpida por Daniel Edwards transciende singularmente el sórdido mundo de la pornografía y un poco de casquería siempre realza la transgresión de los YBAs. No vayamos a pedir demasiado a la historiografía occidental del arte que ya ha tenido bastante con acomodarse en los últimos años a las injerencias críticas de diversas minorías sexuales, raciales y culturales. Ya tuvimos Warhol, Mappelthorpe y Journiac (que dicho sea de paso, también sabían dibujar testículos). Seamos epistemológicamente cautos y éticamente pacientes o vamos a echarlo todo por la borda.
Pero mientras somos cautos y pacientes, se construye una nueva historiografía del arte donde porno, prostitución y feminismo no forman parte del mismo relato. Separados por salas, contextos y conceptos, las tías buenas y las buenas tías no pueden hacer historia juntas. Desde el comienzo del nuevo milenio, el complejo-industrial museo se ha afanado en recuperar un cierto número de artistas de los años 70s y 80s que hasta entonces habían pasado relativamente desapercibidas (Judith Chicago, Martha Rosler, Adrian Piper, Valie Export, Rebecca Horn, Hanna Wilke, Nancy Spero, Marina Abramovic…) procurando labelizarlas como «feministas» y asignándolas una misión estética y crítica que no exceda lo que el arte esperaba del segundo sexo. Se les pide a las artistas feministas que tematicen públicamente la diferencia, el cuerpo, la piel, la maternidad, el trabajo doméstico, la violencia de género, lo cotidiano, el dolor, la precarización, el amor, la familia, la bulimia y la anorexia, la inmigración, la ablación, el cáncer de mama, la intimidad… y aquellos aspectos del sexo y de la sexualidad que reconocemos culturalmente como más femeninos. Pero no la pornografía, puesto que aparte de ser soez y repetitiva, es cosa de hombres.
De este modo, las obras performativas y audiovisuales de Annie Sprinkle y Elisabeth Stephens, COYOTE, Veronica Vera, Monika Treut, Linda Montano, Karen Finley, Maria Beatty, Emilie Jouvet, PostOp, GoFist, María Llopis, Shu Lea Cheang, Diana Junyet Pornoterrorista (1)… no encuentran todavía marcos de inteligibilidad desde los que hacerse visibles. Inadecuadas para los criterios del feminismo pero hechas (si seguimos tomando las letras H y F como índices de identidad) por mujeres, estas prácticas artísticas parecen caer en un vacío historiográfico, reclamando nueva categorías (pospornografía, videoarte y performance pornofeminista) desde las que acceder a la retícula de lo visible.
Podría apresurarme aquí a construir una historia pospornográfica del arte que, proponiendo sus propias nociones de sujeto, mirada, representación y placer, construya un relato alternativo al propuesto por la historiografía progre-identitaria con sus nuevas entradas feminismo y arte gay. Pero prefiero antes de nada replantear los términos del debate pornográfico y sus relaciones como la historia del arte, las estrategias biopolíticas del control del cuerpo y de producción de placer a través de aparatos de intensificación de la mirada. Intentaré mostrar en este texto por qué la pornografía es una forma de producción cultural que concierne al museo y por qué una historiografía crítica debería incluir la pornografía en su análisis de los modos culturales a través de los que se construyen los límites de lo socialmente visible y con ellos, los placeres y las subjetividades sexuales normales y patológicas. Esta genealogía nos ayudará a entender por qué la pornografía se ha convertido a partir de los años setenta en un espacio crucial de análisis, crítica y reapropiación para las micropolíticas de género, sexo, raza y sexualidad.
Estudios Porno: la pornografía como discurso cultural
La pregunta por la pornografía suscita a menudo discursos circulares o falsas diatribas en las que precisamente aquellos argumentos que podrían dar un giro al debate han sido excluidos de antemano a través de una defi nición implícita de la noción misma de pornografía. Asistimos a una saturación pornográfica (en la representación, en los modos de consumo y distribución de la imagen) y, sin embargo, esta saturación viene acompañada por una rigurosa opacidad discursiva. La pornografía no está aún considerada como un objeto de estudio ni cinematográfico ni filosófico. Al desprecio académico que suscita la pornografía considerada como basura cultural, se añade la fuerza de lo que podría denominarse la hipótesis del masturbador imbécil, según la cual la pornografía es el grado cero de la representación, un código cerrado y repetitivo cuya única función es y debería ser la masturbación acrítica –siendo la crítica una traba para el éxito masturbatorio. En todo caso, se nos previene: la pornografía no merece hermenéutica. Pero quizás haya llegado la hora de formular una ecología política general de la cultura interesada en re-evaluar la producción, definición y el reciclaje de sus detritus culturales, así como de apostar por una posible revolución de objetos sexuales y masturbadores imbéciles, capaces de convertirse en productores subversivos y usuarios críticos de la pornografía.
Durante los años 80 y 90, los trabajos antipornografía de Andrea Dworkin y Catherine Mackinnon (2), en los que el porno era definido como un lenguaje patriarcal y sexista que producía violencia contra el cuerpo de las mujeres («el porno es la teoría, la violación la práctica») eclipsaron los argumentos del llamado «feminismo pro-sexo» (3) que veía en la representación disidente de la sexualidad una ocasión de empoderamiento para las mujeres y las minorías sexuales. Mientras el feminismo pro-sexo alertaba frente a los peligros de entregar el poder de la representación de la sexualidad a un Estado también patriarcal, sexista y homófobo, el feminismo antipornografía, apoyado por movimientos conservadores religiosos y pro-life, abogaba por la censura estatal del porno como único medio para proteger a las mujeres de la violencia pornográfica. De este modo, el lenguaje pornográfico aparecía una vez más como un afuera cultural, un ghetto que repele la crítica, quedando fuera del ámbito de conflicto y confrontación propio de la democracia.
Sin embargo, a partir de finales de los años 80, esquivando en parte el callejón sin salida del debate feminista, un conjunto de historiadores y teóricos de la literatura y el cine, como William Kendrick, Richard Dyer (4), Linda Williams (5) o Thomas Waugh van a extender sus investigaciones sobre la relación entre cuerpo, mirada y placer a la representación pornográfica. La mayoría de estos análisis de la pornografía parten de la hipótesis constructivista de la Historia de la Sexualidad de Foucault, según la cual la sexualidad moderna y sus placeres son el resultado no tanto de la represión de un deseo originario como de configuraciones específicas de saber-poder: la modernidad desplaza la ars erótica tradicional según la cual el placer surge de la experiencia y del autocontrol, en beneficio de una scientia sexualis, un conjunto de técnicas científicas (visuales, jurídicas, médicas…) destinadas a producir lo que Foucault denomina «la verdad del sexo». Así se pondrán de manifiesto la complicidad entre las técnicas pornográfi cas de representación y normalización del cuerpo y los dispositivos médicos y jurídicos, la complejidad y la evolución histórica de la narración pornográfica, así como la construcción política de la mirada y del placer pornográficos y su relación con las disciplinas de gestión del espacio urbano. Se dibuja así por primera vez un contexto crítico que dará lugar a comienzos del siglo XXI a la emergencia de los llamados «Porn Studies» (6), en el que el análisis histórico, cultural, cinematográfico y político de la pornografía es posible.
Situándome en este precario espacio crítico que proveen los Porn Studies comenzaré llevando a cabo una exploración genealógica que permita situar y entender la emergencia de la pornografía en Occidente como parte de la aparición de un régimen más amplio (capitalista, global y mediatizado) de producción de la subjetividad a través de la gestión técnica de la imagen (7). Se tratara de explorar lo que podríamos denominar una biopolítica de la representación pornográfica. Preguntaremos: ¿Cómo aparece la pornografía como discurso y saber sobre el cuerpo? ¿Cuál es la relación que existe entre pornografía y producción de subjetividad? O, dicho de otro modo, ¿cómo funciona la pornografía dentro de los mecanismos políticos de normalización del cuerpo y la mirada en la ciudad moderna? Esta investigación, de la que este texto da cuenta de manera sólo tentativa y muy rápida, nos permitirá intuir la importancia de las nuevas micropolíticas pospornográficas.
El museo inventó el porno
En 1987, en The Secret Museum, el historiador Walter Kendrick (8) emprende un estudio genealógico y lingüístico de los diferentes discursos en los que la noción de pornografía emerge en la modernidad. La conclusión de Kendrick establece nuevas coordenadas para el debate: la noción de pornografía emerge en las lenguas vernáculas europeas modernas entre 1755 y 1857 dentro de una retórica museística, como efecto de la controversia que suscita el descubrimiento de las ruinas de Pompeya y la exhumación de un conjunto de imágenes, frescos, mosaicos y esculturas que representan prácticas corporales y del debate acerca de la posibilidad o imposibilidad de que sean vistos públicamente.
La excavación arqueológica de las ciudades enterradas bajo el Vesubio dejó al descubierto imágenes y esculturas de cuerpos animales y humanos desnudos y enlazados, y penes sobredimensionados que no estaban, como se pensó en un primer momento, reservados a los lupanares o a las cámaras nupciales, sino que se hallaban dispersos por toda la ciudad de Pompeya. Las ruinas, operando como un retorno de lo reprimido, desvelaban otro modelo de conocimiento y de organización de los cuerpos y los placeres en la ciudad pre-moderna y ponían brutalmente de manifi esto una topología visual de la sexualidad radicalmente distinta de la que dominaba la cultura europea en el siglo XVIII.
Todo aquello requería una nueva taxonomía que permitiera establecer distinciones entre los objetos accesibles a la mirada y aquellos cuya visión debía ser objeto de custodia estatal. Las autoridades (el gobierno de Carlos III de Borbón) deciden entonces seleccionar ciertas imágenes, esculturas y objetos, y forman con ellos la colección secreta del museo borbónico de Nápoles, conocida también como Museo Secreto. La construcción del Museo Secreto implica el levantamiento de un muro, la creación de un espacio cerrado y la regulación de la mirada a través de dispositivos de vigilancia y control. Según decreto real, sólo los hombres aristócratas –ni las mujeres ni los niños ni las clases populares– podían acceder a ese espacio. El Museo Secreto opera una segregación política de la mirada en términos de género, de clase y de edad. El muro del museo materializa las jerarquías de género, edad y clase social, construyendo diferencias político-visuales a través de la arquitectura y de su regulación de la mirada.
La palabra pornografía, aparece en este contexto museístico, de la mano de un historiador del arte alemán C. O. Müller que reclamando la raíz griega de la palabra (porno-grafei: pintura de prostitutas, escritura de la vida de las prostitutas) denomina los contenidos del Museo Secreto como pornográficos (9). Así la defi nición de 1864 del Diccionario Webster en inglés de «pornography» no es otra que «aquellas pinturas obscenas utilizadas para decorar los muros de las habitaciones en Pompeya, cuyos ejemplos se encuentran en el Museo Secreto».
Para Kendrick, el Museo Secreto y la regulación de este espacio opera como un momento y un topos fundador de lo que pornografía va a signifi car en la racionalidad visual, sexual y urbana de la modernidad occidental. En esta retórica y en la siguiente a la que me referiré enseguida, la pornografía aparece como una técnica de gestión del espacio público y más particularmente de control de la mirada, de vigilancia del cuerpo excitado o excitable en el espacio público. De modo, que la noción de pornografía que la historia del arte inventa es sobre todo una estrategia para trazar límites a lo visible y a lo público. En el Museo Secreto se inventan también nuevas categorías de «infancia», «feminidad» y «clases populares». Frente a ellas, el cuerpo masculino aristocrático aparece como una nueva hegemonía político-visual –o incluso podríamos decir político-orgásmica–: aquel que tiene acceso a la excitación sexual en público, por oposición a aquellos cuerpos cuya mirada debe ser protegida y cuyo placer debe ser controlado.
Pornografía y basura urbana
La noción de pornografía introducida por la historia del arte se abre camino a lo largo del siglo XIX como una de las retóricas del higienismo que surgen junto con la metrópolis moderna. La palabra pornografía aparece de este modo en los diccionarios europeos en torno a 1840-50: «Descripción de la prostitución y de la vida de las prostitutas en la ciudad como una cuestión de higiene pública». Pornografía nombra el conjunto de medidas higiénicas desplegadas por urbanistas, fuerzas policiales y sanitarias para gestionar la actividad sexual en el espacio público, regulando la venta de servicios sexuales y «la presencia de mujeres solas», pero también «la basura, los animales muertos u otras carroñas» en las calles de las ciudades de París y Londres. Pornógrafo es el apelativo reservado, por ejemplo, a Restiff de la Brettonne cuando escribe acerca de la gestión de la prostitución y propone la construcción de burdeles estatales para sanear la ciudad de París (10). Pornográficos son también los tratados médico-administrativos de Jean Parent Duchâtelet (11), Michael Ryan o William Acton sobre la higiene de las ciudades de París o Londres en los que se discute igualmente de cloacas, orinas, tuberías, construcción de calzadas y sumideros, prostitutas y maleantes.
Si el Museo Secreto y su celoso cuidado de la pornografía tiene como objetivo impedir que mujeres y niños accedan a la visión de aquello que excita la mirada, la pornografía como categoría higiénica es sobre todo asunto de regulación de la sexualidad de las mujeres en el espacio público, así como de la gestión de los servicios sexuales de las mujeres fuera de las estructuras institucionales del matrimonio y de la familia. Dentro de las retóricas del higienismo, la pornografía es una técnica de vigilancia y domesticación del cuerpo político que forma parte de lo que Foucault denomina el dispositivo de la sexualidad característico de las tecnologías de poder del siglo XIX. La pornografía es el brazo público de un amplio dispositivo biopolítico de control y privatización de la sexualidad de las mujeres en la ciudad moderna.
Tomando en consideración estos dos contextos de emergencia, el Museo Secreto y la ciudad moderna, podríamos redefinir la pornografía como una política del espacio y de la visibilidad que genera segmentaciones precisas de los espacios públicos y privados. Se trata de una cuestión de muros y orificios en los muros, de ventanas, cortinas y puertas abiertas o cerradas, de espacios accesibles o inaccesibles a la mirada pública, de fachadas e interiores, de como cubrir lo descubierto y como destapar lo oculto, de separar las mujeres limpias de las sucias, el animal comestible de la carroña, lo útil de la basura, la cama heterosexual de la calle y sus perversiones.
Historia del tecno-ojo
El tercer campo semántico en el que opera esta noción se despliega con la irrupción de la fotografía y el cine como aparatos técnicos de intensifi cación de la mirada, y más particularmente con la aparición de las primeras películas denominadas stag films (películas para solteros), blue movies o smokers que más tarde serán calificadas de pornográficas. Se trata de películas cor tas (a menudo la duración exacta de un rail, entre 3 y 10 minutos) en blanco y negro y mudas, en las que aparecen cuerpos desnudos, contacto físico, actividad genital, penetraciones vaginales, es decir, aquello que según la territorialización precisa del cuerpo que domina la modernidad, será calificado como actividad sexual. Pero lo más importante, desde el punto de vista de la estética de la producción y la recepción es que se trata de películas fi lmadas por hombres cuyo consumo y placer especular estaba también reservado a los hombres, mayoritariamente heterosexuales (12), a menudo en el contexto del burdel o del club masculino.
La pornografía funciona como una prótesis masturbatoria de subjetivación de carácter virtual, externo y móvil que se caracteriza, al menos en su origen y hasta los años 70, por estar reservada al uso masculino. De nuevo, las técnicas visuales de producción de placer sexual están segregadas en términos de género, edad y clase social. No son las imágenes consideradas como pornográficas las que son intrínseca y naturalmente masculinas sino que, cultural e históricamente, las mujeres han sido distanciadas de las técnicas masturbatorias audiovisuales –una distancia que es comparable a la exclusión de las mujeres del Museo Secreto, de la calle, del comercio sexual, y que es constitutiva de la construcción del espacio público hasta mediados del siglo XX como un espacio masculino y blanco. La reducción de la esfera de recepción de la pornografía en términos de género nos llevará a una situación interesante y paradójica: la creación de un contexto homoerótico de recepción (13). La proyección de la imagen pornográfica en un espacio al que las mujeres no tienen acceso viene indefectiblemente a sexualizar la relación entre los hombres heterosexuales.
La pornografía funciona como una prótesis masturbatoria de subjetivación de carácter virtual, externo y móvil que se caracteriza, al menos en su origen y hasta los años 70, por estar reservada al uso masculino. De nuevo, las técnicas visuales de producción de placer sexual están segregadas en términos de género, edad y clase social. No son las imágenes consideradas como pornográficas las que son intrínseca y naturalmente masculinas sino que, cultural e históricamente, las mujeres han sido distanciadas de las técnicas masturbatorias audiovisuales –una distancia que es comparable a la exclusión de las mujeres del Museo Secreto, de la calle, del comercio sexual, y que es constitutiva de la construcción del espacio público hasta mediados del siglo XX como un espacio masculino y blanco. La reducción de la esfera de recepción de la pornografía en términos de género nos llevará a una situación interesante y paradójica: la creación de un contexto homoerótico de recepción (13). La proyección de la imagen pornográfica en un espacio al que las mujeres no tienen acceso viene indefectiblemente a sexualizar la relación entre los hombres heterosexuales.
La invención de la fotografía como imagen-movimiento viene a insertarse en un conjunto de técnicas de producción de la diferencia entre lo normal y lo patológico. Es imposible desligar la historia de las tempranas representaciones pornográficas de la historia de la fotografía médica de los desviados, del cuerpo deforme y discapacitado, y de la fotografía colonial. No olvidemos que nos encontramos en este momento de invención de la fotografía y del cine en un punto clave de transición y de formación de la racionalidad sexopolítica moderna. Es el momento en el que se inventan las identidades sexuales –heterosexual, homosexual, histérica, fetichista, sadomasoquista–, como tipologías visuales representables. Si la representación médica busca hacer confesar al cuerpo a través de la imagen, la verdad del sexo, pornografía buscará hacer el placer (y sus patologías) visible. Es en este sentido que Linda Williams entiende la pornografía como una técnica de confesión involuntaria: producción de un saber sobre el sujeto, diciendo la verdad sexual sobre el sujeto.
Cinematográficamente, la imagen pornográfica pertenece al conjunto de imágenes de representación del cuerpo en movimiento. El placer visual procede de lo que los teóricos del cine denominan una traducción sinestésica, es decir, de la traslación desde el sentido del tacto a la vista. Más aún, la pornografía pertenece al tipo de imágenes en movimiento que producen una reacción involuntaria en el cuerpo del espectador. Se trata de lo que Linda Williams denomina una «bodily image», una imagen corporal, una imagen que mueve el cuerpo y sus afectos: en el caso de la pornografía, la imagen vuelve sobre el cuerpo del espectador y produce efectos involuntarios que éste no puede controlar. Podríamos decir que lo propio de la pornografía (como de otros géneros como el cómico o el de horror) es que la intencionalidad visual no es tanto proyectiva, como introyectiva, no tanto directiva, como reactiva. Es decir, en la pornografía el cuerpo es vulnerable a la imagen. Este elemento va a complicar la lectura unidireccional de Dworkin o Mackinon (en parte solidaria de las hipótesis de análisis de la representación fílmica llevadas a cabo por Laura Mulvey en su texto clásico Cine y placer visual): si Mackinnon y Dworkin consideran el poder patriarcal y masculino como un factor de estructuración de la semiótica visual de la pornografía que transforma el cuerpo femenino en objeto de placer visual, quedaría por entender la paradójica posición del espectador masculino que decide dejarse dominar por la imagen pornográfica (14).
La pospornografía no será sino el nombre de las diferentes estrategias de crítica y de intervención en la representación que surgirán de la reacción de las revoluciones feminista, homosexuales y queer frente a estos tres regímenes pornográficos (el museístico, el urbano y el cinematográfico) y frente a las técnicas sexopolíticas modernas de control del cuerpo y de la producción de placer, de división de los espacios privados y públicos y del acceso a la visibilidad que estos despliegan. Jean Genet, Andy Warhol, Kenneth Anger, Veronica Vera, Annie Sprinkle… La noción de pospornografía señala una ruptura epistemológica y política: otro modo de conocer y de producir placer a través de la mirada, pero también una nueva defi nición del espacio público y nuevos modos de habitar la ciudad.
1) Ver la caracterización de algunas de ellas como «Mujeres coléricas» en Research. Angry Women. Editado por Andrea Juno y V. Vale, San Francisco, 1991.
2) Ver los textos canónicos de este debate: Andrea Dworkin, Pornography: Men Possessing Women, Plume, New York, 1979. Catherine Mackinnon, Only Words, Harvard University, Cambridge, 1993.
3) Según la denominación de 1981 de Ellen Willis en su ensayo «Lust Horizons. Is the women´s movement prosex?», en No More Nice Girls. Counter-Cultural Essays, Wesleyan University Press, New England, 1992.
4) Richard Dyer, «Gay Male Porn: Coming to Terms», Jump Cut 30: 27-29.
5) Ver el clásico de Linda Williams, Hard Core: Power, Pleasure and the Frenzy of the Visible, University of California Press, Berkeley, 1989.
6) Ver la publicación: Porn Studies. Editado por Linda Williams, Duke University Press, Durham, 2004.
7) Se trataría de tomar la pornografía como objeto de investigación de la filosofía (abordar las relaciones entre realidad, representación y producción subjetividad) y de la teoría queer (desde una perspectiva que contemple las estrategias de resistencia a la normalización de las minorías sexuales, de género y corporales).
8) Walter Kendrick, The Secret Museum, Pornography in Modern Culture, California University Press, Berkeley, 1987.
9) Ver: C.O. Müller, Ancient Art and Its Remains. A Manual of Archeology of Art, London, 1850.
10) Nicolas E. Restiff de la Brettonne, Le Pornographe, Paris, 1769.
11) La figura de Jean-Baptiste Parent-Duchâtelet condensa el solapamiento de pornografía, prostitución y higiene pública: escritor de un importante tratado sobre la prostitución, Parent-Duchâlet era médico y encargado del sistema de desagües públicos de París. Parent-Duchâtelet, De La Prostitution Dans La Ville De Paris, Considérée Sous Le Rapport De L’hygiène Publique, De La Morale Et De L’administration, París, 1836.
12) Sobre homosexualidad y pornografía a principios del siglo XX ver el estudio histórico de Thomas Waugh, Hard To Imagine: Gay Male Eroticism in Photography and Film from the Beginnings to Stonewall, Columbia University Press, New York, 1996.
13) Ver: Thomas Waugh, «Homosociality in the Classical American Stag Film: Off-Screen, On-Screen», en Porn Studies, Op.Cit., p. 127-141.
14) Por el contrario, es posible que el control político al que está sometida la representación pornográfica surja precisamente de la voluntad de reducir el margen de vulnerabilidad del espectador frente a la imagen.
Texto compartido de la web de ARTELEKU