miércoles

UN ZULO PROPIO por ITZIAR ZIGA

Itziar Ziga con Sara T.



“Cuando empleamos más energía en resistir que en construir,
es momento de cambiar a otro lugar.”
Ainhoa Resano

Una tarde de este agosto en la orilla del pantano de lodo turquesa, evocaba con una amiga a nuestra heroína adolescente Sara T. Los capítulos de su precoz y etílica epopeya pasaban de mano a mano en contrabando sagrado. Al menos yo por aquella época no había comenzado a beber y me resultaba sórdida y ajena la idea de emborracharme, aunque ni mis amigas del barrio ni yo tardaríamos mucho tiempo en arrasar sigilosamente con los muebles-bar de nuestras casas.


Ya no se fabrican armarios como aquellos, la puritana protección de “los menores” ha desterrado de los salones familiares los mágicos botelleros con paredes de espejo y luz interior que parecían albergar pequeñas discotecas rebosantes de licores. Ahora que lo pienso, tampoco hoy se hubiera permitido a una jovencísima alcohólica difundir sus correrías entre el público adolescente. A ella o a quien fuera que la inventó. Pero eran otros tiempos, saber que la niña de E.T. había descubierto la cocaína antes de los diez años no nos perturbaba demasiado. (Menos mal que Las Lolitas de hoy vuelan por internet mucho más escurridizas que sus sobreprotectoras mamás.) En mi caso, nadie se asustó por mi apego al mueble bar años antes de que Sara T. entrase en mi vida. Mi primer zulo propio fue aquella puerta satinada en beige que descendía en horizontal hasta ofrecerme un luminoso y cálido escritorio. Frente a las botellas de colores de olor dulzón, comencé a escribir.

Las desventuras de Sara T., plagadas de borracheras, huidas de reformatorios, prostitución por una botella y violaciones, cautivaron las tardes de todas las niñas de mi barrio. No recuerdo quién nos compraba los nuevos fascículos –mi hermana asegura que era nuestra madre-, aunque completamos la serie entera. Supuestamente la anti-heroína pretendía alejarnos del mal camino, pero nuestro regodeo en sus infinitas caídas rayaba en la admiración. ¿Quién anhela a los diez años una vida reducida a matrimonio+maternidad+trabajo+hipoteca+sobriedad?

Para aumentar el realismo de tan burdas recreaciones, en la solapa de los libritos se explicaba que Sara T. había logrado narrar sus hazañas a veces escribiendo en bolsas de papel que alguien después milagrosamente encontró. Esto es lo que  más me fascinaba de Sara T., que nunca dejó de escribir.  
Mi amiga Miriam Cameros, en un arrebato de iluminación cannábica, trazó hace años esta frase en uno de esos papeles destinados a extraviarse, como los testimonios de Sara T., y que sin embargo, atesoro: Itziar escribe con lo que no se escribe. Nunca cesaba de animarme, aunque yo me lamentara: ¿cómo hostias voy a escribir si no sé cuando van a cortarme la luz? Hoy, mañana,… (La incertidumbre es más paralizante que la oscuridad.) Entonces, hace no tanto, la Torre de Marfil donde creaba era un cuarto piso sin ascensor de la calle Escudellers, nauseabundo y polvoriento, invadido por mierda ajena, pegado a la morada de un sicópata que aporreaba de tanto en tanto mi puerta con amenazas de muerte y desde el que podía escuchar los gritos de las guiris incautas aferradas vanamente a sus bolsos y la rabia de un viejo abandonado y cabrón que se cagaba en nuestros “muertos cagaos” día y noche. Pero nunca dejé de escribir. Es más, escribía desde aquel zulo que era el único que podía pagarme. Y pasaron siete años.
No recuerdo en pasado, qué nadie imagine solvencia alguna tras haber publicado Devenir perra. Sacar a la luz un libro sobre putas feministas no es el camino más directo hacia la riqueza. Ni por asomo. Ahora escribo desde el balcón de mi madre y, a veces, para captar la señal de internet de un inconscientemente generoso vecino llamado Pablo, tengo que acercar mi portátil al precipicio de la colmena. (Como la Blanche Dubois de Tenesse Williams, siempre he confiado en la amabilidad de los desconocidos.) Se escribe desde donde se escribe y quien lo obvia, miente. Y aburre.
Como Sara T., la gran Anna Ajmátova nunca dejó de plasmar su momento, aunque fuera en los soportes más precarios. Se desmarcó de su linaje masculino y de la tradición rusa adoptando el apellido de su abuela. Aunque se casó tres veces, jamás firmaría con el nombre de ninguno de sus maridos. Asolada por la revolución bolchevique y por las guerras, llegó a quemar todos sus cuadernos para no comprometer a sus allegados. Aún así, tras leer sus poemas en la intimidad a un intelectual británico en 1945, su hijo volvió a ser encarcelado durante diez años.
Ella, que había sido la gran renovadora de las letras rusas, aguardó interminables colas en la puerta de la prisión junto al resto de las mujeres. De ahí nació Réquiem. Dicen que pocos pueblos son tan amantes de la poesía como el ruso, por ello fueron prohibidos los versos de Ajmátova. Me fasciné por esta superviviente hace años y entonces leí el relato de uno de los momentos no vividos que más me han estremecido nunca.
Como en tantos otros regímenes de asedio, Anna Ajmátova es privada de la publicación de sus poemas. Entonces, adapta sus creaciones a la transmisión oral: escribe, memoriza, quema y recita a sus íntimos. Así da comienzo la secreta cadena de difusión. Porque la gente enferma de desesperanza, necesita versos. Poco antes de su muerte, la proscrita Ajmátova pudo por fin recitar en público, dicen que ante miles de personas. Con las primeras palabras, supo que el muro de aislamiento erigido durante décadas era tan sólo humo. La multitud coreó con ella sus poemas, los habían aprendido de boca a boca en la clandestinidad de la noche.
O el pacto de narrar lo vivido que hicieran la comunista alemana Margarete Buber-Neumann y la periodista checa Milena Jesenská en el campo de concentración nazi de Ravensbrück donde se conocieron. Milena sabía que no iba a sobrevivir, Margarete ya había resistido el encierro y el castigo de Stalin en Kadjastán. En tan oscuras circunstancias, Milena enseñó a Margarete a ordenar sus ideas, a estructurar su discurso, a narrar. Sólo Margarete salió viva de aquel inmenso matadero y publicó Milena por las dos, con los relatos grabados a fuego en su memoria. (¿Y pensar que Jesenská es conocida sobre todo por su noviazgo con Kafka?)
Las mujeres, para poder escribir, necesitan una habitación propia, anunciaba certeramente Virginia Woolf en 1929 mientras el sistema financiero capitalista saltaba por los aires. Una habitación propia, a veces con un cuchitril mal ventilado basta. Cuatro metros cuadrados sin ventana y sin demasiada expectativa de intimidad, en mi caso. Suficientes para terminar mi libro porque la vida se me iba en ello. Bastante distinto mi zulo del diáfano, soleado y silencioso salón donde Virginia desataba su febril y magnífico trazo. El cine se apodera por siempre de nuestras imágenes mentales: para mí ella siempre será esa Nicole Kidman deformada en Las horas que trata de conjurar sus fantasmas para concentrarse en Mrs Dalloway y a quien tan sólo perturba su criada: ha decidido el menú del almuerzo la señora. (Mi madre se acerca mientras tanto para recordarme que tengo que ayudarla a ducharse. Por un instante me siento a la vez Virginia Wolf y su criada, aunque más ligera de ropa.)   
No pretendo despreciar a la gran escritora por el hecho de que fuera una burguesa blanca acomodada. La habitación propia de la que habla Virginia no es sólo física. Sobre todo hay que dotarse de una estancia interior inexpugnable, o al menos saber que tan sólo se alquilará a proyectos ajenos por horas, nunca a tiempo completo. Se puede escribir sin una habitación materialmente propia pero no se puede escribir sin este precioso zulo interior, es imposible.

Gracias a su territorio íntimo amurallado, Anna Ajmátova, Margarete Buber-Neumann, Milena Jesenská, incluso la impostada Sara T., pudieron escribir en las condiciones más inhóspitas. Yo tuve una vez una enorme habitación aireada y propia, con paredes salmón y mesa de madera noble, nadie entraba a importunarme, pasaban las horas y yo no conseguía escribir porque estaba colonizada por dentro. El folio en blanco es aterrador para una mujer maltratada. ¡Bendito feminismo, bendita Virginia Woolf!   


Escritura perra

Beto Preciado me dijo que debía arrancar Devenir perra advirtiendo sobre las dificultades que debe superar una escritora auténticamente perra para centrarse, avanzar y concluir un libro. Precariedad económica y emocional regada con altas dosis de alcohol y espolvoreada por misteriosas sustancias. Mi manada y yo sumidas en una zozobra permanente, deliciosa muchas veces, aunque también desolada. Como una montaña rusa a la que se le hubiera bloqueado la posición de parada.
Durante meses repetía: nuestros akelarres orgiásticos son trabajo de campo para mí. Olga Muedra, mi faro de sensatez, ante el rosario de macarradas circundantes que le iba relatando, me ha sugerido muchas veces: déjate de escribir chapas sobre feminismo y cuenta la vida de las locas de tus amigas, que te forras. Como siempre le hago caso sólo en parte, terminé publicando un libro de aventuras feministas. Mi madre se preocupó un poquito: hija, ¿hacía falta que lo contaras TODO? ¿No podías haberte callado algo? Que follas con todo el mundo, que te drogas, que tu novio es trans,…”
La verdad es que callarme nunca ha sido lo mío. Tras pasar una noche detenida por usurpar a Inditext una infinitesimal porción de sus bienes, el policía casi me hizo callar en mi declaración. Alucinado por mi verborreíca confesión, llegó a aconsejarme: piénsalo antes de contestar. Supongo que para una niña que creció bajo un terror que no podía nombrarse, verbalizar es una liberación, un exorcismo, una catarsis. Ser tan bocazas me ha enredado la vida millones de veces pero en esto, como en casi todo, soy incorregible.  
Otra de mis costumbres de expresión es situarme en aquello que narro. Cinco años de formación universitaria decimonónica –nos enseñaron a maquetar con tipómetro, hablamos de 1996 nada menos- reafirmaron mi fobia a la falacia de la objetividad. Este ultraje mío a la Vaca Sagrada de la práctica periodística, unido a mi feminismo irrenunciable y a mis pasiones nocturnas, me volvieron más inadecuada para trabajar en los mass media que un palestino con dos maletas en medio de Tel Aviv. Ni siquiera intenté encajar.
Y, milagrosamente, un grupo de periodistas vascas deciden fundar en el 2000 la empresa más osada posible: un periódico feminista. Y empiezo a investigar, a escribir, a publicar. Ahora, definitivamente, ya sé que el periodismo serio, el de los hombres, me importa una mierda. Sobrevivo con el escaso dinero que me llega del Andra, alguna que otra vez me cortan el agua, gorroneo bebidas y demás, robo compulsivamente, voy más fashion que nunca. Vivo cada día más conectada a la revolución puta-feminista y más extraña al capital. La brecha respecto al buen camino va ensanchándose año a año, ya no hay marcha atrás.

No sufres revelación alguna, no sucede de la noche a la mañana. Tu familia ya nunca pregunta por tu trabajo ni por tu vida en Barcelona, prefieren no saber. Aterrizas en la comida de Navidad con los ojos desorbitados, sin hambre y sin bragas.
Irremediablemente, estás echada a perder. Ya has mutado en perra fronteriza y lúbrica. Y escribirás como perra.     

Do it yourself

Cuando la sindicalista trans Laura Bugalho nos presentó a mí y a mi libro en Zaragoza, poco antes de que mi impulso de abrazarla precipitase el vaso de gintónic sobre nosotras, ella declaró que leer Devenir perra le había animado a relatar su propia vida y discurso. De todas las cosas bonitas que me han dicho sobre mi libro, ésta me refuerza y me gratifica sobremanera. Y no sólo porque sea Laura quien lo afirme, una activista impenitente y una tía íntegra y adorable como pocas. Que alguien, cualquiera, quien sea, sienta deseos de escribir tras leerme, me hace gozar hasta el orgasmo y las lágrimas.
Escribir y, sobre todo, publicar, parece cosa de eruditos. De eruditos con “o”. La idea de concluir un libro produce fiebre, convulsiones, desmayos, se le tiene demasiado respeto. Y no debería, porque en el mercado editorial se encuentra de todo. Escribir tiene que ser un calvario, hay que pagar un peaje de aislamiento y auto-tortura. No puede ser tan fácil ni tan inocuo, porque entonces publicar dejaría de ser privilegio de las clases entronizadas.  

Cumplir como teleoperadora, panadera, encuestadora, ofertadora de cualquier producto absurdo en unos grandes almacenes, canguro, captadora de almas y cuentas corrientes solidarias para Intermon, camarera, me ha resultado mucho más difícil que publicar mi libro. Lo verdaderamente duro es transitar por todos esos trabajos precarizados, feminizados, sexualizados, y no estallar una tarde cualquiera en brote sicótico o en rabia de clase de la de toda la vida. Y eso que yo soy blanca fluorescente, europea, licenciada y existo, aunque sea en los márgenes. Y comulgo con el género que me asignaron, aunque sea para reventar sus costuras.

“Itziar Ziga inventa un modo a través del que las ratas de barrio bajo y gustos perversos, esas que han sido históricamente excluidas de los circuitos de poder (al que sólo se accede desde la heterosexualidad blanca de clase media), intervienen en los procesos de producción de significado introduciendo sus propios códigos”, declaran mis amadas prologuistas. (Virginie Despentes, la diabólica puta punk que ha vendido millones de libros por todo el mundo escritos desde el coño y desde la rabia y Beatriz Preciado, el iluminado filósofo que dinamita nuestra civilización y después eyacula sobre las ruinas.)

No sólo escribimos quienes no tendríamos que escribir, sino que lo hacemos desde donde no deberíamos hacerlo. Para publicar, para ser tomada en serio mínimamente en el rancio y burgués mundo editorial, hay que domesticar el verbo. Y las que nunca aprendimos bien el teatro de las buenas maneras, de corrección alguna, las que no tenemos las más remota posibilidad de pasar por decentes ni adecuadas en sociedad, no solemos escribir como señoritas. Cualquier Pigmalión se suicidaría con nosotras. Se nos asoman la katana, el tutú y la cresta detrás de cada adjetivo.       

Recuerdo a un chico muy divertido llamado Gari que decía: antes de salir de casa, le pregunto a mi vieja: ¿cómo me ves? Si ella me contesta: horroroso, hecho un cuadro; entonces salgo convencido de que voy muy bien. A mí me pasa con el corrector de word: si la pantalla no está repleta de marquitas rojas, me asusto. Por ejemplo, nunca entenderé que rechace la palabra teta. ¡Ahí está! Subrayada, señalada, como una niña irreverente separada del resto en un colegio de monjas. Supongo que el ordenador de la tremenda Verónika Arauzo debe echar humo cada vez que ella se dispone a revelarle sus correrías. Vero no pudo continuar sus estudios porque, cuando eres una niña trans y la oposición paterna te ahoga, tienes que marcharte de casa muy pronto, corriendo. Sus patadas a la RAE son faraónicas, como ella. Pero la pulsión narrativa de Verónika Arauzo, bien la quisieran para si muchas laureadas universitarias, arrogantes articulistas, mentecatas del Saber. Y además, ¿Quién osaría competir con las Aventuras y desventuras de una puta trans en el extranjero? La Vero siempre saldría ganando en número de fans, aunque fueran anónimos. (Podéis deleitaros con el auto-relato de sus hazañas en aloefresa.blogspot.com,)

El diario íntimo –válvula de escape para las mujeres durante siglos- ha salido del armario con el mundo blog. A veces, con el café de la mañana me engancho a los blogs de mis amigas, salto de una a otra, descubro nuevas perversas, voy, vengo, comento, escribo, me emociono, me río, consulto al google,… y el estómago empieza a rugir: ya es hora de comer. Vivimos realidades paralelas, nuestras noticias no salen en el telediario, ni falta que hace. Y vas descubriendo que hay un montón de narradoras sagaces, poéticas, corrosivas, perturbadoras, brillantes y sucias, que escriben contra la norma.  
Concluyendo.

Si de algo estoy orgullosa, inflada como una pava, eufórica, masturbatoria, erguida cual perra faldera favorita, enaltecida, borracha de mí, autoembriagada, ronroneante, altiva como mi imagen de venus puta ante vuestro espejo, es por extender cual virus la certeza de que, ante el enemigo, y sobre todo contra él, las perversas inapropiadas seguiremos escribiendo desde nuestros zulos propios. Como siempre.  


"Un zulo propio" es uno de los capítulos correspondientes al libro del mismo nombre "Un zulo propio" de Itziar Ziga y publicado en el 2009 por la Editorial Melusina.