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SEXO, TRABAJO, CARNE: LA POLÍTICA FEMINISTA DEL VEGANISMO por CARRIE HAMILTON

Carrie Hamilton

“Si alguien pretende escribir artículos y desarrollar teorías que relacionen la carne con la pornografía, la prostitución y la llamada objetivación del cuerpo de la mujer, entonces insisto en que nosotras, como mujeres, prostitutas y trabajadoras sexuales, seamos las primeras a las que se consulte sobre estos temes” (Mirha-Soleil Ross citado en Vaughn, 2003)


¿Qué significa comprometerse a comer éticamente? ¿De qué forma tal esfuerzo pone nuestros cuerpos en relación con los alimentos que consumimos? ¿Y cuál es la relación de la alimentación ética con otros proyectos políticos que nos involucran?

Este artículo aborda estas preguntas en relación con la práctica del veganismo y su conexión con el amplio proyecto político y teórico llamado feminismo. El veganismo se basa en la premisa de que una postura ética del ser humano hacia los animales distintos de los humanos requiere evitar en la medida de lo posible el consumo, la explotación y el uso de animales para nuestros propios fines. Este compromiso abarca todas las formas de mercantilización animal, no solo la alimentación. El hecho de que comúnmente se asocie el veganismo con una práctica dietética refleja que para la mayoría de los seres humanos que viven en culturas omnívoras, “comer carne es la forma más frecuente en la que interactuamos con los animales” (Adams, 2000, p. 51). Además, el consumo de animales para alimentación es uno de los modos principales mediante los cuales los humanos desarrollamos nuestro sentido de superioridad sobre otros animales (Taylor, 2010, p. 75). Por lo tanto, si bien se hace referencia a otras formas de mercantilización de los animales, este artículo se centra en el veganismo como un boicot a los productos alimenticios de origen animal. Se propone, en primer lugar, rastrear algunas de las formas en que los discursos sobre el “veganismo” y el “feminismo” han entrado en contacto mutuo en textos académicos y activistas en idioma inglés durante las últimas décadas y, en segundo lugar, abogar por un análisis más riguroso e inclusivo de la política feminista del veganismo. Mi objetivo no es promover el veganismo como la dieta feminista óptima. Espero, sin embargo, abogar para que el veganismo devenga un tema primordial del feminismo.

La investigación que aquí se presenta es el resultado de mis intereses personales y políticos, motivadas por mi frustración por la forma en que percibí la historia de la política feminista del veganismo en el campo creciente de los estudios animales angloamericanos. El nombre que surge una y otra vez en esta literatura es el de Carol J. Adams. Con la publicación de The Sexual Politics of Meat: A Feminist Vegetarian Critical Theory, en 1990, Adams (2000) planteó una defensa feminista del veganismo basada en el argumento de que el consumo de carne y la violencia contra los animales están estructuralmente relacionados con la violencia hacia las mujeres y, en particular, con la pornografía y la prostitución. Considero que este argumento es teóricamente débil y falto de evidencias. Además, su concepción binaria mujer/hombre y su postura contraria al trabajo sexual se contraponen a mi forma de entender el género y la sexualidad, a mi compromiso con los derechos de las trabajadoras sexuales y a la evidente coincidencia entre la defensa del trabajo sexual y de los animales en mis propios círculos activistas. Así, había necesidad de relatar otras historias feministas veganas.

La primera sección del artículo presenta una síntesis de los argumentos de Adams, tal como los expone en algunas de sus numerosas publicaciones de los últimos 25 años. Sostengo que la tesis de Adams de que la opresión de las mujeres y de los animales están interconectadas a través de los mecanismos de la pornografía no solo excluye las voces y las experiencias de las trabajadoras sexuales, sino que también es inadecuada para comprender las formas específicas de violencia que ejercen los seres humanos en contra de diversas especies de animales. Si bien el primer punto puede ser considerado secundario para los estudios animales, recordemos que, si queremos impugnar el antropocentrismo de la literatura tradicional, no debemos hacerlo excluyendo a ciertos grupos de personas. Este esfuerzo tampoco debe hacerse a expensas de una comprensión matizada de toda la sexualidad femenina, una que reconozca la capacidad de las mujeres para tener diversas formas de placer, así como nuestras vulnerabilidades frente a la violencia. Finalmente, espero convencer a los lectores de que las posturas contra la pornografía y la prostitución tienen, en última instancia, escaso valor para comprender las intersecciones entre la violencia contra las mujeres y los animales.

La segunda sección del artículo se centra en una lectura de las referencias al trabajo de Adams sobre ecofeminismo, estudios animales y posthumanismo, desde finales del siglo XX. Aquí, demuestro que en los estudios animales se cita con demasiada frecuencia a Adams como la principal fuente del feminismo vegano, pero sin considerar detenidamente los argumentos teóricos y políticos que subyacen a sus afirmaciones sobre “la política sexual de la carne”. Por lo tanto, dichos trabajos no exploran los desafíos y posibilidades más amplios que plantea la crítica feminista para los estudios animales. En respuesta a esas ausencias e impases, apunto hacia una comprensión distinta de la política sexual del veganismo, basada en las palabras de la trabajadora sexual transgénero y activista/artista de los derechos de los animales, Mirha-Soleil Ross. La tercera sección presenta el pensamiento radical de Ross sobre las convergencias y divergencias entre la violencia contra los animales y las trabajadoras sexuales, el cual básicamente refuta la tesis de Adams de que la pornografía y la prostitución brindan metáforas adecuadas sobre el sacrificio de animales y el consumo de carne.

El compromiso de Ross con los derechos de los animales, situado y encarnado, introduce la subjetividad de las trabajadoras sexuales en la historia, y ofrece convergencias sugerentes con investigaciones recientes en estudios de performance e historia laboral relacionados con los animales como trabajadores. Aunque no tenemos espacio suficiente aquí para desarrollar más ampliamente estas conexiones, el tema del trabajo es importante para mí análisis, que se basa en la premisa de que el trabajo sexual es una forma de trabajo. Esta postura tiene una historia importante dentro del feminismo, pero ha sido desarrollada más plenamente por los movimientos de las trabajadoras sexuales en todo el mundo. Concluyo sugiriendo que las teorías del trabajo ofrecen una perspectiva alternativa para examinar las diversas formas de violencia humana que sufren distintas especies, entre ellas las destinadas a ser consumidas por las personas. 

1. Carol Adams y “la política sexual de la carne”

Desde finales del siglo XX, Carol J. Adams ha desarrollado un influyente conjunto de escritos sobre la relación entre feminismo, bienestar animal y vegetarianismo/veganismo. Su investigación combina el ecofeminismo y el feminismo radical, de la tradición de Mary Daly (Adams, 2000, p. 12), con un enfoque de bienestar animal, basado en una ética del cuidado. Su primer libro, La política sexual de la carne (2000 [1990]), desarrolla la tesis de que en Occidente existe una conexión histórica y cultural entre el consumo de carne y el poder masculino sobre las mujeres. Aunque no es la única autora que muestra un vínculo entre la carne y la masculinidad (ver Twigg, 1983), la originalidad de Adams consiste en haber aplicado las teorías de la objetivación y la violencia masculina contra las mujeres a la violencia humana contra los animales, alegando que estos procesos se conectan y se refuerzan entre sí.

El trabajo de Adams fue importante para descubrir los fundamentos misóginos del marketing de la carne y de cómo se pretende denigrar el vegetarianismo al calificarlo como “femenino”. Su tesis de que la masculinidad en la sociedad angloamericana se construye tanto en relación con una feminidad menospreciada como en oposición violenta respecto de otros animales sigue siendo válida en una época en que la cultura popular aún concibe el consumo de carne y la agresión hacia los animales y las mujeres como parte integral de la masculinidad (Parry, 2010; Cadwalladr, 2016). Pero el propio trabajo de Adams está atrapado en un modelo binario de género. En su esquema, los hombres son consumidores de carne -literal y figurada-, mientras que las mujeres y los animales son objetivados y consumidos.

El concepto teórico clave de Adams (2000, p. 14) es el “referente ausente”. De acuerdo con la autora, los animales vivos se convierten en referentes ausentes como resultado del proceso físico de ser masacrados y transformados en alimento, así como del lenguaje, al renombrar al animal muerto con el término de “carne” (ibid., p. 51). Asimismo, los animales son convertidos en referentes ausentes cuando se les usa como metáforas de la experiencia humana (ibid., p. 53), siendo el ejemplo más poderoso y común el empleo de metáforas relativas a la carne -lingüísticas y visuales- para describir a las mujeres (idem). De esta forma, la “estructura de referentes ausentes superpuestos establece un vínculo entre la violencia contra los animales y contra las mujeres” (idem.):

[…] Los instrumentos de inmovilización utilizados en la pornografía -cadenas, argollas para el ganado, sogas, collares para perros y cuerdas- hacen referencia al control de los animales. Por lo tanto, cuando las mujeres son víctima de la violencia, se evoca el trato que se da a los animales (ibíd., p. 54).

Esta cita apunta a lo que sería un desarrollo importante en el trabajo de Adams en el curso de las siguientes dos décadas (de 1990 a 2010, aproximadamente), ya que se basó cada vez más en la investigación de las teóricas feministas anti-pornografía, especialmente de Susanne Kappeler (1986; Adams, 1994) y Catharine MacKinnon (1989; Adams, 1995). Sus tesis, junto con las de Andrea Dworkin (por ejemplo, 1981), contribuyeron a las “guerras sexuales” que dividieron a las feministas estadounidenses de la segunda ola, en la década de 1980. A veces sobre-simplificado como un debate entre las feministas “anti-porno” y las “pro-sexo”, las “guerras sexuales” giraron en torno a una serie de cuestionamientos sobre género, sexualidad, poder, deseo y representación. Si bien las feministas “pro-sexo” subrayaban el sexismo en la pornografía convencional y rechazaban todas las formas de violencia contra las mujeres, pretendían que se reconociera la sexualidad femenina como un reino de placer al igual que de peligro (Vance, 1992, pp. xxii-xxiii). Rechazaban el argumento de que la pornografía era la principal causa de violencia contra las mujeres (ibid, p. xx) o que, más que cualquier otra estructura social e institución cultural, constituía “el principal motor de la opresión de las mujeres” (ibid., p. xix). Aun cuando la pornografía, tal como se ha desarrollado en la era digital, plantea desafíos teóricos y políticos cada vez más nuevos para las feministas, esta crítica básica de la política del feminismo anti-pornografía sigue siendo tan válida hoy como lo fue en la década de 1980.

Dentro y fuera de las “guerras sexuales”, y a menudo en oposición directa a las teorías anti-pornografía cuyas defensoras más famosas son MacKinnon (por ejemplo, 1989) y Dworkin (por ejemplo, 1981), se desarrolló un importante cuerpo de estudios feministas y queer, que exponen análisis innovadores sobre género, sexualidad y cultura visual. En esos trabajos se reconoce la sexualidad como una relación de poder, pero se rechaza la diada “hombre-masculinidad-violenta/mujer-feminidad-víctima” sobre la que se basaba el feminismo anti-pornografía. Refutaba la idea de que la mirada era exclusivamente masculina o que la posición de las mujeres en la cultura visual se podía entender mejor con la tesis de la objetivación. El trabajo de Adams no reconoce ni hace referencia a ninguna de estas investigaciones. Más aún, como se mencionó antes, su comprensión del género y su relación con otras categorías es limitada. Al tratar a “hombres” y “mujeres” como categorías universales (es decir, carentes de una base histórica o cultural), Adams (2000, p. 55) ignora las relaciones de poder de clase y raza, con lo que socava los planteamientos sobre el análisis interseccional y antirracista que expone en otras partes de su trabajo. Además, su marco es inadecuado para un análisis de la especificidad de la experiencia animal en diferentes especies y en distintos contextos. En términos generales, el trabajo de Adams oculta las diversas formas en las que grupos distintos de mujeres y animales, en diversos contextos históricos y culturales, experimentan formas de violencia masculina y de otro tipo. Algunos ejemplos ayudarán a demostrar esto.

En Neither Man Nor Beast (Ni hombre ni bestia) (Adams, 1994), el capítulo titulado “The arrogant eye and animal experimentation” (“El ojo arrogante y la experimentación animal”) compara la pornografía con la experimentación en animales, citando el relato que hace un periodista de un video robado de un centro de investigación, por activistas de los derechos de los animales:

Las cintas muestran a unos monos heridos, atados a sillas de madera para bebés, que babean y cuyos brazos y piernas se agitan sin control. Los investigadores les tuercen la cabeza de un lado a otro y aplauden para ver si responden. En una escena, una mujer de cabello oscuro sostiene a un mono, con sus [sic] brazos y piernas colgando.

“Aparece en la televisión sosteniendo a su mono”, bromea una voz masculina fuera de cámara. “Di whiskey” [...] (citado en ibid., p. 43; “[sic]” agregado por Adams).

Adams escribe sobre esta escena:

Al igual que en las representaciones fotográficas de mujeres en las que son objetos silenciados que estimulan conversaciones banales entre hombres, las voces que se escuchan en esta parte de la cinta de video son de hombres; la mujer, como el mono, es silenciada, y ella sigue las órdenes que le da un director masculino, fuera de cámara. Mediante tales representaciones, el estatuto de objeto de mujeres y animales se entrecruza (ibid., p. 43).

Es esta una afirmación sorprendente: la mujer que participa en la experimentación con animales es clasificada como un objeto silenciado de la violenta mirada masculina. De hecho, Adams es cómplice en el silenciamiento de la mujer en el video, pues las únicas mujeres citadas directamente en este capítulo son las teóricas feministas y aquellas que se identifican con el sufrimiento animal. Las mujeres que aparecen en películas o en fotografías son descritas por otros.

Un capítulo posterior de este mismo libro comienza con una carta a un periódico de un lector angustiado, que relata un incidente en el que un chimpancé apareció como stripper en una fiesta de cumpleaños. Adams (ibid., p. 132) cita la carta para ilustrar que “una forma en la que los animales son oprimidos es al asociarlos con el estatus inferior de las mujeres, y viceversa”, lo que implica que ciertos tipos de representaciones de femineidad son indicativos del “estatuto inferior de las mujeres”. Pero los aspectos políticos que plantea la situación del chimpancé no pueden limitarse a cuestiones de género y sexualidad: las representaciones occidentales modernas de los primates, ya sea en el arte, el entretenimiento o la ciencia, siempre aparecen también en los discursos sobre la raza y el colonialismo (Haraway, 1989). Desde la perspectiva de la defensa de los animales, la pregunta ética que plantea el caso del chimpancé-stripper no es por qué el animal lo hace, sino por qué se ha entrenado a un animal para imitar a un ser humano para entretenimiento humano. Adams (2006, pp. 124-125) reconoce este problema en otro texto. Pero, al tomar al chimpancé-stripper como ejemplo de la explotación común de mujeres y animales, pierde una oportunidad para explorar cómo el hecho de analizar a los animales como trabajadores/performers podría ayudarnos a repensar también las cuestiones de la agencia y el trabajo humanos. Retomaré estos asuntos al final de este artículo.

En The Pornography of Meat (La pornografía de la carne) (Adams, 2003), su argumento central es la tesis sobre el vínculo estructural entre la violencia contra los animales/mujeres y la industria del sexo: “La pornografía utiliza la carnicería para decir algo sobre la condición de las mujeres como términos de masa: las mujeres son como la carne; no sólo eso, las mujeres merecen ser tratadas como la carne -faenadas y consumidas” (ibid., p. 25). Este libro contiene muchas imágenes tomadas de la publicidad estadounidense, pero poca teoría y referencias. En un capítulo titulado “Hookers” (“Prostitutas”) (ibid., pp. 97-102), que recurre a la no muy buena metáfora del anzuelo [en inglés, hook] para comparar a las trabajadoras sexuales con los peces, en la cultura popular, Adams (ibid., p. 100) afirma que “Las mujeres prostituidas tienen que desconectar su involucramiento e interés en los hombres”, pero no cita ninguna evidencia sobre esto. En efecto, las trabajadoras sexuales se tornan en los “referentes ausentes” de La pornografía de la carne.

A pesar de su título, el libro dice poco sobre las representaciones de mujeres y animales en la pornografía real. Sin embargo, Margret Grebowicz (2010), en su investigación sobre la zoofilia en la pornografía en línea, afirma que los dos grupos son tratados de manera notablemente diferente. En una importante réplica a Adams y MacKinnon, Grebowicz (ibid., p. 10) sostiene que su interpretación del poder como sinónimo de subyugación tiene escaso valor para analizar la dinámica del poder, el deseo y la subjetividad en la pornografía contemporánea. Aunque Grebowicz no se interesa lo suficiente en las implicaciones políticas del argumento anti-pornografía, tanto para animales como para mujeres (su trabajo se ocupa más de la formación como sujeto de los espectadores de pornografía que de los actores), el suyo es un ejemplo de cómo el hecho de tomar en consideración el desempeño y la representación del animal hace más complejos los debates antropocéntricos en torno al sexo, el consentimiento, el placer, la violencia y la representación.

Concluyo esta sección regresando a Neither Man Nor Beast (Ni hombre ni bestia, Adams, 1994). En el capítulo “The feminist traffic in animals” (“El tráfico feminista de animales”), Adams escribe:

Servir carne animal en conferencias feministas exige que las feministas trafiquen animales (es decir, que compren y consuman partes de animales)  y anuncien que apoyamos el tráfico literal de animales: la producción, transporte, matanza y envasado de cuerpos animales (ibid., p. 110).4

Yo apoyo el pedido de Adams para que las feministas reflexionen acerca de dónde viene su comida, además de su definición expandida de "tráfico de animales" que no sólo incluye el mercado ilegal de animales salvajes y los productos derivados de ellos, sino también el comercio legal de animales de granja. El problema surge de su uso del término “tráfico” para “sugerir que existen similaridades en el tratamiento de los cuerpos “desechables” y “utilizables”” (ibid., p. 111). Adams adopta, y adapta, el término “tráfico de animales” de dos textos feministas clásicos de Emma Goldman (1998 [1910]) y de Gayle Rubin (1975). Quien conozca la postura anarquista de Goldman y la oposición vehemente y constante de Rubin al feminismo antipornografía se sorprenderá al verlas citadas en un libro que adopta una postura tan abierta contra la pornografía. El texto de Goldman (1998) fue escrito como un comentario sobre el pánico moral frente al “tráfico de esclavos blancos” en Estados Unidos y Europa a comienzos del siglo XX. El de Goldman, que encuentra la raíz de la opresión de la mujer en el capitalismo y su presente doble moral sexual, es un texto importante y uno de los primeros que debaten que la prostitución sea fundamentalmente un problema laboral. El artículo de Rubin “The traffic in women”(“El tráfico de mujeres”) -que también toma su título del texto de Goldman- no hace mención al tráfico de humanos, sin embargo, un cuarto de siglo después, Rubin (2011b, p. 66) aclara su postura: “No apoyo las ubicuas confusiones actuales entre el tráfico y la prostitución, de hecho, las opongo".

Por el contrario, Adams sí parece confundir el tráfico de humanos con la prostitución. En un artículo publicado en 2010, ella reflexiona que en los veinte años desde la publicación de La política sexual de la carne, las imágenes en las publicidades de carne se han tornado “más sexistas, más misóginas, más explotadoras” (Adams, 2010, p. 310). Citando a Sheila Jeffreys (2008), una de la feministas antiprostitución más prolíficas del comienzo del siglo XXI, Adams (2010, p. 310) identifica la razón de este cambio: “en esta época, la comercialización de las mujeres, a través de la pornografía y el comercio sexual, se ha vuelto más mainstream”. Adams (ibid.) declara que “la industria del sexo […] produce una metáfora y una imagen perdurables para otros cuerpos consumibles, en los que las mujeres se convierten en referentes ausentes”.

Si bien un estudio de la publicidad podría ayudarnos a comprender las políticas sexuales del consumo de carne en Estados Unidos, eso no explicaría las operaciones de la industria del sexo, la migración -forzada o no forzada- de personas, o el tráfico de animales. Si bien todos son partes de una economía globalizada contemporánea, operan dentro de varios marcos económicos y legales diferentes. En una obra bien elaborada, académicos de estudios críticos migratorios, junto con teóricos postcolonialistas y feministas, han detallado los múltiples peligros resultantes de la combinación de todas las formas de “tráficos” de humanos con la “globalización de la industria sexual” según Jeffreys (2008, pp. 5–6). Las estrictas leyes antitráfico implementadas como respuesta al pánico del público ante la “esclavitud sexual” de hecho facilitan los canales de migración irregular que estas mismas buscan erradicar (Andrijasevic, 2014, p. 359), y ponen a migrantes vulnerables frente a un riesgo mayor de experimentar violencia y explotación. Más aún, la imagen de una inocente víctima del tráfico sexual como la prototípica mujer migrante niega la voluntad de las mujeres migrantes, sean estas trabajadoras sexuales o no (ibid.; Agustin, 2007).

Los trabajadores sexuales migrantes pueden ejercer -y, de hecho, lo hacen- distintos tipos de voluntad dependiendo de su situación; sin embargo, los animales criados en granjas industriales para el consumo humano no (Cudworth, 2011, p. 76). Es más, mientras los trabajadores migrantes son cada vez más criminalizados por reglas severas diseñadas para detener la migración entre fronteras, el transporte de animales vivos está autorizados por reglas de comercio diseñadas para facilitar la exportación/importación de productos de consumo dentro y entre naciones estado. Los activistas por los derechos de los migrantes exigen reglas migratorias laxas para facilitar el movimiento libre y seguro de personas a través de fronteras. En cambio, los defensores de los animales exigen reducciones dramáticas en el transporte de animales dentro y entre países antes de la matanza, alegando que esa es una forma de explotación particularmente cruel. Incluso los activistas por los derechos de los animales de granja que no están alineados con el vegetarianismo ni el veganismo apoyan el fin del transporte de larga distancia de animales vivos (Appleby et al., 2008). Si queremos comprender la relación entre el movimiento de distintos cuerpos humanos y animales en el mundo, no debemos comenzar por dar por hecho que compartimos una experiencia de mercantilización, sino con los contextos económicos y legales específicos en los que se dan esos movimientos.

           2. Historias de feminismo vegano

A pesar de la falta de pruebas en el argumento de Carol J. Adams acerca de una relación estructural entre la violencia contra las mujeres y contra los animales, su obra continúa funcionando como un gran punto de referencia en el creciente campo de los estudios animales. Sin embargo, pocos de los académicos que la citan respecto de La política sexual de la carne se involucran con su obra en conjunto. Estas observaciones se basan en una lectura de una cantidad de obras publicadas en inglés desde la publicación de La política sexual de la carne (Adams, 2000 [1990]) en 1990. Sin pretender ser exhaustiva, mi investigación me ha acercado, y conectado, con algunos de los textos más importantes en los que se cruzan el feminismo, los estudios animales y/o el posthumanismo. Mi objetivo en esta sección es mostrar cómo algunas prácticas de citado y algunas formas de crítica se extienden por una serie de textos para construir una historia parcial y particular acerca de la relación entre el veganismo y el feminismo. Debo hacer hincapié en que mi objetivo no es acusar a autores en particular por no detallar cada argumento de cada académico que citan (algo de lo que seguramente todos seamos culpables), sino sacar a la luz el efecto acumulativo que tiene citar a Adams como la autoridad en veganismo y feminismo, a la vez que ignoramos el significado más amplio de su obra. Mi inspiración para esta empresa es la innovadora metodología de Clare Hemmings (2011) de rastrear las tácticas de citado en la teoría feminista occidental. Si bien la metodología que utilizo aquí es necesariamente más limitada, mis conclusiones se asemejan a las de ella: prestar atención a la forma de citado revela “aspectos de […]  historias que se presume que se tienen en común” (ibid., p. 16) y que por lo tanto no requieren más explicación o detalle. Eso genera una impresión de visión de “sentido común” (ibid., p. 20) compartido entre una variedad de textos de que otra forma contarían historias más complicadas e incluso no compartirían las mismas opiniones (ibid., pp. 16–23).

No sorprende que las que tienden apoyan y reafirmar los principios básicos de Adams son aquellas autoras con quienes ella suele colaborar, especialmente en una serie de volúmenes editados sobre ecofeminismo, mujeres y animales (Gaard, 1993; Adams y Donavan, 1995; Donovan y Adams, 1996; Donavan y Adams, 2007; Adams y Gruen, 2014b). Si bien estas ediciones dejan constancia de los frutos de una labor feminista colectiva, sobre todo reiteran y refuerzan - en lugar de revisar y cuestionar - ciertos argumentos centrales que luego adquieren una especie de ortodoxia. Las autoras se citan mutuamente (y a ellas mismas) a lo largo de los capítulos, y Adams suele ser la autora más mencionada. Pero la condición de Adams como vocera del feminismo vegano se extiende más allá de su círculo inmediato hasta libros editados sobre estudios animales (Sanbonmatsu, 2011), posthumanismo y “ahumanismo” (MacCormack, 2014), en los que la (re)impresión y cita de su obra contribuyen a considerarla como la representante de los estudios animales feministas, incluso cuando el marco dominante de dichos volúmenes contradice la posición feminista particular que expone su obra. De manera similar, Adams hace una aparición especial como feminista vegana admirada en las obras de Rosi Braidotti (2013, p. 77) y Donna Haraway (2008), prominentes teóricas feministas rara vez asociadas con la teoría antipornografía.

Si miramos más allá de la cita constante a Adams, veremos que los estudios animales contemporáneos, incluida su inflexión feminista, tocan una variedad de teorías críticas, entre las que encontramos el psicoanálisis, los estudios queer y de género, el postcolonialismo y la teoría del afecto. Dos ediciones especiales recientes sobre animales en las revistas de divulgación feministas  Feminism & Psychology (Potts, 2010b) y Hypatia (Gruen y Weil, 2012a) ilustran esta multiplicidad intelectual, y exponen un área más grande para el desacuerdo y el debate en sus páginas que los volúmenes ecofeministas antes citados. Sin embargo, la obra de Adams también tiene un lugar especial aquí. En la introducción de cada fascículo, su escritura es celebrada como “pionera” (Potts, 2010b, p. 296; Gruen y Weil, 2012b, p. 477), y en las contribuciones siguientes, notamos un patrón ya familiar a través del cual Adams es citada frecuentemente, aunque de manera breve. 

Si bien el marco antipronografía/antiprostitución de Adams raramente es abordado directamente, su relación con la “teoría” ha encontrado cierto criticismo. En el simposio de apertura de la edición de Hypatia, Carrie Rohman (2012, p. 511) le rinde homenaje a Adams por “señalar” las estructuras interconectadas de opresión´ entre mujeres y animales, pero luego la reprocha por articular una posición antiteórica. Esta estrategia plantea un problema. Si bien Adams (2006, p. 123, 2012) les recuerda a los lectores en repetidas ocasiones que ella es, antes que nada, activista y no académica, no olvidemos que La política sexual de la carne lleva el subtítulo Una teoría crítica feminista-vegetariana. Al presentar las diferencias entre Adams y otros investigadores como un desacuerdo sobre la relevancia de una “teoría” en los estudios animales, la política desembarco en el activismo, dejando abierta la pregunta del significado político de los distintos paradigmas teóricos.

El artículo de Maneesha Deckha (2012) en la misma edición de Hypatia sí reconoce las limitaciones políticas de la teoría crítica de Adams. Si bien reconoce la contribución de ella y otras “ecofeministas vegetarianas” en el desarrollo de los estudios animales, Deckha (ibid.) condena el privilegio de género en esta tradición y en la relativa ausencia de cultura y raza como categorías de análisis. La investigación de  Deckha (2007) es importante para el desarrollo de la teoría posthumanista postcolonial. Sin embargo, al aceptar las condiciones del feminismo antipornografía, Deckha (2006) limita su crítica del paradigma cultural feminista. 

Aun así, la obra de Deckha en su totalidad apunta a otras genealogías de la militancia feminista animal. La blanquitud en los estudios animales también se pone en tela de juicio y se cuestiona en una edición especial sobre mujeres de color en el Journal for Critical Animal Studies (Yarbrough et al., 2010). En ese volumen, en contraste con Feminism & Psychology (Potts, 2010b) y Hypatia (Gruen and Weil, 2012a) citados antes, no se destaca ni se menciona la obra de Adams como una influencia central. Cabe mencionar que el artículo que abre la edición, de la activista feminista vegana, bloguera y autora Amie Breeze Harper (2010a), no hace  referencia a Adams ni una vez; en cambio, el análisis de Harper sobre la falta de atención a la diferencia cultural en las campañas veganas estadounidenses mainstream se basa en el feminismo de color y la teoría crítica de raza. Harper es una entre una creciente cantidad de escritores que están desarrollando teorías vegetariana?/veganas inspiradas por las tradiciones queer y feministas más allá del ecofeminismo (ver también Bailey, 2007; Harper, 2010b; Taylor, 2010; Jenkins, 2012; MacCormack, 20122014; Pick, 2012).

Pero la riqueza de la teoría feminista vegana/vegetariana contemporánea está poco representada en los estudios animales más amplios, en los que el nombre de Adams sigue apareciendo, incluso en las producciones de aquellos cuya trayectoria intelectual no concuerda con la de ella. Un ejemplo interesante es Cary Wolfe (2003). En su introducción a Animal Rites, que suele ser citado como el texto formativo en estudios animales y teoría posthumanista, Wolfe (ibid., p. 8) reconoce La política sexual de la carne como una obra que contribuye a la comprensión de la “transcodificación” de discursos de dominación entre animales y distintos grupos de seres humanos, incluso “más allá de sus problemas” (mi énfasis). Un capítulo siguiente elabora este concepto: en su análisis de la película El silencio de los inocentes, Wolfe y Jonathan Elmer (2003, p. 105) complementan el argumento de Adams acerca de una cosificación conjunta de la mujer y los animales con la noción de asimetría discursiva de Judith Butler. Yo concuerdo con la conclusión del capítulo que dice que la obra de Adams no puede explicar las complejas relaciones de clase, raza, género y especie presentes en la película de Jonathan Demme. Pero debido a que Wolfe y Elmer (2003) exponen la discrepancia entre las dos pensadoras como algo teórico (para decirlo sin rodeos: la simpleza de Adams contra la complejidad de Butler), la diferencia política fundamental entre ellas queda a un lado. De la misma forma que la teoría de Adams acerca de la cosificación animal-mujer no puede ser separada de su política antipornografía, la teoría de Butler sobre “la asimetría de discursos” (ibid, p. 99; Butler 1993, p. 18) se basa en su revolucionaria teoría sobre género y sexualidad, que está enfáticamente en oposición con el feminismo radical de Adams. Ansiosos por correrse de “la mayoría de los tratamientos de la película” que la consideran “como parte de una respuesta confundida de Hollywood a las cambiantes normas de género y sexualidad”, Wolfe y Elmer (2003, p. 97) evitan debates clave de la teoría feminista sobre género, sexualidad y representación. Y al hacer esto, dejan entender que el análisis poco sofisticado de Adams sirve cuando se trata de hablar de la mujer, pero no es correcto para un análisis de “el discurso más poderoso y abarcador de la película: el discurso de las especies” (ibid., p. 99). Butler resulta una elección de aliada extraña para semejante jugada.

También vale la pena mencionar la crítica más bien cautelosa y parcial de Wolfe a Adams porque él suele ser considerado como un rival de alta cultura, en una versión de género del antagonismo teórico/activista. Para Rohman (2012, p. 512), la abierta posición antiteórica de Adams es “decepcionante”, mientras que el uso de Wolfe de una “amplia variedad de teorías continentales recientes” representa un modelo más útil y esperanzador para el futuro de los estudios animales. Contrastivamente, en el mismo simposio de Hypatia, Greta Gaard (2012, p. 523) argumenta que la consideración de los estudios animales como un “campo respetable en la academia” al comienzo del siglo XXI de la mano de publicaciones de Wolfe, Haraway y Jacques Derrida, silenció y llegó a expensas de una historia más larga de académicas ecofeministas (ver también Gaard, 2011). Lejos rastrear los intereses en la teoría animal, según Gaard (2012, p. 523), Adams “ayuda a aumentar” la obra de Wolfe.

Estas visiones opuestas sobre la relación entre una escuela particular del feminismo, por un lado, y una variedad de teoría continentales que suelen ubicarse dentro del “posthumanismo”, por otro, forman parte de una competencia más grande por comprender la genealogía de los estudios animales contemporáneos en los Estados Unidos. Aquí, como sucede con el feminismo, las historias importan (Hemmings, 2011). Susan Fraiman (2012) expresó su preocupación acerca de que la maduración de los estudios animales en la academia estadounidense se dio gracias a la tardía, y relativamente breve, intervención de Derrida en la cuestión animal, y en su subsecuente seguimiento por parte de personas como Wolfe. “Si los estudios animales derridianos parecen estar a punto de monopolizar el mercado contemporáneo”, escribe Fraiman (ibid., p. 92), “me preocupa en parte su historia revisionista” y en particular la forma en la que parece haber “eclipsado” la historia más larga del compromiso de las mujeres y la segunda ola del feminismo con los animales. Según Fraiman (ibid., p. 103), Wolfe es culpable de cooptar las ideas ecofeministas, incluidas las de Adams, y re-presentarlas con un manto derridiano. En oposición a Rohman, Fraiman (ibid, p. 107) ofrece a Adams—una activista interseccional con inteligencia emocional—como un antídoto a las pretensiones teóricas de Wolfe.

Si bien soy agnóstica frente al papel que juega Derrida, comparto la preocupación de Fraiman acerca de que ciertas versiones de la historia de los estudios animales amenazan con separarlas de su circunscripción política más amplia; una preocupación que también comparten algunos eruditos de estudios críticos animales (Nocella et al.2014). Fraiman ciertamente no es la primera en llamar la atención sobre el tratamiento desigual de las académicas mujeres, sobre todo las feministas, en comparación con algunos teóricos hombres. En otro contexto, Sara Ahmed (2008, p. 30) ha identificado “una distribución desigual de la obra crítica”, en la que los hombres blancos escritores están “más involucrados, mientras que los escritores feministas no”. En efecto, además de la queja de Fraiman acerca de que Derrida ocupa demasiado espacio en los estudios animales contemporáneos, podríamos preguntarnos por qué un erudito como Wolfe, tan dedicado a la lectura atenta asociada a la deconstrucción, hace una lectura tan limitada de la obra de Carol J. Adams. 

Pero la lectura de Adams ofrecida por Fraiman (2012) también es incompleta, pues, mientras que exalta sus raíces activistas, ignora las implicaciones de su postura antipornográfica. Cabe señalar que la historia oculta entraña sus propios riesgos revisionistas. En una reseña de la historia reciente del ecofeminismo americano desde los años setenta, Adams y Lori Gruen (2014a) situaron algunos de los debates de las ecofeministas. Sobre las guerras sexuales del feminismo de los años 80, sostienen lo siguiente: “mientras que algunas feministas estaban ansiosas por abrazar los “placeres y peligros” de la expresión sexual no-normativa, (…) un pequeño grupo de estudio que condujo a la formación de Feminists for Animal Rights (FAR, Feministas por los Derechos Animales) veía el trabajo sexual como una opresión” (Ibid., pp. 16-17, traducción del original). Este relato es una parodia de la importante crítica política de las posturas feministas antipornografía señaladas anteriormente y, además, reafirma el supuesto de la existencia de un vínculo natural entre los derechos animales y el feminismo antipornografía. Adams y Gruen (Ibid., p. 23) también defienden la controvertida norma de FAR que solo aceptaba el ingreso como miembros del colectivo a "mujeres nacidas mujeres". En vez de recurrir a la teoría transgénero o a activistas animalistas transgénero, insinúan que el problema surge de la lógica binaria de la teoría trans. Más adelante, se lamentan de que el ecofeminismo siga siendo etiquetado como "esencialista", indicando, junto con Fraiman (2012), que este ha sido injustamente excluido de la historia. Es cierto que una buena parte de la teoría feminista de las pasadas tres décadas no ha tenido en cuenta lo suficiente, en su propio detrimento, el ecofeminismo y las cuestiones medioambientales o animales en general. Uno de los propósitos de este artículo es desafiar este antropocentrismo feminista; pero, como esta sección ha presentado, los estudios animales de principios del siglo XXI han incluido la versión de la historia del ecofeminismo, excluyendo a las trabajadoras sexuales, las personas transgénero y a las feministas pro-sexo de la historia feminista del veganismo.

Hasta el momento, he observado una falta de acuerdo entre las feministas y los académicos de los estudios animales respecto a los principales argumentos que sustentan la teoría feminista vegana de Carol J. Adams. Para terminar con esta sección, señalaré algunas excepciones. Val Plumwood en su trabajo más tardío (2000, 2004) presenta una crítica rara y valiosa del feminismo cultural/ecofeminismo de Adams. El análisis de Plumwood (2000, p. 287) acerca del etnocentrismo, el anti-ecologismo e, incluso, el antropocentrismo de los supuestos del "vegetarianismo ontológico" de Adams, como ella lo denomina, merece ser tenido en cuenta. El trabajo de Plumwood en general merece mayor atención de la que puedo prestarle aquí (o, de hecho, de la que le han prestado la mayoría de los autores citados más arriba). Mi principal objeción al respecto es que, en su esfuerzo por promover un "animalismo ecológico", Plumwood (2004) reduce todo el veganismo a su clase ontológica, sin reconocer las tradiciones veganas alternativas, incluyendo aquellas que pertenecen a movimientos de justicia alimentaria, medioambiental o social (véase Harper, 2010a; Nocella et al. 2014). Además, el argumento de Plumwood de que el vegetarianismo/veganismo ontológico representa una forma de ascetismo y alienación del cuerpo descarta cualquier discusión acerca de las experiencias corporales de las personas veganas/vegetarianas.

Se puede hallar un argumento similar en el trabajo de Elspeth Probyn (2000, p. 54), quien sostiene, basándose en escasas pruebas, que existe una tendencia entre las veganas jóvenes a sufrir trastornos alimenticios. La insistencia de Probyn (Ibid., pp. 51-55) en que el vegetarianismo moral es sinónimo de moralismo es de lo más frustrante, viniendo de una de las pocas académicas que reconoce que la postura antipornográfica de Adams socava seriamente su tesis acerca de la "política sexual de la carne" (Ibid., pp. 72-73). Pero, en lugar de explorar otros modelos, Probyn (Ibid.), al igual que Plumwood (2000, 2004), utiliza la debilidad teórica y política de Adams como una coartada para rechazar el veganismo como lo opuesto a una ética alimentaria corporal, lo cual hace que sea más urgente aún representar las vidas y trabajos de personas veganas que prueban lo contrario.


                  3. Mirha-Soleil Ross: el trabajo sexual y la especificidad de las especies

En una serie de entrevistas realizadas entre 2002 y 2003 (Lubiw, 2002; Heze, 2003; Vaughan, 2003), la artista y activista Mirha-Soleil Ross explicó las ideas que respaldaban su performance, compuesta por una sola mujer, Yapping Out Loud: Contagious Thoughts of an Unrepentant Whore (Aullando alto: pensamientos contagiosos de una puta impenitente, 2001-2004), como "una secuencia de monólogos performáticos en los que convergen sus preocupaciones acerca del trabajo sexual, los derechos de los animales y de las personas transexuales, y en los que reflexiona sobre sus quince años como prostituta  y activista" (Saleh, 2007, p. 64). Estas entrevistas, realizadas por activistas, rebosan pasión política. Son polémicas a la par que pedagógicas, y exigen que los oyentes cuestionen algunos tópicos de sus comunidades. Junto a los videos, performances en directo y otras obras artísticas de Ross, las transcripciones de estas entrevistas constituyen un pequeño pero vital archivo de la historia de la política sexual de los derechos animales y del veganismo. Mi intención no es etiquetar los argumentos de Ross como "feministas" (de hecho, las tres entrevistas discrepan seriamente de ciertas formas de feminismo), sino insistir en que aquellas personas interesadas en la interconexión entre feminismo, género, sexualidad y animales harían bien en escuchar voces como la suya.

Como explica Ross, Yapping Out Loud surgió de sus reflexiones sobre el nombre de una de las primeras organizaciones por los derechos de las trabajadoras sexuales de Norte América: COYOTE (Call Off Your Old Tired Ethics, Desactiva tu Vieja Ética Rancia), fundada en 1973. El acrónimo lo eligió originalmente la fundadora Margot Saint-James, porque este animal representaba perfectamente la metáfora de cómo las prostitutas eran y siguen siendo vistas y tratadas en nuestra cultura como intrusas amenazadoras, portadoras de enfermedades y como alimañas a exterminar (Ross en su entrevista con Vaughn, 2003).

Pero, en lugar de utilizar la metáfora del coyote en su performance, Ross utiliza su acción para señalar algunos problemas de la conexión entre diferentes formas de violencia. "Creo que hay un vínculo entre cómo son tratados los coyotes y cómo son tratadas o percibidas las prostitutas", dice Ross, "pero tengo objeciones a la apropiación que hace alguna gente de la opresión de otros grupos para hacer una declaración sobre su propia vida, si no hablan también de la opresión de ese otro grupo" (Lubiw, 2002). Ross advierte repetidamente sobre, lo que ella denomina, la "gratuidad" del uso de metáforas animales para la experiencia humana (Heze, 2003).

En estos asuntos intervienen tanto cuestiones éticas como políticas. En conversaciones con Ross, la entrevistadora Claudette Vaughn (2003) observó que los violadores a veces muestran conductas que parecen seguir el patrón de la mutilación de animales. Ross (Ibid.) está de acuerdo en que "hay algunas conexiones entre la crueldad hacia los animales y la violencia hacia algunos grupos de seres humanos, incluyendo las mujeres"; no obstante, advierte del riesgo de oponerse al maltrato animal simplemente por el hecho de que este conduce hacia conductas violentas contra seres humanos, incluso si hay pruebas de que es así. La solidaridad de Ross se basa en el reconocimiento de la singularidad y la especificidad (Heze, 2003) del otro (en este caso, de otra especie). Insiste en la obligación ética del activista para señalar la divergencia entre formas y escalas de violencia (Ibid.).

Al igual que Ross cuestiona el uso de animales como metáforas por parte de COYOTE para referirse a la violencia contra las trabajadoras sexuales, también rechaza enfáticamente la premisa de Carol J. Adams de que la prostitución y la pornografía son una fuente de metáforas aptas para referirse a la explotación humana de los animales. Para Ross, la tesis de Adams literaliza la metáfora de las mujeres como carne y minimiza los horrores de las granjas intensivas y los mataderos (Lubiw, 2002). En respuesta a la suposición de Adams de que todas las prostitutas son víctimas de violencia machista, Ross defiende que son las feministas radicales las que objetivan a las trabajadoras sexuales, y son la policía y los miembros de asociaciones vecinales los que las tratan "como animales" (Ibid.). En un monólogo en Yapping Out Loud, Ross describe los miedos con los que vive como trabajadora sexual, incluyendo el peligro constante a una redada policial. Como escribe un crítico, "los animales rescatados con los que viven pueden escaparse del apartamento, o morir, o ser disparados por un policía" (Saleh, 2007). Este ejemplo de la violencia que comparten animales y trabajadoras sexuales no es una violencia patriarcal universal, sino más bien una violencia contextualizada y específica del estado. Ross denuncia a Adams y a otros por "hacer comparaciones ofensivas y trivializantes entre mujeres adultas que con consentimiento se dedican a la prostitución y animales asesinados en la industria cárnica sin consentimiento" (Vaghn, 2003). Reconocer diferentes capacidades de consentimiento, como diferentes niveles de voluntad, es fundamental para apreciar las diferencias entre la vida y la situación de los animales y las de las trabajadoras sexuales.

A diferencia de las defensas del veganismo como una representación del ascetismo y de la negación del cuerpo (Plumwood, 200, 2004; Probyn, 2000), el compromiso de Ross con los derechos animales es una política situada y encarnada. Al denunciar la postura antiprostitución de Adams y FAR, Ross insiste en que "mientras teorizan sobre el así llamado, uso y objetivización y mercantilización de nuestros cuerpos, nosotras SOMOS esos cuerpos. Y tenemos una percepción muy diferente a la suya sobre lo que nos pasa y lo que ocurre en el mundo de la prostitución" (Lubiw, 2002). En respuesta a una observación hecha por Nadja Lubiw, la presentadora del programa de radio Animal Voices de Toronto, sobre que "mucha de la teoría existente en lo que respecta a la comunidad animalista es fuertemente antipornografía y antiprostitución", Ross recuerda a sus oyentes que, dentro del movimiento animalista, también hay activistas feministas con perspectivas diferentes, aunque no reciban mucha atención de los medios (Ibid.).

Más que rechazar la pornografía en general como violencia contra las mujeres, el arte activista de Ross utiliza porno alternativo para explorar las relaciones entre veganismo y sexualidades trans y queer (Vaughn, 2003). Pero, mientras que Ross conoce los desafíos que plantea afrontar el animalismo en relación a un feminismo que reconozca la vida, el trabajo y las voces de las trabajadoras sexuales, también enfatiza en las dificultades que supone integrar la cuestión animal en las posturas políticas queer y en las comunidades de disidencia sexual (Heze, 2003; Vaughn, 2003). La suya no es una visión esperanzadora de una utopía queer vegana, sino una apuesta política, basada en el desorden y las luchas de la vida y el activismo cotidiano.

Los comentarios de Ross sobre su obra artística, especialmente Yapping Out Loud, despiertan interrogantes acerca de la relación entre la performance, el trabajo y la voluntad a través de la diferencia humano/animal. El mismo interés aparece en investigaciones recientes en historia del trabajo y en estudios de performance. Historiadores como Jason Hribal (2003) y Mary Murray (2011) han explorado el papel de los trabajadores no humanos en el desarrollo del capitalismo europeo. Según Hribal (2003, p. 436), el hecho de que los animales no sean empleados no significa que no sean trabajadores, o que su trabajo no sea altamente rentable y esencial para el desarrollo de las sociedades humanas. En el contexto de los estudios de performance, Nicholas Ridout (2006) también ha establecido paralelismos entre el trabajo humano y el animal, aunque haciendo hincapié en otro aspecto. Para Ridout la presencia de animales en el escenario señala la falta de atención al trabajo dramático en general, provocando en la audiencia cierta ansiedad respecto a cuestiones sobre el consentimiento o la explotación. "Lo que estas cuestiones valiosamente ilustran", escribe, "es la realidad del trabajo dramático en sí mismo, independientemente del estatus o la habilidad del empleado, como una forma concreta de explotación" (ibid., p. 100). Aunque la preocupación de Ridout sobre la naturaleza explotadora de toda obra teatral tiende a excluir el problema específico sobre el trabajo animal, su investigación, al igual que la de Hribal, destaca la interrelación entre trabajo humano y animal en el capitalismo. La conclusión de las investigaciones de ambos autores es que no podemos abordar la explotación de los trabajadores humanos sin tener en cuenta también el trabajo de los animales, y viceversa. Esto no quiere decir que los animales trabajen bajo las mismas condiciones que los humanos, o que no se enfrenten a situaciones particulares de explotación (y viceversa). Pero poner el foco sobre el animal aporta una nueva luz desde la que preguntarse qué significa el trabajo para los seres humanos.

Es especialmente relevante para este artículo que tanto Hribal (2003, p. 436) como Ridout (2006, p. 100) distingan el trabajo sexual como forma de trabajo que puede tener punto en común con el trabajo animal. Ninguno de los dos sigue esta línea de pensamiento y, como resultado, ambos acaban dando la impresión de que el trabajo sexual, al igual que la esclavitud o el trabajo infantil (Hribal, 2003, p. 436), debe considerarse como un trabajo aparte del resto de trabajos humanos. Pero esto mina el argumento central de sus trabajos, esto es, que el capitalismo crea las condiciones para invisibilizar muchas formas de trabajo entre diferentes especies. Siguiendo esta idea, sugiero que es menos urgente decidir cómo categorizar el trabajo animale en relación con las categorías de trabajo humano (por ejemplo, proletariado, libre, esclavo) que reconocer su trabajo como tal. Lo que tienen en común el trabajo animal y el trabajo sexual no es ninguna similitud en la categoría del trabajo realizado, sino la frecuente negación de estos trabajos en sí misma. Definir el trabajo como trabajo no impide su reconocimiento como explotación. Más bien, como demuestra Ridout (2006), es la condición para este reconocimiento.

En última instancia, el trabajo artístico de Mirha-Soleil Ross va más allá de la cuestión del trabajo, y se dedica en general a los límites ontológicos entre lo humano y lo animal. El mismo título Yapping Out Loud (Aullando alto) señala el desdibujamiento de estos límites. Al mismo tiempo, Ross se resiste firmemente a colapsar una categoría en la otra a través de una sobre-identificación de los humanos con otros animales, a expensas del reconocimiento de la especificidad de las especies no humanas y del reconocimiento de la violencia ejercida por los humanos hacia estas especies. Algunos académicos de los estudios animales han aplaudido igualmente el desafío planteado por el posthumanismo al binarismo humano/animal, mientras adviertan sobre la tentación de celebrar la condición posthumana sin reconocer o cuestionar el poder que los seres humanos seguimos ejerciendo sobre otras especies (Cudworth, 2011, p.13). El peligro para otras especies de esta celebración posthumanista de una identidad trans-especie, sin un compromiso real con el bienestar de los otros animales, es particularmente agudo en la cuestión alimentaria; el riesgo de, podríamos decir, querer poseer nuestra propia animalidad y comérnosla también.

 

Conclusión

El trabajo de Carol J. Adams ha sido muy influyente a la hora de explicar cómo los animales vivientes son transformados en comida para consumo humano a través del funcionamiento del "referente ausente". Su trabajo desafía fuertemente el silencio de muchas teorías feministas acerca de otras formas de violencia contra los animales. Pero, al definir a las mujeres principalmente como víctimas de la violencia masculina y al comparar nuestra posición con la de los animales explotados por los seres humanos, la investigación de Adams no ofrece un marco adecuado para comprender el alcance de la violencia infligida por los seres humanos en otros animales, incluyendo la más extendida: la explotación y matanza anual de miles de millones de animales, destinados a convertirse en carne y otros productos de consumo humano.

Sin embargo, el marco feminista de Adams, dependiente de un modelo binario de género y de las teorías antipornografías y antiprostitución, ha sido aceptado, en gran parte, de forma acrítica por parte de muchos académicos de los estudios animales y del posthumanismo. Los grandes debates del feminismo, y la revolucionaria contribución de la teoría feminista a la comprensión del género y la sexualidad y sus intersecciones con la raza, la clase y otras categorías, han sido excluidos de estos estudios. Así como debemos cuestionar el silencio de los académicos de los estudios animales acerca de la riqueza de las investigaciones feministas y su relevancia para los estudios animales, no debemos permitir que se vincule el feminismo vegano con la posición antipornografía de Adams como excusa para excluir a los animales de la teoría feminista. Como el ecofeminismo y ciertos aspectos del materialismo feminista dejan claro, la preocupación feminista por redefinir lo humano de manera radical no estará completa sin un compromiso con los no humanos. El feminismo vegano va más allá, proponiendo que tal compromiso debe procurar, en la medida de lo posible, evitar la violencia. Es este compromiso con la no violencia como base de una ética del comer-y del vivir-, y no una comparación mal concebida entre la violencia contra las mujeres y la violencia contra los animales, lo que hace del veganismo una cuestión feminista.


Carrie Hamilton

Investigadora independiente, Londres. 

+ info sobre Carrie Hamilton en su web


Traducido por Iara Altkorn, Lorena Murillo y Nahid Steingress Carballar


Revisado y corregido por Anahí Gabriela González


Artículo completo (bibliografía, pies de fotos etc...) en este enlace de LECA Revista Latinoamericana de estudios críticos animales. Desde aquí les damos gracias a les compañeres de ILECA (Instituto latinoamericano de estudios críticos animales), por facilitar y permitir la difusión de esta artículo en la revista Parole de Queer.